No es habitual que las cuatro películas favoritas a los premios Goya tengan demasiado en común, más allá de los géneros cinematográficos que se imponen por temporadas y por tirón popular. En una suerte de carambola, las finalistas permiten acogerse bajo un mismo paraguas: todas ofrecen una lectura de episodios históricos y políticos que, más allá de querer ejercer de notario, buscan utilizarlos para trasladar al espectador historias personales. No estamos ante cine político o de denuncia, sino ante el cine que usa la historia como escenario y que no necesita justificar su tratamiento de la misma, ni siquiera su fidelidad a los hechos. El cine, por mucho que pese a algunos, no debe justificarse más que ante sí mismo.
En su naturaleza de broma asesina, como aquellas sorpresas de envoltorio chillón que contienen una bomba dentro, Balada no pretende hacer memoria histórica, sino añadirla como un elemento más a las explosivas referencias habitualmente pop de un director como Álex de la Iglesia. Balada... arranca con una redada a un circo en plena Guerra Civil española y con un payaso (Santiago Segura) reconvertido a la fuerza en soldado con espada mutiladora de nacionales, y termina con la explosión de la Transición, entre el terrorismo, la televisión y la irrupción del destape en los espectáculos tradicionales.
La película funciona como el espejo deforme de un circo, donde se refleja amorfa la sociedad de la época, con sus élites y sus miserias. Es la historia de España al servicio de la historia de dos payasos enfrentados por una mujer. Por su metraje pululan Franco en plena faena de caza y Carrero Blanco, cuyo asesinato salpica al personaje de Carlos Areces, un clown vestido a medio camino entre un obispo y el Joker, el villano pirado de Batman. Y de postre de fin de fiesta, uno de los iconos políticos y religiosos del régimen (el Valle de los Caídos) como escenario para el desenlace de un filme que también se vale de elementos de entonces, como los informativos o la publicidad, para amplificar en el espectador la sensación de que su descabellada historia pudo suceder en una España desquiciada.
En Pa Negre', la lectura de la Guerra Civil supera el ajuste de cuentas
En el lado opuesto del esperpento de Balada triste de trompeta se coloca También la lluvia, de Icíar Bollaín, a la que sin embargo también le gusta jugar con espejos: su historia es la de un equipo de rodaje que debe rodar en Bolivia una película sobre la llegada de Colón al viejo continente y sus violentas consecuencias en los indígenas. En un momento de la película, el personaje del Costa (Luis Tosar), el productor de la película, habla con los inversores estadounidenses y se jacta de que rodar en Bolivia tiene sus ventajas. La principal: a estos indígenas les pagas dos dólares la hora y los tienes comiendo de tu mano, viene a decir Costa. Hollywood como tentáculo del nuevo Imperio.
No es la única reflexión que este equipo de rodaje tiene sobre el colonialismo español y ni la única forma de nuevo colonialismo que trata una película cuya acción se desarrolla en la llamada Guerra del Agua en Cochabamba, que tuvo lugar en el año 2000 por un motivo que parece de otro siglo: la privatización del agua por parte de una multinacional. Si en la época de Colón se cargó a los indígenas con impuestos, todavía en el siglo XXI una población miserable debía volver a acatar el pago por un bien propio y básico como el agua.
Bollaín ha asegurado que le espanta la etiqueta de cine social y que en También la lluvia 'quería plantear una mirada sobre la historia y sobre nuestro presente'. De ahí que las actuaciones de los personajes históricos (Colón, Bartolomé de las Casas, Antonio de Montesinos) tengan también un reflejo en la actuación (moral) de actores encargados de darles vida.
Con muchas cartas en contra (la Guerra Civil como tema, la mirada de los niños como punto de vista), Pa Negre hace un intachable ejercicio de memoria en círculos concéntricos, desde la memoria individual a la familiar y de ahí a la memoria de un pueblo marcado por las rencillas previas a la guerra y, por último, a la de un país en cuyas clases a los niños sólo se habla de vencedores y vencidos. Su lectura del conflicto supera cualquier intención de ajustar cuentas entre bandos y se centra en el despertar a la madurez: la delgada frontera entre lo fantástico y lo real de un niño que no sabe diferenciar entre las mentiras de los mayores y los cuentos, el descubrimiento de la sexualidad, el rechazo a la familia en el camino a convertirse en adulto.
La Guerra Civil está presente por sus ausencias, especialmente la falta de iconos ('no hay falanges ni crucifijos', dijo el Agustí Villaronga, su director) y, sobre todo, como una atmósfera negra y sin vida como el pan que da vida a la película; la falta de luz y la utilización de supersticiones y viejos odios 'para crear de cero un mundo' propio.
Un hombre enterrado vivo en un ataúd tiene 90 minutos para encontrar una salida. Buried se basta con esta sentencia para justificarse como thriller, pero no huye de coartada histórica: su protagonista es un trabajador civil norteamericano en Irak, secuestrado para pedir un rescate millonario. Armado con una BlackBerry aparato que despierta las suspicacias de estados como Arabia Saudí e India, el protagonista es testigo del fallo de cualquier tipo de negociación con sus secuestradores y con su país, de que los intereses empresariales están por encima de su vida y de la ausencia de comunicación y de moral en un escenario como el Irak de 2006. Y de que la burocracia puede matarte.
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