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Las tres heridas de Miguel Hernández

EFE

La poesía es aire: sin ella el poeta no puede respirar. La poesía es aire: como un beso de brisa, acaricia el rostro del lector y luego se desvanece. Raras veces, el aire que necesita respirar el lector es el mismo que respira el poeta. Entonces, la poesía se convierte en milagro.

Si algún lector aún no ha experimentado esta sensación de milagro, sin duda no ha leído la poesía de Miguel Hernández, que incluso desde su propia biografía roza lo prodigioso, pues solo como un milagro puede considerarse que un analfabeto pastor de cabras llegara a dominar, de modo autodidacta, el idioma como lo hizo él.

Algunos poetas se encierran en su torre de marfil; otros forman parte de camarillas y escuelas. Son muy pocos los que logran integrar poesía y vida, los que nos llegan directamente al corazón con lo que escriben y nos dejan, además, el ejemplo de la dignidad con que vivieron.

De estos últimos, me quedo con Antonio Machado y el propio Hernández.

El primer libro del poeta cabrero se llamó "Perito en lunas", y en él el casi todavía adolescente estrena su juguete recién descubierto y hace fuegos de artificio con un lenguaje asombrosamente gongorino.

Pero pronto el poeta irá descubriendo su propio tono, y ya en "El rayo que no cesa" logra mantener la brillantez del estilo, pero cargándolo, además, de contenidos. Nos encontramos, así, con estos versos: "Umbrío por la pena, casi bruno, // porque la pena tizna cuando estalla // donde yo no me hallo, no se halla // hombre más apenado que ninguno".

Miguel Hernández ha descubierto ya el dolor de la vida. Muy pronto descubrirá también lo bueno y lo malo del amor: "Me voy, me voy, me voy, pero me quedo, // pero me voy, desierto y sin arena: // adiós, amor, adiós, hasta la muerte".

Ya habían salido la palabra "vida" y la palabra "amor"; ahora acaba de aparecer la palabra "muerte", y así tenemos las tres cuestiones clave de la poesía universal. En concreto el asunto de la muerte lo elevó el poeta a categoría universal al lamentarse por el fallecimiento de su amigo Ramón Sijé:

"Un manotazo duro, un golpe helado, // un hachazo invisible y homicida, // un empujón brutal te ha derribado. // No hay extensión más grande que mi herida, // lloro mi desventura y sus conjuntos // y siento más tu muerte que mi vida".

No fue fácil la vida del poeta. Durante la guerra civil combatió por la causa republicana con la única arma en la que creía, la palabra, y con su "Vientos del pueblo" escribió una poesía de trincheras.

Tras la guerra llegó la cárcel, y Miguel Hernández conoció la amargura de que su hijo naciera estando él encerrado, y de que su familia sufriera la penuria y el hambre: "En la cuna del hambre // mi niño estaba. // Con sangre de cebolla // se amamantaba. // Pero tu sangre, // escarchada de azúcar, // cebolla y hambre".

El dolor, nunca deseado pero tantas veces presente, suele conceder la lucidez y el don de la precisión a quien lo padece. El poeta nos dejó escritos estos versos que, perfectamente, podrían servirle de epitafio:

"Llegó con tres heridas // la del amor, // la de la muerte, // la de la vida. // Con tres heridas viene // la de la vida, // la del amor, // la de la muerte. // Con tres heridas yo: // la de la vida, // la de la muerte, // la del amor".

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