En 1953, un joven licenciado en Química construyó un artefacto digno del doctor Frankenstein. Como el personaje de Shelley, Stanley Miller pretendía en su laboratorio de la Universidad de Chicago prender una chispa para crear vida. Pero su experimento no era un cuento gótico, sino la puesta en práctica de una teoría científica promovida por su mentor, el premio Nobel de Química Harold Urey.
Urey defendía que la vida terrestre se cocinó a la lumbre de las tormentas eléctricas a partir de ingredientes básicos disueltos en la sopa del océano. En términos más precisos: en una Tierra primitiva con una atmósfera reductora compuesta por hidrógeno, metano y amoniaco, la energía eléctrica pudo activar estos gases para formar los aminoácidos de las proteínas, un primer escalón en la química de la vida.
Para recrear el proceso en el laboratorio, Miller diseñó un circuito cerrado y sin aire que emulaba la Tierra prebiótica: un mechero calentaba agua en un matraz –el océano–, el vapor se mezclaba con los gases –la atmósfera primitiva– y la mezcla atravesaba un arco eléctrico –la tormenta– para regresar al matraz dejando en su camino, si el experimento funcionaba, un residuo de moléculas biológicas simples.
Prueba de un cosmos poblado
Aunque Miller mantuvo el experimento una semana, a las 24 horas el agua se había teñido de rojo y amarillo, la firma de algo nuevo. En un breve artículo en Science, el científico demostraba que su Tierra había creado cinco aminoácidos, que se elevaron a 14 con nuevas técnicas en décadas posteriores.
El ensayo de Miller se convirtió en canon de la astrobiología; para el astrónomo y divulgador Carl Sagan, era “la mejor prueba de la abundancia de vida en el cosmos”.
Para desgracia de Miller, la hipótesis de la atmósfera reductora cayó en desuso. Hoy se cree que en la Tierra prebiótica abundaban el CO2 y el nitrógeno, lo que invalida el experimento. En una entrevista a Astrobiology Magazine en 2003, Miller confesaba: “Aún no he encontrado la alternativa a la necesidad de una atmósfera reductora”.
Miller falleció en 2007, pero sus sucesores le siguen los pasos. Sus antiguos becarios, James Cleaves y Jeffrey Bada, hallaron muestras del experimento original y las han analizado. Según la edición de hoy de Science, una segunda versión del aparato, que Miller no publicó, engendró 22 aminoácidos.
La mayor sorpresa está en la clave de esta variante: una espita que concentra los gases simula un volcán, que muchos sugieren como la cuna de la vida en la Tierra prebiótica. Si la atmósfera de entonces no era reductora, los gases volcánicos sí lo son. Y, por si fuera poco, el vulcanismo produce tormentas eléctricas. Miller pudo tener más razón de la que sospechaba.
Cuando Pasteur refutó la generación espontánea de la vida, quedó establecido que esta había nacido de procesos físico-químicos. En la década de 1920, Oparin y Haldane propusieron las ideas en las que se basó Urey, el mentor de Miller. Como alternativa a la ‘sopa orgánica’, otra teoría popular es la panspermia, que propone la llegada de la vida a la Tierra a bordo de meteoritos. Es flexible porque no requiere unas condiciones atmosféricas estrictas, pero no resuelve el origen. Algunos partidarios de Miller defienden la panspermia, ya que si la atmósfera primitiva de la Tierra no era reductora, sí pudo serlo la del planeta donde surgió la vida.
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