Año 32 de la era Hitler Pop. Desde que los Sex Pistols se subieron a un escenario luciendo esvásticas en 1977 año cero de la conversión del Führer en icono pop ha llovido mucho.
Tanto, que en los últimos años hemos visto cosas que parecían impensables: el estreno de una película alemana (Mein Führer) que se chotea de la represión nazi ('No debe usted tomarse la Solución Final como algo personal', le espeta Goebbels en el filme a un prisionero judío) y la utilización de la imagen del líder totalitario en toda clase de campañas publicitarias. Todo ello, sucede mientras el Mein Kampf sigue prohibido en Alemania por ser literatura xenofóba.
Las camisetas con esvásticas que vestían los Sex Pistols no salieron de la nada precisamente. Las habían diseñado en la boutique que compartían en Londres dos viejos zorros del pop: Malcolm McLaren, manager de la banda, y esa infatigable diva de la moda urbana llamada Vivienne Westwood. Y crearon tendencia: otros grupos punk de la época, como Siouxsie and the Banshees, hicieron uso y abuso de la iconografía nazi.
Pero quizás para demostrar que ellos eran algo más que un producto contracultural de diseño, los Sex Pistols compusieron una canción (Belsen was a Gas) en la que se mofaban de uno de los campos de concentración nazis liberados por el glorioso Ejército británico. La provocación era de libro: se trataba de ofender a la generación que estaba entonces a cargo del país.
Un año antes de que los héroes del punk cantaran que el campo de extermino de Belsen era un lugar 'estupendo' por el que todos deberíamos pasar, John Cleese, miembro de los Monty Python, había protagonizado una de las parodias más delirantes de la historia de la televisión británica en la serie de televisión Fawlty Towers.
En el capítulo Los alemanes, Cleese, que interpretaba al miserable dueño de un hotelito rural, se prepara ante la visita a su negocio de unos turistas alemanes. Tras advertir una y otra vez a sus empleados que si están los alemanes delante 'es mejor no hablar de la guerra', el hombre se acaba poniendo tan nervioso que, cuando llegan los turistas, realiza una tronchante imitación de un soldado nazi (paso de la oca y vociferantes consignas hitlerianas incluidas) ante sus narices.
De hecho, la guerra de los nazis ha resultado ser todo un filón cómico en Inglaterra: Aló, aló, parodia inmisericorde de la Francia ocupada, fue un gran éxito de la BBC en los años ochenta. La serie se emitió en medio mundo, pero sólo pudo verse en Alemania hace unos meses ¡Con 26 años de retraso! Tiene lógica: por un lado, a los alemanes no les hace ninguna gracia que se hagan chistes sobre su fase nazi. Pero, por otro, parece que el paso del tiempo ha abierto una rendija por la que se empiezan a filtrar las risas.
Y en esto llegó Mein Führer, filme de Dani Levy (1957), suizo y judío residente en Berlín desde hace 30 años, que se estrena el viernes en España. La trama de la película no tiene desperdicio. El dictador alemán Adolf Hitler está deprimido. El problema es que necesita dar un discurso que encienda otra vez la chispa del pueblo alemán y evite la inminente derrota total ante el avance de las tropas aliadas.
Por iniciativa del ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, el profesor judío de teatro Adolf Grünbaum es trasladado del campo de concentración de Sachsenhausen a la Cancillería del Reich, para renovar los bríos del Führer y devolverle la confianza perdida entre ataques maniacos depresivos y pesadillas sobre las palizas que le propinaba su padre, un funcionario de aduanas.
Pero las lecciones de interpretación derivarán en una terapia psicoanalítica ridícula, en la que un Hitler lloroso dejará ver la herida que lo convirtió en monstruo a su terapeuta judío, que duda entre asesinarle o curarle. Para acabar de complicarlo todo, la mujer de Grünbaum sospecha que éste, en su inmenso ego, no puede evitar tratar de curar a Hitler para demostrar la fiabilidad de su método artístico/terapéutico.
Semejante idea surgió cuando Levy leyó el libro Al principio fue la educación, psicobiografía de Hitler escrita por Alice Miller, psicoanalista suiza especializada en los efectos sociales del maltrato infantil. Miller asegura en el ensayo que los métodos represivos aplicados en la educación infantil de Hilter, característicos de la época: la llamada pedagogía negra, dejaron en este pintor frustrado una huella que marcó su proyecto político.
'Hacer la película fue muy fácil', contó a Público Dani Levy, que venía de conseguir un gran éxito en Alemania con El juego de Zucker (2004), ganadora de seis premios de la Academia alemana. Pero tan fácil fue hacerla como difícil promocionarla, como ya había previsto la madre de Levy, nacida en 1928 en una familia de refugiados judíos, antes de que arrancara el rodaje: 'Estás pisando terreno minado, abriendo heridas que harán saltar los miedos en todos los rincones', le espetó a su hijo.
Las críticas, en efecto, llegaron de todas partes. Desde el mundo académico solicitaron a Levy que dejara los asuntos delicados en manos de los especialistas en historia. El Consejo Central Judío de Alemania lo acusó de presentar un Hitler inofensivo y minimizar la auténtica tragedia. Levy se vio obligado a explicar una y mil veces por qué había elegido el tono satírico y por qué decidió que un cómico, famoso en Alemania por su humor absurdo y sus improvisaciones sin sentido (Helge Schneider), fuera el encargado de ponerse en la piel de Hitler y bucear en las causas psicológicas que contribuyeron a la existencia de su sistema político.
Lejos de amilanarse, Levy se defendió atacando: su película era una respuesta a títulos como El Hundimiento (Oliver Hirschbiegel, 2004), prestigioso drama sobre los últimos días del Tercer Reich, que, en su opinión, se sumaba a la interminable lista de títulos testimoniales cuyos planteamientos maniqueos habían llevado a 'un callejón sin salida. Son películas en blanco y negro, con caracterizaciones en blanco y negro. Está el nazi malvado y la víctima judía. Hay una moral muy fuerte', explica.
Levy recuerda ahora la polémica con alivio. 'Fue un tema muy controvertido en Alemania. Por primera vez estaba en la portada de los periódicos, no sólo en los suplementos culturales. Había sacudido un avispero, había puesto el dedo la llaga, y eso fue para mí un gran desafío'. La controversia, claro, convirtió al filme en un éxito, aunque Levy atribuye el triunfo popular a otras dos razones. La primera fue la elección del actor que debía interpretar a un Hitler deprimido.
'Helge Schneider es un cómico muy popular en Alemania. El golpe de efecto de darle el papel fue perturbador y llamativo', cuenta. Lo curioso es que ni siquiera Schneider parecía estar muy seguro de lo que estaba haciendo. 'Tras el rodaje dijo que la historia no le parecía graciosa y que no la entendía. Creo que el problema es que no suele hacer películas de humor psicológico, lo suyo es la comedia absurda, entre el anarquismo y el dadaismo. Pensaba que la película era demasiado seria para funcionar. Pero cuando vino al estreno le encantó', explica el director.
La segunda razón del éxito del filme fue aún más importante: nunca se había hecho una película así en Alemania. 'Una comedia sobre el nacionalsocialismo era algo nuevo. Los alemanes no son un pueblo que haga comedias realmente valientes, como Inglaterra, donde hay cómicos políticamente muy descarados que siguen la tradición de los Monty Python, tanto en la televisión como en el cine. Los alemanes nunca se habían reído de la herida del nazismo', zanja.
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