El escritor austriaco Stefan Zweig y su melancolía por la desaparición de ese 'mundo de ayer', al que se refería en sus memorias, han sido las grandes influencias para la nueva película de Wes Anderson, El Gran Hotel Budapest, una obra que corrobora lo mejor que se puede decir de un artista: no podría ser de ningún otro. Un reparto tan fastuoso como sus decorados, con Ralph Fiennes en el papel principal, envuelven esta ‘comedia de suspense', donde el cineasta demuestra su amor por el cine y su fascinación por el viejo mundo de Europa.
Ambientada en la Europa de entreguerras, con sus rancios aristócratas, forrados de pasta y de caprichos, la película tiene de todo. Además de la nostalgia del autor vienés, que se roza con la que acompaña habitualmente los filmes de Anderson, en ella hay un asesinato, una pintura robada, una fuga de prisión, un amor tierno, un emocionante duelo, una persecución en la nieve... y un hotel balneario decadente y magnífico, 'un destello de la civilización en el matadero barbárico que conocemos como humanidad'.
Allí todo pasa por las manos de Gustave H., el engreído conserje de este hotel de la República de Zubrowka. Es un tipo que tiene un alto sentido ético de lo que es correcto y lo que no lo es, leal por encima de todo, pobre, un tanto arrogante, un poco amanerado y muy exitoso con las mujeres. Y su historia es la que Zero Moustafa cuenta al joven escritor alojado ahora en el hotel y a todos los espectadores. Es el relato de cómo Gustave H., acusado de un asesinato que no cometió y heredero de una valiosa pintura,Wes Anderson demuestra su amor por el cine y su fascinación por el viejo mundo de Europahuye primero de la cárcel y después del hijo de la muerta y de su sicario, siempre gracias a la ayuda del joven botones, que es su protegido y su amigo incondicional.
Una red de trabajadores de los distintos hoteles, la complicidad de otros conserjes, de cocineros, botones... y una policía orgullosa de ser garante de la justicia se enfrentan en esta aventura a crueles soldados de gobiernos despóticos y salvajes, ricos codiciosos y asesinos a sueldo que persiguen el dinero por encima de todo. 'No pueden detenerle porque sea un maldito inmigrante', grita Gustave H. a los soldados que pretenden retener al joven Zero Moustafa en su primer viaje en tren. Y ahí, casi por primera vez en la película, el tono frívolo, el juego de suspense, empieza a florecer con nuevos temas que, sí, recuerdan especialmente a Zweig.
'Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea'. Son palabras que escribió Zweig en el prefacio de El mundo de ayer, a las que ahora Anderson pone colores brillantes, encuadres geométricos y limpios, adorna con cuidados detalles y lanza a la gran pantalla.
El director, que con esta película hace el viaje de vuelta de cineasta a los que admira, como Lubitsch, Max Ophüls, Billy Wilder..., una vez más hace cine con lo que ya no se hace -subir y bajar escaleras, abrir y cerrar puertas...- y vuelve a usar recursos que le cautivan: la animación, decorados simulados con miniaturas y un brillantísimo reparto. A Ralph Fiennes, acompañan en esta película Jude Law, Mathieu Amalrich, Adrien Brody, Willem Dafoe, Jeff Goldblum, Bill Murray, Tony Revolori, F. Murray Abraham, Harvey Keitel...
Con ellos, Wes Anderson da forma a varias influencias que llegaron al mismo tiempo. Stefan Zweig y la sensación que había creado este autor en él, se mezclan con el libro que Hannah Arendt escribió sobre el proceso a Eichman en Jerusalén. Ambos, más un pequeño repaso de cómo los diferentes países europeos respondieron al desafío nazi, bailaron en la cabeza del cineasta al lado de otra idea, la de su amigo y colega, el guionista Hugo Guinness, de hacer una película basada en un conocido común, 'una persona excepcional y absolutamente encantadora. Alguien que no se parece absolutamente a nadie que conozcamos, con una personal y maravillosa facilidad de palabra y una forma de ver la vida muy especial'. Como el cine de Anderson, que también es una forma de ver la vida muy singular.
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