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MADRID.- Imaginen a un guatamalteco judío cuyos antepasados proceden de países árabes y que, para más inri, se ha criado en EEUU. Difícil, ¿verdad? La vida de Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971) podría parecer un caprichoso experimento antropológico. Su literatura, fiel reflejo de ese azaroso cóctel étnico, convierte esa ambigüedad identitaria en su principal aval.
Personajes que van y vienen, a medio camino entre lo rural y lo cosmopolita, y un héroe halfoniano que viaja a los campos de concentración italianos para honrar la memoria de su abuelo polaco, recorre las playas de Guatemala y visita Harlem... Cada viaje es el mismo viaje, un periplo vital que lucha contra la intolerancia y que, orgulloso de su propia biografía, planta cara a la idea de pertenencia.
Una constante en su obra es esa preocupación por la raíces. ¿Por qué le obsesiona tanto?
Creo que es algo que tiene varias explicaciones. Tiene que ver con mi falta de orígenes, o mejor dicho, con mi mezcla de orígenes, es decir, con ese cóctel que soy. Nací en Guatemala pero no soy guatamalteco, soy judío pero de países árabes, nazco en español, pero me crío en inglés, hasta el punto de que el inglés termina por reemplazar al español durante 12 años, al mudarme a EEUU.
Sus personajes van y vienen, viven en una búsqueda constante...
Nací, crecí y fui educado como un desterrado, el desarraigo y el nomadismo está muy presente en mi biografía y, por tanto, en mi obra. Supongo que tiene que ver con mi falta de raíces, ya que nunca me he sentido atado a un país, a una ciudad o a un pedazo de mundo, lo que genera una necesidad de darle sentido a una identidad tan fragmentada.
Escribe en un fragmento del libro: "No importa dónde ocurra nuestra historia, lo importante es simplemente escribirla, narrarla, dar testimonio", ¿surge su literatura de esa necesidad de testimoniar lo que acontece?
No sé si escribo por eso... El origen de mi escritura lo situaría en mi abuelo. Él era polaco, pasó seis años en campos de concentración, en concreto toda la Segunda Guerra Mundial, del 39 al 45. Llega a Guatemala a finales del 45 y calla, no habla de su experiencia durante más de 50 años. Cuando le preguntábamos qué significaban esos números que llevaba tatuados en el brazo, respondía: es mi número de teléfono, lo grabé por si se me olvidaba.
Hasta que un día de 2001 me dijo: vamos a hablar. Sacó una botella de whisky y durante cinco horas estuvo hablándome de lo ocurrido. Por aquel entonces yo ya escribía, él sabía muy bien a quién estaba dando su testimonio, en cierta forma me estaba heredando. Pasado el tiempo escribo y publico un librito llamado El boxeador polaco (Pre-Textos, 2008), basado en la historia de mi abuelo acompañado de un boxeador en Auschwitz. Recuerdo que cuando entré en su habitación tras su muerte, su cuerpo estaba tapado por un cubrecama y pude ver junto a él, en la mesita de noche, el libro que escribí con su historia, dormía con él.
¿Le hizo en vida alguna referencia sobre lo que había escrito?
Nunca directamente. Mi madre me contó que cuando le leyó la historia él lloró. Creo que sabía que se iba a la tumba con su historia y llegado el momento pensó que toda esa experiencia podría morir con él, de modo que tuvo la necesidad de contar su secreto.
Curioso que se saltara toda una generación antes de desvelar su historia
Lo he visto en otros lados, los supervivientes de tragedias como el Holocausto o Hiroshima en Japón le evitan ese dolor a sus hijos, pero se lo cuentan a sus nietos. No termino de entender la psicología que oculta esta forma de actuar, parece como si no quisieran heredarles a sus hijos un dolor tan grande, en cambio el nieto parece más alejado del hecho histórico.
Su lengua madre es el castellano, pero creció y se formó hablando en inglés. ¿Qué influencia tiene esto en su literatura?
Digamos que mi lengua materna es el castellano y que mi lengua madrastra es el inglés. Durante doce años el inglés fue mi única lengua, de forma que cuando volví a Guatemala a los 22 años después de 12 en EEUU, apenas hablaba español. Con el tiempo he ido recuperando el castellano, de hecho solo escribo en castellano, aunque pienso en inglés. Cuando escribo, por ejemplo, sé lo que quiero decir en inglés, pero cuando sale lo hace en castellano. Digamos que hay mucho inglés en mi español, uso ciertas comas que me vienen del inglés, mucho adverbio y el lugar en el que ubico el adjetivo dice mucho también de mi herencia anglosajona. Te diría que vivo entre dos lenguas.
¿Cuándo tiene la sensación de que ha concluido un cuento?
Nunca, si hay una segunda edición, lo vuelvo a trabajar... Si se publica dos años después, lo reescribo... Para mí el cuento es un ente vivo.
Los editores tienen que estar contentísimos con usted
Felices.
¿Utiliza la ficción como terapia?
Al contrario, quedo más confundido al terminar, no soluciono nada con la escritura, no me siento mejor. Creo que eso sucede cuando eres lector, pero nunca con la escritura, que es un proceso críptico y misterioso. Es más, me atrevería a decir que si en algún momento logro entender mi identidad fragmentada, en ese momento dejaré de escribir. Quizá sigo en esto porque tengo la esperanza de llegar algún día a esa costa que veo tan lejos y a la que me dirijo, pero que nunca consigo alcanzar.
Conseguirlo sería el fin
Se acabó. Una característica inherente del cuento que creo que es importante señalar es el hecho de que no termina en la página, sino que termina dentro del lector. El lector le da sentido, por eso es tan difícil de leer, porque requiere de un lector partícipe, cómplice. Ése es el tipo de lector que yo busco, un lector que sea mi socio.
Su trayectoria académica es, si no me equivoco, eminentemente científica. ¿Cómo conviven el hombre de letras y el científico fiel a la exactitud de los números?
Disfruto con el orden, me incomoda el desorden. He aprendido a dejar a un lado al ingeniero cuando estoy escribiendo un texto, es importante soltar el control, no planificar. Quiero que me sorprenda la narrativa, que me lleve a lugares que no me esperaba o que aparezcan personajes imprevistos, pero tarde o temprano siempre entra en acción el ingeniero. Hay mucha ingeniería en mi obra, tanto en el lenguaje, como en la ritmo del texto o en la estructura.
En su último libro, Signor Hoffmann (Libros del Asteroide, 2015), y en general en gran parte de su obra, hay una fijación por el rechazado, por el excluido. ¿Estamos condenados como civilización a cerrar la puerta al diferente?
Temas como el antisemitismo o la reacción frente al migrante es algo antiquísimo, bíblico. Está muy presente en mi obra, no sólo el Holocausto, también la xenofobia o el genocidio serbio. Por alguna razón que no entiendo caemos constantemente en el racismo, en manifestar algún tipo de supremacía, en erguir un muro entre el otro y yo cuando a mí lo que me interesa es lo contrario; quitar todas esas fronteras, eliminarlas.
No pienso hablar de Catalunya (ríe)
No pensaba preguntarle, pero ahora tengo curiosidad
Ya te lo imaginas. Todos estos nacionalismos no van conmigo, pero ninguno de los dos, yo no tengo una bandera, creo que eso nos separa más.
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