Desde su descripción, en la década de 1990, se han convertido en el perejil de todas las salsas biológicas. Se las ha implicado en enfermedades como la artritis reumatoide, los cálculos renales, el cáncer, el alzhéimer o la calcificación arterial; patologías que propagan por el planeta montadas a lomos de las nubes. Se ha propuesto para ellas un papel en la formación de los dientes, en los ciclos geoquímicos de la Tierra e incluso en la lluvia. Se las ha encontrado en lugares tan dispares como la sangre y la orina humanas, la estratosfera o los meteoritos marcianos. Y se ha sugerido que en ellas podrían residir el origen y la dispersión de la vida por las barriadas galácticas del cosmos. Son las nanobacterias, los seres vivos más pequeños del mundo. Sólo hay una pega: que quizá no estén vivos.
Su minúsculo tamaño es diez veces menor que el de la bacteria más diminuta, e incluso son más pequeñas que algunos virus. Al contrario que éstos, parecen dividirse en cultivo sin la presencia de otras células en el medio, del que presuntamente pueden absorber ladrillos biológicos necesarios para sintetizar proteínas, las cuales, además, reaccionan con anticuerpos. Son capaces de rodearse de una capa dura de mineral de apatita, el cemento de los huesos. Por último, parecen contener ADN detectable. Todos estos argumentos son esgrimidos por los científicos que defienden la entidad biológica de las nanobacterias.
Piedras renales y marcianas
No por casualidad, entre estos adalides figuran el finlandés Olavi Kajander y la turca Neva Ciftcioglu, que en 1998 bautizaron al presunto culpable de las piedras renales como Nanobacterium sanguineum. En 2000 fundaron Nanobac, compañía que produce reactivos para detectar o destruir nanobacterias con fines científicos y terapéuticos.
La efervescencia de las nanobacterias prendió entre el público en 1996, cuando un equipo de la NASA publicó en Science que el meteorito ALH84001, de origen marciano y hallado en la Antártida 12 años antes, contenía microfósiles de aspecto semejante a las nanobacterias. De inmediato, los titulares se cargaron de plomo con la primera prueba de vida alienígena.
Pero uno tras otro, los globos de los nanobacteriólogos han sufrido el pinchazo de los críticos. Al meteorito marciano se le ha achacado contaminación terrestre. El supuesto ADN pertenecía a otra bacteria. La cáscara de apatita es sólo un cristal inusual que semeja la división celular y muchos grupos han sido incapaces de cultivar nanobacterias. Mientras, el bastión de Nanobac se defiende a capa y espada, alegando errores técnicos.
En 2003, investigadores franceses publicaron que las nanobacterias del meteorito tunecino de Tataouine no eran otra cosa que extraños cristales de carbonato cálcico de forma redondeada. Quizá el último clavo en el ataúd de las nanobacterias lo haya hincado un artículo aparecido este mes en PNAS. Científicos de EEUU y Taiwán demuestran que el carbonato cálcico precipitado en ciertas condiciones es, a todos los efectos, nanobacteria. Incluso Nanobac habla ahora, con más prudencia, de nanopartículas calcificadoras autopropagantes. Como dice el microbiólogo Alan Cann, “la diferencia entre los ovnis y las nanobacterias es que éstas no abducen a la gente”.
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