Douglas Hamilton era un alto corresponsal en Francia cuando fue enviado a Berlín Oriental en noviembre de 1989 a trabajar. Actualmente es corresponsal en Israel y los territorios palestinos
Por Douglas Hamilton
Todo el mundo lo había deseado pero nadie lo esperaba, y cuando ocurrió pocos podían creerlo.
En noviembre de 1989, Alemania Oriental se había asombrado a sí misma y al mundo permitiendo por sorpresa que sus habitantes cruzaran el Muro hacia la zona occidental.
La noche del 9 de noviembre fue una gran sorpresa, luego una gran alegría. El ambiente era electrizante, luego llegó el éxtasis, y después algo más.
El acontecimiento se convirtió en uno de esos momentos únicos que sólo puedo calificar como reconocimiento humano mutuo, cuando totales desconocidos podían abrazarse entre sí, en medio de caóticas y delirantes multitudes.
Era imposible resistir la euforia y seguir fríamente en el papel del reportero objetivo. La sensación inicial de completa incredulidad, seguida por la materialización súbita triunfante de la esperanza, era demasiado poderosa. Todo el mundo estaba conmovido.
Esa noche los habitantes de Berlín Oriental llegaron a sus casas intoxicados, aunque no habían estado bebiendo. Muchos sostenían racimos de plátanos, y recuerdo que me dijeron que la fruta era inusual y cara en el este. Probablemente fuera todo lo que pudieron llegar a conseguir en Berlín Occidental.
Hasta más tarde no me di cuenta de que los preciados plátanos eran un tótem de recuerdo, en caso de que todo resultara ser un sueño.
Un guardia fronterizo en el puesto de control Charlie, que ya parecía un poco menos intimidante, estaba seguro de que todo se trataba de "algún error".
Un taxista en un antiguo Volga de fabricación soviética que me condujo hasta el oeste no dejaba de decir: "No puedo creer que realmente estoy haciendo esto".
En la parte occidental la gente bordeaba las calles celebrando y gritando "¡Los has logrado, los has logrado!", mientras los berlineses del este entraban en tropel.
LA OTRA VERSIÓN
Durante una generación, a los habitantes de Alemania Oriental les habían asegurado que Occidente era un pozo maligno de codicia y miseria.
Pero la realidad parecía diferente.
"Pensaba en lo duro que habíamos trabajado todos estos años y cómo las cosas no estaban tan mal", dijo una mujer de Berlín Oriental. "Quedé consternada al ver que el capitalismo estaba tan adelantado", agregó.
En retrospectiva, no resulta difícil identificar las fuerzas que motivaron la decisión de abrir el Muro de Berlín. Pero esa noche fue un misterio maravilloso, como si los corazones de los comunistas se hubieran unido inexplicablemente con el resto de la raza humana para hacer algo que tenía sentido.
Estar allí era emocionante, te elevaba y daba una sensación de humildad. Era imposible concebir las consecuencias de una vez. Hizo falta un día, tal vez más, para caer en la cuenta de que todo un nuevo futuro se había abierto, no sólo para Alemania sino para Europa y más allá.
La magia no duró tanto, por supuesto, la empatía masiva no puede continuar indefinidamente. Unas semanas más tarde me tocó cubrir la caída del comunismo en Checoslovaquia en una exultante y nevada Praga, y posteriormente la revolución en Rumanía, donde la alegría ante el derrocamiento de Nicolae Ceausescu estuvo manchada por oscuras venganzas.
Pero la caída del Muro y el final de la división de Alemania fue la catarsis más maravillosa que jamás he atestiguado.
Ahora trabajo en Jerusalén, en otro lugar marcado por murallas y fortificaciones, por la profunda desconfianza y un muro amenazador aún más alto que el de Berlín. Nadie espera que caiga en breve. Pero espero que no permanezca en pie durante 28 años.
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