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Ocurrió en 1932 y, todavía hoy, los eruditos picassianos no terminan de clarificar qué pudo desencadenar todo aquello en la mente del genio. Quizá fuera el influjo de la “desinhibición” surrealista, quizá la irrupción en su vida de una nueva amante —la joven modelo de 17 años Marie-Thérèse Walter—, o quizá se trate de algo mucho más prosaico: el verano canicular que hizo aquel año en París. Sea como fuere, a los datos nos debemos. Y los datos —en este caso la producción artística del genio— nos muestran un Picasso entregado al erotismo y la lubricidad durante 1932.
Si bien es cierto que el cuerpo desnudo de la mujer tiene un puesto preeminente en toda su obra, lo que ocurre en el 32 es una suerte de ósmosis entre sexualidad y creatividad. El malagueño vive y pinta guiado por un fulgor carnal nunca visto en su carrera. Así lo evidencia la exposición Picasso 1932. Année érotique, un recorrido organizado por el Museo Picasso de París —en colaboración con la Tate Modern de Londres— que se podrá visitar hasta el 11 de febrero.
A caballo entre el psicoanálisis y la museografía, esta muestra hace las veces de dietario artístico de un año especialmente fructífero para el pintor. Un año bisagra en el que, según recuerda el museo parisino, Picasso trabajó “bajo una tensión erótica sin precedentes”. De hecho, según unos cuadernos íntimos expuestos por primera vez, el pintor, poseído quizá por un frenesí erótico-festivo, no duda en “imaginar” su propio falo convertido en algo así como un “pincel” que “dibuja”, erecto, iluminaciones obscenas de cierto salvajismo.
Estos cuadernos forman parte de los más de 110 ítems que configuran la expo. Un buen puñado de cuadros, dibujos, grabados y esculturas que hilvanan un año en la vida del artista, y que vienen a ratificar aquella máxima del propio Picasso que decía que “pintar es sólo otro modo de escribir un diario”. Y en ese memorándum artístico cobra especial protagonismo su musa del momento, Marie Thérèse Walter, a la que pintará con ese “ojo en erección”, al que el malagueño aludía en uno de sus poemas de 1940.
La barbilla fálica de Marie-Thérèse
En el capítulo de las representaciones más implícitas nos topamos con Le rêve, pintura que muestra a la joven Marie Thérèse suavemente recostada hacia la izquierda, con los ojos cerrados y su cabellera en caída libre. Dividido en rosa y verde, el rostro en duermevela —o soñador— de su musa queda dividido por un trazo negro que oculta la forma de un pene. En palabras de los organizadores de la muestra: “Picasso consigue que el acto sexual y el acto de la creación se conviertan en metáforas intercambiables”.
Otro ejemplo de erotismo velado o sobreentendido lo encontramos en Nature morte: buste, coupe et palette. Picasso plantea una composición en la que junto a un busto de perfil marca de la casa —esas napias que nacen de la frente— sitúa un plato de fruta con (aparentemente) cuatro pomelos. Y decimos aparentemente porque, en palabras de la organización, el maestro sugiere aquí "la redondez del pecho de Marie-Thérèse o bien unos testículos, cargando la escena de connotaciones eróticas, transformando la topografía de la cara en un icono fálico”.
“El arte sólo puede ser erótico”
Más explícitas son las diversas aproximaciones al desnudo que fue elaborando durante el mes de marzo. Dos pinturas —Un au fauteuil noir y Le miroir— evidencian el poso creciente de la influencia de Henri Matisse en Picasso. Una progresiva desinhibición que el artista culmina años después con escenas un tanto subidas de tono con Dora Maar en manos de un Minotauro entregado a un cunnilingus furtivo.
Pero no todo fue erotismo aquel año. 1932 es, también, el año en el que Picasso prepara su retrospectiva en la Galería Petit de París. Una muestra en la que trabajó sumido en un gran frenesí artístico que le llevó a explorar el tema de la crucifixión, muy presente en su obra posterior. La búsqueda seguía para el malagueño, una sed de experimentación a la que nunca quiso renunciar, como tampoco a sus representaciones lascivas.
“El arte sólo puede ser erótico”, le dijo en su día Picasso al historiador Jean Leymarie. Una sentencia que el genio llevó a sus últimas consecuencias aquel 1932.
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