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El torito juerguista y amable del paddock

Red Bull es el espejo en el que se quiere mirar la F1: dinero, glamour, simpatía y, por fin, victorias

Á. L. MENÉNDEZ

El director de Red Bull es Cristian Horner, un elegante ex piloto inglés de Fórmula 2. Hace tres años, finalizado el GP de Mónaco, Horner se desnudó, se enrolló una capa roja como la de Superman y, de un salto, se zambulló en la piscina del hotel. Celebraba el histórico primer podio del equipo, logrado por Coulthard, tercero tras Alonso y Montoya.

El espíritu de Red Bull reside en locuras simpáticas como ese chapuzón. La escudería austríaca es la alegría del paddock. Buena parte de la corte que acompaña a la F1 aguarda la fiesta, siempre espléndida, que la marca de bebidas energéticas organiza en cada puerto donde atraca el circo de las cuatro ruedas. La propia empresa publica un boletín a todo color diario durante el fin de semana de cada gran premio. Y uno de sus enormes camiones es el comedor oficioso del circuito.

Dietrich Mateschitz, billonario austriaco, compró en 2004 el Jaguar Racing

A partir del mediodía, el enorme edificio rodante y plateado es un trasiego de afortunados portadores del pase de paddock. Mecánicos, invitados, directivos, periodistas y demás fauna acude a la mole de dos pisos, sube la rampa, se acerca a una de las barras y espera que los platos empiecen a fluir. Dos o tres primeros, otros tantos segundos y varios postres van apareciendo sobre los mostradores y desapareciendo en manos de los presentes con inusitada fluidez. Los clientes beben lo que quieren, siguen lo que acontece en la pista a través de las pantallas que cuelgan de cada esquina, toman café y, por supuesto, nadie paga un solo euro. Es gratis.

Todo corre a cuenta de Dietrich Mateschitz, el dueño. Un empresario austríaco de origen croata que sólo ha necesitado 25 años para convertirse en billonario. En 1984 fundó la empresa de la famosa bebida euforizante y hoy, desde su sede central de Salzsburgo, distribuye millones de pequeños botes de Red Bull por todo el mundo.

Coulthard, tercero en Mónaco 2006, firmó el primer podio del equipo

Especialista en patrocinar deportes extremos donde el riesgo es condimento imprescindible , en 2004 Mateschitz decide comprar el Jaguar Racing, equipo de F1 rebautizado como Red Bull Racing. Sólo necesitó un año para cogerle gusto a la máxima categoría del automovilismo. Tanto, que en 2005 se alía con el ex piloto austríaco Gerhard Berger y adquiere otra escudería, la italiana Minardi. Nace Toro Rosso, la cara B de Red Bull.

Sin prisa, pero sin dormirse, Red Bull se estrenó en 2005 con motor Cosworth, en 2006 cambió a Ferrari y logró su primer éxito, el citado podio de Coulthard en Mónaco y un año después decidió probar otra mecánica, la francesa de Renault, a la que sigue vinculado.

Al volante contó desde el primer momento con la experiencia del mencionado escocés David Coulthard, retirado en noviembre, y con cinco pilotos más: Klien, Liuzzi, Doornbos y los dos actuales, Webber y Vettel.

El alemán, ganador ayer en Shangai, les dio la primera gran alegría a los mandos de un Toro Rosso. También bajo la lluvia y también con una salida neutralizada tras el coche de seguridad, el 14 de septiembre de 2008 el alemán (21 años) venció en Monza y le birló a Fernando Alonso el récord de piloto más joven en ganar una carrera de F1.

Vettel dio el salto al primer equipo y se encontró con un bólido bello y bestia a la vez. El RB5, nacido del lápiz mágico de Adrian Newey, director técnico y otro de los protagonistas de peso en la evolución vertiginosa de la escudería. Newey, reputado ingeniero inglés con seis títulos mundiales obtenidos en Williams y McLaren, ha diseñado un coche aerodinámicamente muy interesante. Y sin difusor. Un Red Bull con alas.

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