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BARCELONA.- Decía Jean Cocteau que los espejos deberían reflexionar un poco antes de darnos la imagen que reproducen. Una nueva generación de españoles ha salido al extranjero y ha intentado descubrir su identidad buscando su reflejo en la mirada de los otros, que en este caso son los guiris, una categoría de extranjeros opulentos con los que el español acostumbra a compararse para bien o para mal, por sistema y por defecto. Érase un francés, un inglés, un alemán y más de dos millones de celtíberos expulsados por el sistema, cuya suerte desigual ha provocado reacciones diferentes hacia el país que los acoge.
Algunos, los expatriados integrados, abominan de España con los clásicos clichés de “to-la-vida”: “En Alemania sí que saben”. Dan la talla holgadamente en Extremeños por el mundo y similares y si se dan las circunstancias o lo exige la ocasión, son más suecos que Ingmar Bergman o más ingleses que el roastbeef y el té a las cinco.
Luego está la secta apocalíptica, formada esencialmente por aquellos para los que emigrar ha sido un fiasco del que no han logrado reponerse. Las “rajadas” de estos últimos harían ruborizar a Iceberg Slim o Charles Bukowsky. Aunque contienen trazas de verdad, suelen mezclar el pacato chovinismo de los viejos chistes de Jaimito con la injuria pura y dura o, en el mejor de los casos, el oscuro prejuicio.
“Lo que pasa -afirma el profesor Joseba Achotegi- es que el inmigrante siente a la vez amor hacia su país de origen, pero también rabia, porque fue una mala madre que no le dio todo lo que necesitaba”. Y lo mismo sucede con la tierra de acogida: siente cariño de una parte, pero por otra experimenta resquemor, cuando no odio, “debido al esfuerzo que le exige el proceso de adaptación”.
No es un mal español, sino una conducta típicamente humana que también puede detectarse con frecuencia en los guetos de británicos y alemanes que viven en las costas españolas. Los europeos se intercambian como cromos chistes socarrones y prejuicios sobre estos “alborotadores españoles” entre quienes a menudo viven, juntos pero no revueltos.
“No es aceptable, eso es verdad, reducir a los otros a un puñado de estereotipos negativos”, asegura la sicoterapeuta Luisa Encinas. “Se vengan los agravios con agravios y se intenta aplacar la frustración con soflamas incendiarias sobre lo perversos que son nuestros vecinos. Aun así es innegable que la migración produce estrés y expresar tu desacuerdo o desagrado en Internet es a menudo el último recurso, el recurso al pataleo”.
O si se quiere de otra forma, los foros de expatriados españoles se hayan llenado de imprecaciones durante los últimos seis años porque “despotricar” tiene un “no-sé-qué” de terapéutico y de vengar la afrenta, a la que muy frecuentemente, los migrantes se han visto sometidos. ¡Santiago y cierra España! “Es penoso rajar, pero relaja”, asegura María B., una enfermera riojana emigrada a la ciudad de Hamburgo. “A mí me jode a muerte que me digan los teutones que en Alemania se trabaja porque están dando por hecho que en España me tocaba el coño, así que sí, también yo he despotricado por los foros”.
Las rajadas, a menudo, son casus belli. Por muchos menos que esto se han declarado guerras. “Los belgas son unos rácanos miserables; las almorranas de Europa, pero si algún belga lee esto, que se lo tome como una crítica constructiva”, decía en 2009 Viajero en el foro de Expatriados. La, digamos, “observación” del español era exactamente igual de constructiva que la invasión alemana de Polonia o Gengis Kan en Indochina. Claro que la cosa no quedaba ahí. “Bruselas es una ciudad que da pena. Totalmente abandonada. Y luego los españoles nos creemos que el norte está más desarrollado […]. Cada vez estoy más harto de esta miseria de país”, añadía al modo de un SOS: “O me echan o me voy”. “Como en España, no se come en ningún sitio”, que diría Carmen Franco.
Se dan casos igualmente de expatriados que ven ovnis u oyen risas. Quécrueles se dejó caer por un local germano en 2012 y tuvo que salir avergonzado cuando la clientela descubrió que era español.
Parece que fue ayer cuando la Roja ganaba mundiales, Aznar se retrataba en Texas con el menos listo de los Bush y Rajoy se ufanaba de estar al frente de la octava economía. ¿Qué le pasó en aquel local al expatriado? Según cuenta en un blog, que a los alemanes les hizo mucha gracia que un pobretón latino se tomara una birra. Cuesta visualizar la situación.
¿Qué busca el expatriado cuando narra su experiencia? Antes que cualquier otra cosa, aprobación externa. Y Quécrueles -¿creó un nick ad hoc para hablar de su experiencia?- lo logró. Muchos españoles le arroparon y le ayudaron a entender lo que había sucedido realmente. “Lo que pasa -le aclaraba VPQ- es que son unos gilipollas”.
Y es que la vida, a menudo, no es lo que uno espera. Sofía viajó a Bélgica en 2013 con la esperanza de hallar una existencia mejor junto a su novio y acabó subyugada por su suegra. De las palabras de la chica se colige que le hicieron un boicot en toda regla por española y por sureña. La obligaron a comer sardinas frías con tomate recién pescadas en el Aldi de la esquina y a limpiar su habitación con paños amarillos de vajilla. La carroza devino en calabaza y la princesa, nos confiesa, en “puteada” Cenicienta.
Lo de las rivalidades con germanos es el pan de cada día. O los españoles se calientan fácilmente o los alemanes les tienen tomada la medida. “A ver cómo enjareto esto”, se desahogaba hace diez días Athelstan en el blog de Expatriados. Se acababa de dejar caer el español por una granja noruega, donde trabaja como voluntario. “¿Qué me molesta?, ¿qué me preocupa?, ¿qué me está cargando y espero no explotar? Quiero dejar claro que estoy contento con las vacas. No me molestan ni sus mierdas, ni ordeñarlas. Lo que me recalienta es que nada más llegar me presentan a otro voluntario y he pasado a ser el becario del becario alemán de las vacas”.
Que el alemán quiere comer, se come. Luce el sol y sale él. Que hace frío, el español. Y ahí lo tenemos nuevamente. Hasta en las granjas de Noruega se reproducen las rivalidades europeas y el sistema de castas, según nuestros expatriados. Portan consigo muchos el germen de la rebelión, aunque, a la postre, su único consuelo es pasear sus miserias por los muros.
Algunos, como el ingeniero migrante, han llevado hasta Inglaterra la española tradición de la mordaz crítica social lovecraftiana. Así describe el metro de la city el expatriado: “Las estaciones de metro de Londres son parecidas a las oscuras mazmorras de la peli de hostel o a las clínicas secretas de experimentación con zombis […]. Churretes de negra humedad caen por doquier. Las compuertas donde se pica el billete y se entra, recuerdan a las trampas aprisionadoras de las películas de Saw”.
“Ulises era un semidios y a duras penas sobrevivió a las terribles adversidades y peligros a las que tuvo que hacer frente”, escribió Joseba Achotegi a propósito del síndrome de los migrantes, un cuadro sicológico de estrés que afecta a las personas que han vivido en situaciones extremas. Lo terrible es que muchos de los expatriados deben arrostrar circunstancias tan o más dramáticas que las descritas en la Odisea.
“Otros, sin embargo, son más afortunados y reaccionan justamente de la forma contraria”, precisa la sicóloga Luisa Encinas. “Lo que detestan realmente es el país del que han salido y, en este caso, España, a la que culpan de una forma vaga de su (mala) fortuna”. También hay mil ejemplos en las redes de estas emociones primarias. La quintaesencia del odio hacia tú país es declararte apátrida o abominar de tus orígenes. “Joder, ojalá fuera holandés”, decía Steven Jobs en un foro digital hace cinco años. “Ahora mismo estaría descojonándome de esos imbéciles de africanos del norte. ¡A mamarla todos, españoles!”.
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