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Quizás algunos todavía recuerden el ¡shhh! de la bibliotecaria cuando, de niños, leían con fruición un Astérix o un Tintín, comentando con los amigos las hazañas de sus protagonistas y soltando algunas carcajadas que provocaban la reprobación de la responsable de la biblioteca o, en el peor de los casos, la expulsión de aquel espacio sagrado en el que estaba prohibido hablar. ¿Pero por qué había que estar callados?
Siglos atrás, en un país lejano que los críos conocían vagamente gracias a los libros de Los Cinco, alguien impuso el silencio en las bibliotecas, una decisión que trascendió sus fronteras y que todavía sigue vigente. Si aún sufren el trauma por haber sido castigados —bastaba que hablase uno solo para que fuese desterrada toda la pandilla—, no disparen al pianista, porque la culpa es de un profesor, parlamentario y diplomático británico.
Sir Thomas Bodley (Exeter, 1545 - Londres, 1613) fue el encargado de revitalizar la biblioteca de la Universidad de Oxford, que, tras quedarse sin libros a causa de las medidas reales y eclesiásticas durante la Reforma protestante, había llegado a vender hasta sus muebles. De los 281 manuscritos donados por el duque Hunfredo de Gloucester, solo tres se libraron de la purga.
La labor que tenía por delante Bodley, antes alumno y profesor que político y diplomático, era ingente. Tras un periplo por Europa, primero para estudiar y luego como emisario del Gobierno, en 1958 se ofreció para restaurar la biblioteca. Cuatro años después, una vez inaugurada, ya contaba con más de 2.000 ejemplares, gracias a su red de contactos (políticos, embajadores, nobles, académicos, corsarios…) y a la herencia de una viuda.
Tras su fallecimiento en 1613, había multiplicado por once su tamaño y, actualmente, la Biblioteca Bodleiana —aquella arca que salvó del diluvio universal al conocimiento, en palabras del filósofo Francis Bacon— es la principal library de investigación de Oxford. Entre sus méritos, figura el convencimiento de que la institución debía contar con ingresos propios, a través de tierras y rentas, para ampliar sus fondos con las novedades editoriales.
Otras órdenes fueron más controvertidas, como la prohibición de prestar libros, ya que los usuarios —incluidos los profesores— tenían por costumbre olvidarse los ejemplares en sus casas. Sí, abrió sus puertas a otros lectores, no solo a estudiantes de Oxford, pero se negó a que los volúmenes salieran del edificio, incluso después de su muerte, aunque los peticionarios fueran el rey Carlos I de Inglaterra o el lord protector Oliver Cromwell.
Bodley amplió el horario de apertura y compró obras en lenguas extranjeras, como el persa o el chino. Sin embargo, le hizo ascos a los escritos en inglés, a los que tildaba de "libros vanos y escoria". Así, pese a que mandaba el latín, era posible encontrar el Quijote, pero no las obras teatrales de Shakespeare. Curiosamente, la Biblioteca Bodleiana vendería el First Folio, la valiosa primera edición de la antología shakesperiana, cuando se publicó la tercera, porque entonces se valoraba más la novedad que el original.
La sobria herencia protestante —su padre, para no vivir bajo el reinado de la católica María I de Inglaterra, se había exiliado en Alemania y en Suiza, de modo que su hijo también estudió en Ginebra— pesó a la hora de implantar la prohibición de hablar en la biblioteca, que concebía como un scriptorium, el cuarto donde los escribas monásticos se dedicaban a copiar manuscritos durante la Edad Media.
Así, además de imponer el silencio, instaló espacios de trabajo individuales, aunque otro veto más razonable tuvo en cambio consecuencias dramáticas. Ante el pavor que causaba la posibilidad de que se produjese un incendio, los lectores no podían encender fuego alguno, por lo que los más empollones llegaron a morirse de frío. Al menos, la Biblioteca Bodleiana se salvó de las llamas, a pesar de que el precio a pagar fuese escalofriante.
El silencio terminó imponiéndose en otras bibliotecas, como la de Ámsterdam, donde en 1711 podía leerse esta advertencia en verso: "Ilustre caballero, entre libros ingresa, / la puerta no cierre con su mano estruendosa, / a sus pies no permita la pisada furiosa: / a las musas molesta. Ya dentro y en su puesto / salude a quien viera no más que con un gesto / de cara circunspecta; silencio, enmudezca: / a quien trabaja dentro hablan solo los muertos".
El legado de Thomas Bodley fue haber construido la mayor biblioteca universitaria, al menos durante los tres siglos siguientes a su fallecimiento. También imponer la ley del silencio, más propia de las salas de escritura de los monjes y "muy diferente de la ruidosa cordialidad de las bibliotecas cortesanas del Renacimiento" o de las bibliotecas circulantes británicas del siglo XVIII, como escriben Andrew Pettegree y Arthur Der Weduwen en Bibliotecas. Una historia frágil.
Un interesante libro, publicado por Capitán Swing, cuyos autores dejan claro que el "silencio catedralicio" de las bibliotecas universitarias "es algo del pasado", al tiempo que recuerdan que los chavales no fueron objeto de atención hasta el siglo XX. "Parte del problema era decidir el propio concepto de niños y si se debía permitir siquiera su acceso", señalan Pettegree y Der Weduwen, pues suponían "una amenaza al buen orden y decoro que se esperaba de una biblioteca que debía funcionar como una extensión de la familia victoriana".
Por ello, muchas bibliotecas británicas solo permitían la entrada a los mayores de doce años, mientras que algunas estadounidenses habilitaban la sala infantil junto a la entrada, "de manera que los lectores jóvenes no necesitaran extraviarse por el edificio". Con el tiempo, las públicas fueron acogiendo a los más pequeños —y hoy existen ludotecas exclusivas para ellos—, pero "siguieron resultando intimidantes y poco atractivas para muchos niños", advierten ambos historiadores.
"Recordaban demasiado al colegio como para convertirse en la primera opción para un tiempo de ocio muy valioso", escriben los autores de Bibliotecas. Una historia frágil. Siglos después, el argumento seguía teniendo la misma validez, y quizás una palabra altisonante o una risa impetuosa simplemente eran una excusa para volver al parque a jugar una pachanga de fútbol. Bastaban una pelota y dos jerséis para armar una portería, porque los postes, el larguero y los sueños eran proyectados por la imaginación de aquellos niños.
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