Dillinger está dentro de la casa. El FBI tiene el lugar rodeado. Unos civiles salen de la casa. El FBI les dispara. Dillinger y su banda huyen. Probablemente lo cojan algún día, y entonces también dispararán a un puñado de inocentes, a los que matarán por accidente'. Michael Mann (Chicago, 1943) mira uno a uno a los periodistas con los que charla en un salón de un hotel de Madrid y cierra su carpeta de recortes de noticias de principios de los años treinta satisfecho.
'Los medios ensalzaban a Dillinger y ridiculizaban a las autoridades. Yo no he sido el que lo ha idealizado', afirma un Mann tajante. Se defiende así de los que le critican por haber dibujado en su último filme, Enemigos públicos que se estrena mañana, a un John Dillinger (Johnnie Depp) más cercano a una estrella del rock que a un delincuente.
La crónica que el director de Heat (1995) acaba de leer a los estupefactos periodistas fue emitida en la radio pública estadounidense en abril de 1934. Will Rogers, actor, columnista y el locutor radiofónico más popular de la época en EEUU contaba cómo la banda de atracadores más famosa de la Gran Depresión había logrado escapar de un motel rural llamado Little Bohemia, en Wisconsin. 'Todo el país escuchaba las crónicas de Rogers', recuerda Mann, 'si dejaba en ridículo al FBI y no condenaba a Dillinger, la gente lo creía'.
'Los medios ensalzaban a Dillinger y ridiculizaban a las autoridades'
En los 13 meses frenéticos que mediaron entre su salida de prisión y su muerte, Dillinger se convirtió, a golpe de atracos, inteligencia y carisma, en la figura más aplaudida de todos los noticieros cinematográficos de la época, 'más que el presidente Franklin D. Roosevelt y el aviador Charles Lindbergh', como apunta en un artículo aparecido hace unos meses en Los Ángeles Times, Bryan Burroughs, autor del ensayo Public Enemies. La gran ola criminal americana y el nacimiento del FBI, 1933-1934, en el que se basó Michael Mann para rodar su décimo largometraje.
No es tan extraño. La Gran Depresión había hecho que la imagen pública de los bancos quedara a la altura del betún. Cientos de cartas llegaba cada semana a los diarios de Indiana, de donde era Dillinger. Cartas como ésta: 'Dillinger no es peor que los banqueros y los políticos que robaron el dinero de la gente pobre. Dillinger no roba a los pobres. Roba a los que se enriquecieron quitando el dinero a los que tenían poco. Yo estoy con Johnnie', recoge Burroughs.
La misma fascinación se coló en la gran pantalla. 'Durante la Depresión las estrellas del cine querían interpretar los papeles de los que robaban bancos. Luego, a partir de 1936-37, el director del FBI, Edgar Hoover, tuvo éxito en cambiar la percepción, y los mismos actores interpretaban entonces a los G-Man (hombres del gobierno)', matiza Mann. Algo parecido pasó en los años setenta. Los atracadores de los treinta se convirtieron en los héroes favoritos del Hollywood posthippie. Volvió el atracador atractivo, que casaba con el desencanto social que se instalaría en la década que vio nacer al Nuevo Hollywood de Scorsese, Coppola y compañía.
Mann enfrenta el héroe con la imagen que daban de él los periódicos
Unos años antes, en 1967, Arthur Penn había abierto la veda. 'Bonnie & Clyde fue la cinta que convenció a EE UU de que Clyde Barrow y Bonnie Parker, una pareja de asesinos natos de los barrios bajos de Dallas, eran en realidad dos jóvenes rebeldes glamurosos e incomprendidos', apunta Burroughs, que remata: 'Nada más lejos de la realidad. No eran más que dos estúpidos chicos de Texas que recorrieron el Medio Oeste durante tres años, atracando lo primero que veían cuando se les acababa el dinero y matando a cualquiera que se interpusiera en su camino. Incluso los otros ladrones los despreciaban'.
De las producciones que siguieron la estela de la película de Arthur Penn 'todos los delincuentes de los años de la Depresión tuvieron derecho a un filme', destaca Burroughs estuvo Dillinger (1973), de John Milius, director que pasaría a ser más conocido por dirigir Conan (1982).
En realidad, ninguna de las tres películas que, antes que Mann, habían abordado al delincuente lo habían dejado bien parado. El Dillinger de Mann es más una estrella del rock que vive en el puro presente, que el delicuente psicótico y violento que encarnó Lawrence Tierney en Dillinger, de 1945; más un galán carismático que el tosco maltratador de mujeres que interpretó Warren Oates en 1973.
Ahora bien, Michael Mann, no sólo se queda en el dibujo de un tipo encantador, que enamoró a una chica humilde llamada Billie Frechette (Marion Cotillard) y al que persiguió el agente del incipiente FBI Melvin Purvis (Christian Bale). Mann emprende reflexiones que enfrentan al héroe con su imagen mediática 'Dillinger sabía cómo ganarse a los medios, era hábil, inteligente y rápido', puntualiza el director; y a la vez lo pone frente al criminal mítico creado por el cine clásico (recuerden, el momento final en el cine, cuando Dillinger está viendo El enemigo público número 1, momentos antes de su muerte a la salida del Teatro Biograph de Chicago en el verano de 1934.
En otra secuencia anterior, que está entre las más imponentes de la película, Dillinger entra ya convertido en algo parecido a un fantasma a las dependencias policiales. Depp-Dillinger se pasea por la oficina parándose ante los paneles empapelados con recortes de prensa de sus hazañas. Como apunta Carlos Heredero en Cahiers de Cinema España: 'El héroe mítico tiene necesidad de enfrentarse en vida a su propia leyenda. Consciente de que se le acaba el tiempo real, necesita sentirse protagonista del tiempo histórico'.
En realidad esta es la única ocasión en que Mann ofrece algo como un contexto. El director de Collateral rehusa en Enemigos públicos la épica clásica y reinventa el cine de gangsteres mediante dos mecanismos: huyendo de los detalles biográficos e históricos explícitos y de la evolución del héroe (Dillinger es un hombre sin pasado ni futuro) y el vídeo digital, que carece del halo épico del 35 milímetros, y que otorga inmediatez a un género que ha vivido blindado por el grano y la distancia del celuloide.
Mann planta a Dillinger en el ahora desde el inicio. 'Diseñé la dirección de actores y la secuencia de hechos de manera que el espectador se metiera en el ahora, sin introducción'.
Enemigos públicos no nos cuenta que Dillinger era hijo de una familia humilde de granjeros, que atracó con 21 años un ultramarinos un delito por el que sería condenado a 9 años de cárcel, ni que conocería entre rejas a algunos de los atracadores que se convertirían en miembros de su banda. Su apuesta es por lo contemporáneo, su riesgo, el de ponernos frente a unos seres inmediatos, alejados de los personajes del biopic o la épica. 'No hay contexto porque lo que quiero es enseñar quién es Dillinger emocionalmente, desde dentro', aclara.
Hoy, en los tiempos en que los bancos han vuelto a jugarnos una mala pasada, la tumba de Dillinger vuelve a ser la atracción más visitada del cementerio Crown Hill de Indiana. 'La película está reavivando el interés', asegura, satisfecho, el presidente del panteón. En esa tumba, el Dillinger real convertido ya en polvo, el Dillinger mediático al que los periódicos de Indiana convirtieron en hijo pródigo, el hosco Dillinger de Warren Oates, y el último héroe de Michael Mann se cruzan y componen el mito, 75 años después de una Gran Depresión, que hoy no nos suena tanto a leyenda.
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