Fiebre, mareos, dolor; cuando sufrimos este tipo de síntomas, es porque nuestro organismo nos avisa de que está siendo infectado. No importa qué microorganismo sea el culpable, ni cómo se las haya ingeniado para infectarnos. Sólo esperamos que el diagnóstico llegue pronto, que exista un tratamiento eficaz y que este tenga el menor número de efectos secundarios posibles.
Pero una infección es mucho más que fiebre, mareos y dolor. Es el resultado de una cruda batalla entre nuestro sistema inmunológico y diversos microorganismos, una lucha con millones de años de historia y que, poco a poco, empezamos a comprender.
Sólo hay que introducirse en el mundo molecular para observar cómo algunas bacterias matan a sus propias hermanas o hacen butrones en las células vecinas para conseguir infectarnos mejor. Unos protozoos se suicidan para que sus hermanos consigan atravesar la línea enemiga y penetrar en nuestro organismo. Otros virus decapitan a los mensajeros o impiden que emitan la señal de alarma que avisa al sistema inmunológico de que estamos siendo infectados.
Estos son sólo algunos ejemplos que inundan la literatura biomédica, escrita por científicos cuya batalla diaria consiste en estudiar cómo los microorganismos nos infectan para diseñar estrategias que contrarresten sus ataques, ya sea en forma de vacuna o de fármaco. El objetivo es luchar en el presente para iluminar el horizonte terapéutico de múltiples enfermedades que aún no tienen cura.
Una de estas microhistorias fue descrita el pasado mes por los grupos de investigación liderados por Juan Antonio Hermoso, del Instituto de Química-Física Rocasolano, y Pedro García, del Centro de Investigaciones Biológicas (ambos del CSIC). Los científicos consiguieron desvelar la estructura de una proteína de Streptococcus pneumoniae llamada autolisina. Esta proteína es la responsable de desencadenar un curioso mecanismo de infección de estas bacterias causantes de la neumonía, así como de otros neumococos que provocan patologías como la otitis, la sinusitis o la meningitis.
La investigación ha descubierto que las bacterias practican el fratricidio. Cuando se sienten bajo un nivel de estrés muy alto en el interior de nuestro organismo, las bacterias provocan la liberación de la autolisina para matar a varias de sus propias hermanas. Con ello consiguen el preciado ADN de sus compañeras de infección y de otras bacterias del mismo género que se encuentran creciendo o merodeando por la misma zona.
Pero, ¿qué buscan estas bacterias en el ADN de otras? La investigación ha descubierto que, posiblemente, el código genético de otras bacterias pueda servir a sus hermanas para conseguir genes que ellas no tienen o genes con mutaciones que ellas no han conseguido producir. Logran mayor variedad genética, al fin y al cabo. Quizás cometiendo el fratricidio, una bacteria consiga un gen que le otorgue resistencia a un antibiótico y, con él, una ventaja para seguir infectando. En el peor de los casos, sólo tendrá más ADN para reparar el suyo propio si hubiera sufrido algún daño o, simplemente, podrá alimentarse de los múltiples nutrientes presentes en sus compañeras muertas. En el interior del organismo, por lo tanto, miles de bacterias se multiplican y asesinan a sus hermanas sólo para conseguir saltarse las barreras del sistema inmunológico, mutando todo lo posible o robando esas variaciones de sus hermanas masacradas.
Esta batalla fratricida entre bacterias es sólo una de las historias ocultas tras las infecciones. Protozoos suicidas, virus espías, microorganismos kamikazes... La cara oculta de las infecciones es la de una lucha sin descanso del microorganismo para derrotar a nuestras células.
Un ‘butrón’ para el contagio
La ingestión de algunos alimentos –sobre todo leche, derivados lácteos, carnes en mal estado o incluso verduras sin lavar– puede provocar fiebre, intensos dolores de cabeza, náuseas y vómitos. Todos estos síntomas significan que se ha introducido en el organismo Listeria monocytogenes, una bacteria a la que le gusta la variedad de escenarios. Infecta a peces, aves y mamíferos, produciendo una enfermedad llamada listeriosis que, si afecta a una mujer en estado de gestación, puede ocasionar abortos, partos prematuros o dejar graves secuelas, sobre todo neurológicas.
Una vez en el interior de una célula, los microorganismos tienen que conseguir infectar a las células que la rodean, pero intentando no llamar la atención. Así podrán propagarse poco a poco, de forma silenciosa, y conseguir reproducirse de manera satisfactoria.
El problema reside en que, para infectar otras células, la bacteria tiene que salir de la célula infectada y emprender un corto pero peligroso viaje hasta la siguiente, aumentando con ello la posibilidad de ser detectada por el sistema inmunológico.
Para ello, la listeria ha desarrollado un mecanismo por el cual es capaz de infectar las células adyacentes lanzándose como un proyectil y atravesando las dos membranas que separan dos células.
Para conseguir salir disparada, su estrategia es destruir parte del esqueleto que mantiene la forma de nuestras células. La bacteria rompe los pilares para producir de nuevo ladrillos individuales, que unirá a gran velocidad en su cola. La idea es formar una especie de cometa y empujar la membrana de una célula hasta romperla, y aparecer en la célula que tiene al lado. Y lo consigue sin haber salido nunca de la primera célula que le costó tanto infectar y siempre, aunque sólo sea en parte, a escondidas del sistema inmunológico.
Espionaje genético antialarmas
Listeria no es el único microorganismo que produce cometas para infectar a sus células vecinas; muchos virus se han dado cuenta de que es un mecanismo realmente eficiente. Entre ellos está el virus Vaccinia, de la viruela vacuna, que utilizó el científico británico Edward Jenner para conseguir vacunar (de ahí el término) contra la temida viruela.
Este virus, además, se preocupa de ser bien recibido en su nueva célula. Normalmente, las células tienen proteínas que actúan como sensores de la infección. Son trampas en las que los microorganismos caen, y eso enciende las alarmas. También existe otro tipo de proteínas que se producen y se envían como emisoras fuera de la célula para avisar a las vecinas de que han sido infectadas. El objetivo final es que activen todos sus mecanismos de defensa y, así, a ellas no les ocurra lo mismo que a sus compañeras.
Uno de los mayores sistemas de alarma y de defensa que tienen las células es el sistema de los interferones, llamado así porque está compuesto de distintas proteínas que se dedican a interferir con las infecciones. Vaccinia lo conoce desde hace mucho tiempo, y ha desarrollado mecanismos para evadirlo. Uno de los más llamativos podría bien definirse como un caso de espionaje molecular.
El interferón sale de una célula en dirección a sus vecinas para informarlas de que ha sido infectada. Ese interferón debe unirse a unos receptores que tiene la célula en su superficie, los que van a recibir y amplificar la señal de alarma.
En algún punto de la evolución, Vaccinia consiguió copiar o adueñarse del gen que tienen las células para producir ese receptor. Y lo que hace es elaborar muchas copias del mismo y liberarlas. Así, los interferones se unen a receptores falsos y se corta la señal de alarma. Las células vecinas, por tanto, nunca sabrán que van a ser infectadas.
El virus que decapita al mensajero
El virus más popular es, posiblemente, el de la gripe. Se trata de otro microorganismo al que le gusta la diversidad de escenarios: infecta sobre todo a aves, pero también a mamíferos como cerdos y seres humanos.
Pero detrás de la tiritona, la fiebre y el malestar general que provoca una gripe se esconde una historia mafiosa que acontece en todas y cada una de las células de nuestro organismo. Es la historia de cómo el virus, contando sólo con diez genes, logra someter a una célula entera.
El virus de la gripe tiene tan poco material genético que viaja con lo justo, así que necesita toda la maquinaria celular para abastecerse del material necesario para producir nuevos virus, que seguirán infectando al organismo.
Esta complicada empresa requiere que el virus pueda producir sus proteínas en la célula infectada, pero la célula tiene un código para evitar que los parásitos usen sus instalaciones.
Las instrucciones genéticas que tiene la célula para producir nuevas proteínas (llamadas “mensajeros”) viajan a las fábricas celulares luciendo un distintivo especial a modo de casco, que indica que la proteína a fabricar es propia, que tiene permiso para pasar. Es una especie de salvoconducto. Los mensajeros del virus no tienen dicho casco, así que no podría producir proteínas en una célula a no ser que se haga con las etiquetas distintivas en forma de casco. Y eso es lo que el virus de la gripe hace. Recluta y se une a los mensajeros celulares, los decapita, y pega el casco a los suyos propios.
De esta manera, el virus consigue doblegar a la célula entera, ya que por mucho que esta sepa que está siendo infectada, y aunque tenga intención de contraatacar o avisar a las células vecinas, necesita producir proteínas para todo este esfuerzo y, por mucho que fabrique mensajeros, estos morirán decapitados.
El suicidio como estrategia
El suicidio celular tiene sentido en un organismo complejo. Cuando una célula se sabe infectada, se suicida y así no colabora con el progreso de la infección. Para que nazcamos con los dedos separados, algunas células de las membranas que los unían en el desarrollo del feto han de morir. Todo por el bien del organismo.
Leishmania es un protozoo unicelular causante de múltiples enfermedades conocidas como leishmaniasis, y es capaz de suicidarse. Es una única célula que se mata a sí misma, un aparente sinsentido que otros protozoos patógenos, como plasmodium (agente causal de la malaria) o tripanosomas (causantes de la enfermedad del sueño o de la enfermedad de Chagas) practican. La leishmaniasis forma parte del grupo de enfermedades tropicales olvidadas, transmitidas por la picadura de un mosquito, que causa unas 60.000 muertes anuales.
El suicidio tiene una explicación. Existen evidencias que demuestran que esta práctica deja de ser un sinsentido cuando confiere ventajas al resto de sus compañeros en la infección. Forma parte del control de calidad de los soldados que viajan en el mosquito. Sólo los que tienen más capacidad de infección deben lanzarse de la trompa del mosquito al organismo, así que los que no se han desarrollado perfectamente deben morir para dejar hueco a los demás.
Pero no es sólo cuestión de espacio o recursos. Leishmania, para conseguir infectarnos, debe entrar en un tipo celular específico de nuestro sistema inmunológico que está encargado de destruirlo. Dicha célula es menos agresiva si encuentra algunos parásitos muertos en el campo de batalla. Parece que, a ojos de nuestro sistema inmunológico, que haya células muertas reduce la señal de peligro. Eso hace que un suicidio a tiempo pueda decidir la victoria.
*Lucas Sánchez es investigador del Centro Nacional de Biotecnología
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