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Actualizado:"Cuando estrechamos a un pequeño, es posible que no podamos evitar decir aquello de eres tan mono que te comería. Por fortuna, a menos que seamos un dios heleno (concretamente, Cronos), probablemente jamás convertiremos esas palabras en realidad". Nadie duda de la retranca del doctor Bill Hansson (Jonstorp, Suecia, 1959), aunque su antropófoga guasa tiene una base científica que le lleva a confesar que "una de las experiencias más placenteras que existen es oler la cabeza de un bebé".
Cuando fue padre, se propuso investigar si los recién nacidos emanan un olor particular que captan los adultos y que influye en su comportamiento con las criaturas. Desde entonces, el director del Instituto Max Planck de Ecología Química ha colaborado con otros expertos y analizado diversos estudios para encontrar una respuesta al misterio de esa fragancia dulzona, aunque su verdadera pasión es la comunicación entre los insectos y las plantas a través del olor y, en concreto, la prodigiosa nariz de las polillas.
Vayamos primero con los bebés, que empezarían a succionar el pecho tras percibir el olor que emiten las areolas de su madre —o, en tiempos, de una nodriza—, lo que llevaría a Bill Hansson a establecer que ese aroma desarrolla en los pequeños un mecanismo de supervivencia, o sea, el reflejo de succionar. Cuestión de feromonas, esas sustancias químicas que, en este caso, conducen a la alimentación y, en otros, al ayuntamiento, cuya función, según el credo o la ideología, podría desembocar en la procreación.
Bill Hansson, que nos habla de todo esto en el libro Cuestión de olfato. Historias asombrosas sobre el mundo de los olores (Crítica), matiza que, más allá de las feromonas, durante la lactancia los bebés pueden reconocer a sus madres solo por su aroma. De la misma manera que "el olor de la cabeza del bebé activa el circuito de recompensa del cerebro de su madre", de modo que "se pone en marcha una reacción fisiológica muy parecida a la que se desencadena cuando alguien ofrece una exquisita comida a un comensal hambriento".
El olor, pues, como una mecanismo de apego, aunque el responsable del departamento de Neuroetología Evolutiva del instituto alemán no duda en recurrir de nuevo a la ironía para ilustrar la capacidad de esta fragante herramienta que crea vínculos entre los seres humanos: "Por suerte, parece que se trata más de un deseo de tener a nuestro propio hijo lo más cerca posible —y de protegerlo— que de un pensamiento caníbal real".
¿Todo el mundo percibe el olor a bebé? La respuesta la tiene un equipo de científicos japoneses que solicitó a 62 voluntarios que distinguiesen el aroma "característico y reconocible" de la cabeza de un recién nacido y del líquido amniótico de sus madres en una cata olfativa con cuatro muestras de diferentes olores. Más del 70% de las mujeres diferenciaron el aroma de bebé, aunque también demostraron su habilidad para reconocer el olor de una criatura concreta, incluidos los hombres que prestaron su nariz.
Entonces, Bill Hansson se preguntó quién lo detectaba mejor y, para ello, convocó a unos científicos alemanes para que colaborasen en otro ensayo: 24 personas —madres y padres, así como hombres y mujeres sin relación con los retoños— debían distinguir si unas prendas habían sido usadas por bebés —de entre una y cuatro semanas— o por niños —de entre dos y cuatro años—. Todos, bañados con un jabón neutro y vestidos con una camiseta y un gorrito recién lavados y rociados con el mismo perfume para despistar.
Por si el camuflaje no fuera suficiente, los participantes debían distinguir, entre tres prendas, cuál pertenecía a un recién nacido, aunque una de ellas no había sido utilizada. O sea, no podía oler a bebé pero tampoco a niño. El resultado fue, según el autor del libro Cuestión de olfato, sorprendente: "Los padres diferenciaron con mucha mayor facilidad entre el olor de los bebés y el olor de los niños [y] las mujeres mostraban preferencia por las prendas frescas y no utilizadas frente a las demás".
Aunque parezca una perogrullada, el aroma de los bebés solo estaba presente en la ropa usada por estos y apenas había rastro de sus componentes olorosos volátiles —aldehídos, óxidos de carbono e hidrocarburos, entre otros 37, según el estudio japonés— en la de los niños. En todo caso, ¿a qué huelen los bebés? O, al menos, ¿qué les sugirió a los voluntarios del experimento? Los adjetivos "dulce", "relajante" y "tranquilizador" trufaron sus respuestas. En general, como era de esperar, una sensación positiva.
Una de las pruebas del ensayo también desentrañó el porqué de ese característico olor: "Hasta la primera semana posterior al nacimiento, las glándulas sebáceas de la piel de los recién nacidos son casi tan activas como las de los adultos. En el momento del parto, ciertas sustancias del organismo de la madre se transmiten al bebé a través de la placenta y, durante un tiempo, estimulan la producción de secreciones cutáneas. En cambio, en los niños de más edad este proceso de secreción tiene lugar con menos frecuencia".
El director del Instituto Max Planck de Ecología Química deja claro que en los estudios sobre la materia abundan las grietas por las que se cuelan las deducciones, las conjeturas, y las suposiciones. Algunas, como se ha señalado, aluden a la supervivencia de la especie desde tiempos inmemoriales. "Es posible que cuando los agresivos cazadores varones volvían a la cueva se mostrasen más pacientes con los ruidosos y pequeños lactantes gracias al maravilloso olor que desprendían", aventura Bill Hansson.
Ese supuesto efecto calmante en aquellos hombres rudos de épocas pretéritas, causado por el aroma de los bebés —a los que no verían como unos enemigos—, motivó que la BBC le hiciese una pregunta durante una entrevista que refleja, una vez más, el sentido del humor del neuroetólogo sueco: "¿Sería posible producir de manera sintética ese olor a recién nacido y rociarlo en los estadios de fútbol para calmar a los hinchas violentos?".
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