galicia
Como decía Antoni Domènech, no hay que confundir Ilustración con capitalismo. Pero tampoco hace falta ser ingenuos en sentido contrario: la ideología ilustrada fue usada como coartada por el capitalismo en su irresistible expansión. La apelación a la luz de la razón, a la claridad, a lo científico, a lo individual, a lo universal, contrastaba, allá donde se produjeron relaciones de dominación, con la caracterización de lo subalterno como oscuro, irracional, esquivo, mítico, gregario, particularista. Los intelectuales de la Xeración Nós, nuestros clásicos, fueron perfectamente conscientes de esto. Por eso, frente al espíritu mediterráneo, cuna de los valores ilustrados referidos, contraponían y valorizaban el espíritu atlántico-celta, espacio que asociaban a esa contraparte, a ese Otro, diferente de lo racional grecolatino que ellos identificaban con el Estado español.
Mucho tiempo después, el psiquiatra Santiago Lamas reivindicaba esta manera de razonar oblícua en su ensayo Galicia borrosa (Do Castro, 2004). Señalar esto no implica hacer una enmienda a la totalidad de lo racional-científico a la manera de Vicente Risco y de la línea intelectual que, desde Hamann a Heidegger pasando por Nietzsche, protagonizó lo que György Lukács denominó "el asalto a la razón" que antecedería al ascenso del nazi-fascismo; se trata, más bien, de ser conscientes de los usos que hace el poder, en sus relaciones con los subalternos, de lo racional-científico, y de cómo ciertas maneras de estar en el mundo adoptados por aquéllos hacen parte del que el antropólogo James Scott apodó como las "armas de los débiles".
Dentro de estas dicotomías ideológicas establecidas en las relaciones de poder hay que incluir el contraste entre las categorías profundo vs. Superficial, como otra manera de contraponer el par atrasado vs. adelantado/contemporáneo. Este antagonismo semántico suscitó cierto debate entre nosotros, después de que una jueza argumentara –en el contexto de un proceso de divorcio de una pareja con un hijo de meses– que cabía la retirada de la custodia a la madre por, entre otros motivos, vivir en la "Galicia profunda" y no en la "Marbella cosmopolita" en la que vivía el padre.
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La reacción a la polémica en la esfera progresista gallega tomó, grosso modo, dos caminos. Por una parte, aquéllos que, indignados, vieron en el argumento de la jueza uno más –pero de mayor gravedad por tratarse de una autoridad– dentro de una estela de caracterizaciones despectivas del país. Por otra parte, los que sacaban hierro al asunto alegando argumentos como el del beneficio político que la viralización de la polémica generada para el PPdG, y los que veían en el comentario de la jueza un perjuicio simplemente contra la sociedad rural y no un tropo colonial; al fin y a la postre, el término "España profunda" también es muy utilizado.
En este artículo sostenemos que es necesario analizar y politizar la pervivencia de este tipo de tropos coloniales referidos a nuestro país. El argumento del beneficio coyuntural al galleguismo epidérmico del PPdG es cortoplacista. Si el PPdG tiene que recurrir a ese galleguismo epidérmico no es por gusto suyo, sino porque la sociedad gallega se lo demanda. El argumento que resta carga colonial y centra todo en el antagonismo ciudad-campo es, como aquí pretendemos mostrar, simplista. Para rebatirlo, además de tener en cuenta que la "Galicia profunda" de la que hablaba la jueza era, en realidad, el bastante tercerizado ayuntamiento de Muros, no hace falta más que recordar el caso, también reciente, del programa de cocina emitido desde la muy urbanita ciudad de A Coruña en el que se hizo burla en prime time del acento gallego –cuestión con imbricaciones coloniales más que estudiadas, bien como incapacidad del subalterno para hablar con propiedad (castrapismo, bablismo, patois), bien como incapacidad para hablar en absoluto (Spivak)–.
En cuanto a la existencia del ítem "España profunda", no solo no refuta el carácter colonial del asunto, sino que lo reafirma: la caracterización de España como lugar atrasado, exótico, misterioso, lleno de embrujo, se puede englobar sin gran problema en los tropos subalternantes que Edward Said reunió bajo el ítem "orientalismo". Una visión de un oriente imaginado, propia de los viajeros románticos de los países europeos centrales, que sensualiza, feminiza einfantiliza esas sociedades [véase Galicia, um povo sentimental? Género, política y cultura en el imaginário nacional gallego (Através, 2014) de Helena Miguélez para el caso gallego]; esto es, un vistazo que invalida esas sociedades para el autogobierno, para toda clase de autodeterminación racional. Se trata de una inclusión de España en el oriente subalterno ("África comienza en los Pirineos") que, desde la filosofía de la historia de Hegel hasta la crisis del euro de 2010, incluye a toda la Europa del sur.
La esquizofrenia de la posición españolista es especialmente clara en la dirección que suelen tomar sus ofensivas
Por lo tanto, España es a la vez víctima y agente de la ideología colonial. Se trata de una posición doblemente esquizofrénica: muchos de los tropos románticos sobre el español, elaborados sobre todo en Francia, fueron asumidos como características culturales reivindicadas por el propio españolismo: el mito de Carmen, el flamenquismo, el universo taurino, la fiesta, etc. Que en la economía española actual el sector turístico tenga un peso tan grande solo abunda en la pervivencia de esos tópicos construidos a través no de la visión propia, sino de la del extranjero. La esquizofrenia de la posición españolista es especialmente clara en la dirección que suelen tomar sus ofensivas: al tratarse de una ideología basada en una concepción imperial-civilizadora, ejerce su acción –desde la pérdida de las últimas colonias de ultramar en 1898– contra las naciones internas. E incluimos aquí en nación interna la propia nación castellana: la guerra civil y la represión posterior consistió, según la propaganda fascista, en una segunda "Reconquista".
Una "Reconquista" [el ítem sigue vivo en la retórica del PP y de Vox] en la que se aplicó a los compatriotas las prácticas ensayadas por los generales africanistas en las guerras del Rif contra eñ moro. Esto es: la segunda Reconquista consistió en un tipo de guerra técnicamente moderna [la aviación alemana e italiana] en la que la población civil no adepta era extranjerizada por el nuevo Estado, al igual que lo fueron los musulmanes, los hebreos y los cristianos nuevos medievales, a través de calificativos como rusos, separatistas, masones, luteranos... Naturalmente, esa dialéctica colonial era la manera en que se expresaba la lucha de clases en un Estado español de larga historia oligárquica, un Estado que nunca conoció un momento constituyente popular; por eso, además de la fuerza de las reivindicaciones obreras urbanas, la reforma agraria que demandaba a "España profunda" y el cuestionamiento del control social de la Iglesia de esas masas campesinas poco integradas en un Estado que había nacionalizado insuficientemente, fueron factores fundamentales para el desencadenamiento del conflicto bélico.
En paralelo a todo esto, la grandeur de España en el exterior se ve solo opacada por la relegación a país europeo de segunda fila en lo que toca a su relación con las potencias económicas europeas y norteamericana. Esto se evidencia no sólo a nivel económico, sino también a nivel cultural: a pesar de la propaganda interna, el idioma castellano, buque insignia del españolismo, apenas cuenta como lengua de trabajo en las instituciones de la UE y, en lo tocante a los Estados Unidos, sigue siendo considerada una lengua de pobres. Desde esta impotencia en el exterior, la épica imperial se reconduce, como en el presente con el revival del "imperio solar" católico, hacia el interior, especialmente cuando la unidad nacional se ve seriamente cuestionada.
Así, al sustrato ideológico general del españolismo aquí pergeñado, debemos añadir el hecho de que vivimos en un tiempo caliente en lo que se refiere a la cuestión nacional y al repunte de aquella ideología chauvinista. Cuestiones relevantes a la hora de situar las palabras de la jueza, no porque necesariamente unas sean consecuencia de la otra pero sí, cuando menos, como relación causal indirecta razonablemente sospechosa.
El primer imperialismo que conoció la historia fue el que ejerció la ciudad sobre el campo
La asociación de lo profundo con el subalterno es un tropo tan antiguo como el imperialismo. Así, la que pasa por ser la gran novela del imperialismo decimonono, Heart of Darkness (1899) de Joseph Conrad (traducida al gallego como El corazón de la oscuridad/El corazón de la negrura) trata de la descripción del proceso de adentramiento en la profundidad selvática de un marino inglés. Marlow va en búsqueda de otros occidentales, perdidos en el corazón africano, y descubre que la estancia en la espesura transformó a Kurz, único superviviente, en un salvaje. Pero afinemos más. El primer imperialismo que conoció la historia fue el que ejerció la ciudad sobre el campo. Karl Marx describió los cercamientos de tierras y la transformación de los campesinos expulsados en "trabajadores libres" en la Inglaterra del siglo XV como el momento de acumulación originaria. Un momento que se repetirá, una y otra vez, en las colonias, comenzando por la irlandesa.
Las Poor Laws (leyes de pobres) y las Workhouses (centros de disciplina y adecuación al mercado de trabajo de los descamisados), constituyeron los primeros instrumentos burocrático-coercitivos para reprimir y controlar esa población expulsada –igual que el sujeto colonial– de su tierra. Si atendemos a las teorías del sistema-mundo, la acumulación originaria se produciría con el "descubrimiento" de América y la empresa colonial hispano-portuguesa que regaría de plata las ciudades de la primera potencia hegemónica de la modernidad: los Países Bajos. No casualmente, ambos procesos son contemporáneos. Así, el conglomerado ideológico colonial toma como forma la identificación del sujeto subalternado con lo natural-rural-indígena-atrasado y la identificación del colonizador con lo artificial-urbano-metropolitano-adelantado.
La asociación de Galicia con un lugar poco civilizado viene de muy atrás. Según Isidro Dubert, cuando en el S. XVI, el rector del Colegio de Monterrei –cuya fundación marca la llegada de los jesuitas a nuestra tierra– solicitó ir como misionero a las Indias se le replicó si "no era poca India la de Galicia". También es antigua la imagen del país como lugar infestado de una naturaleza amenazadora y llena de oscuras simas: "Cuevas profundas, ásperos collados, eres lo que llaman reino de Galicia". Y también: "¡Oh montañas de Galicia, / cuya (por decir verdad) / espesura es suciedad, / cuya maleza es malicia!". Así decía Góngora en el siglo XVII. En el Sempre en Galicia podemos leer toda una digresión en la que Castelao contesta, enfatizando as bondades del ruralismo, el lugar común según el cual Galicia es, de siempre, un país rural, y Castilla, un país urbano.
Que en el imaginario español del presente se siga asociando Galicia in toto con las características históricamente achacables a un país agrario, independientemente de que hoy la realidad desmiente tal morfología social del país, tiene su lógica: según la EPA, hasta tan tarde cómo 1986, año de entrada del Estado español en la CEE, la población agraria activa en Galicia era el 42% del total de la comunidad –la media española era del 15%– y representaba la más alta, con mucha diferencia, respecto de todas las comunidades autónomas españolas.
Ante esta caracterización ruralizante y atrasada por parte del sujeto imperial, las herramientas de defensa del subalterno son dos: loar lo natural-rural en detrimento de lo artificial-urbano (lo que podríamos llamar la estrategia Rousseau), o reivindicar la soberanía de lo subalterno para salir del atraso (la estrategia modernizadora implícita a la Teoría de la Dependencia). Lo más frecuente, y bastante lógico en todo caso, es que ambas estrategias se den a la vez. He ahí por que, a partir de ese humus ideológico previo, es en los países subalternos con consciencia de ello donde, a mi entender, reside la esperanza, ahora que vivimos tiempos de crisis civilizacional y ecológica, de imaginar un progreso diferente al capitalista. Lo que podríamos llamar la estrategia Walter Benjamin: una nueva idea de progreso que incluya en su seno algunas de las bondades que albergaba lo que antes solo se calificaba como "atraso".
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