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Dos revoluciones pisoteadas

Brasil y Holanda, representantes tradicionales del fútbol ofensivo, se aferran a la defensa como método para este Mundial

J. L. MOÑINO

Brasil y Holanda. El fútbol se cuadra con su historia, pero no con su presente en este Mundial. Sus identidades están siendo pisoteadas por Dunga y por Van Maarwijk. Apenas se han visto retazos de dos escuelas que le imprimeron al juego un sentido lúdico con la técnica como argumento principal para instigar las dos revoluciones más estéticas habidas.

Lo hicieron, además, justo cuando el fútbol parecía condenado a la oscuridad. Brasil se plantó en el campo con cinco dieces en México 70 para derribar el mito del equilibrio con el desequilibrio de Tostao, Pelé, Jairzinho, Gerson y Rivelino. Cuatro años antes, Inglaterra se había impuesto en el Mundial más duro y barriobajero de la historia. En el 74, cuando ambas selecciones se enfrentaron en las semifinales del Mundial de Alemania, Brasil languidecía, pero Holanda estaba culminando aquella desorganización organizada bautizada como la Naranja Mecánica. Once melenudos de patillas anchas que dieron una patada a las posiciones y a los dorsales porque todos jugaban de todo. Y todos querían la pelota, aunque Cruyff siempre deseaba gobernarla. Aquella victoria (2-0) en Berlín fue la entrada en el olimpo de una selección que, al igual que Brasil, parece que utiliza más como factor corrector la derrota que la victoria. Holanda sólo ha conquistado una Eurocopa, pero el sello de sus señas de identidad lo guarda en la memoria colectiva aquel equipo del 74 que perdió la final con la Alemania de Beckenbauer, Müller, Overath y Maier.

'No pagaría una entrada por ver a este Brasil y Holanda debe mejorar su fútbol', ha dicho un Johan Cruyff nostálgico de un juego menos miedoso y más romántico que no ponía límites a la aventura del talento. En este Mundial, una y otra selección han candado la creatividad. Holanda ha querido el balón, pero no se ha liberado con él. Brasil juega al orden y a la pegada, al contragolpe. Desde que Lazaroni decidió jugar con un líbero en el Mundial 90, Brasil no se había traicionado tanto.

Allí ya estaba Dunga. Igual que en aquellos cuartos de final del Mundial 94 en los que un golazo de Branco de falta eliminó a una Holanda que fascinaba. Branco, el precursor de Roberto Carlos, es uno de los mayores críticos de este Brasil empequeñecido desde la pizarra, aunque temido por ese pragmatismo italiano con el que despacha sus partidos: 'El secreto de aquel del 94 fue el alcohol y la libertad con las mujeres en nuestros días libres. No entiendo por qué los jugadores deben vivir encerrados los días de descanso', suele recordar al respecto el ahora seleccionador.

'Nos falta salida de balón en los defensas, no hay un Blind y quizá seamos menos alegres, pero también es cierto que muchas veces caímos eliminados jugando bien y ahora encajamos pocos goles', defiende Ronald de Boer, que disputó la semifinal de Francia 98 que perdió Holanda a los penaltis.

Ante tanta constricción, sólo Robben y Robinho viven fuera del sistema. 'Con Robben espero que Holanda ofrezca una mejor cara. El desborde de los extremos siempre es algo muy holandés', asegura De Boer.

En Brasil, Robinho es el único titular que rompe los esquemas de Dunga. Curiosamente, es el futbolista más utilizado por el técnico brasileño desde que llegó al cargo. Con un brasileño de toda la vida le basta. Le preocupa más el sustituto de Elano que el excedente de talento. Robinho ya le sacia, aunque hasta ahora ha aparecido con cuentagotas su fútbol libertino. Sólo pone con frecuencia la música de Brasil en la parte trasera del autobús.

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