Fernando Ruiz
Periodista
Creo que hay gente que es, por sí misma, imprescindible e irrepetible. No es un concepto original; tengo muchos amigos que comparten esa idea. Pero una vez, hace muchos años, conocí a un tipo flaco, alto y de voz profunda que no compartía esa idea. Para él había proyectos imprescindibles, colectivos imprescindibles y tareas imprescindibles. Pero sostenía, —como decía una poesía muy cantada en los años 70—, que los individuos, tomados de uno en uno, son como polvo, no son nada. Y menos aún, imprescindibles.
A ese tipo tan original le conocí una calurosa tarde de otoño en la que, como muchas otras, el comité de la Universidad Autónoma de Bellaterra de nuestra organización se reunía en un amplio piso situado en un magnífico edificio modernista de la calle de Trafalgar, de Barcelona. Hacía dos años o así que Franco había muerto y respirábamos libertad y futuro, un futuro que nunca llegaría. Pero aquella tarde todavía no lo sabíamos.
Nuestro comité, cuya media de edad rondaba los veinte años, estaba en plena efervescencia. Las tareas se nos acumulaban y el local era un hervidero de jóvenes que entraban, salían, se reunían, imprimían panfletos y confeccionaban pancartas. Éramos vitalidad, generosidad, pasión y sueño las 24 horas del día.
La organización había sido legalizada justo un año antes, un año en el que unas semanas antes de la legalización habían sido detenidos en Aránzazu todos los asistentes a la asamblea fundacional de nuestra organización en Euskadi. Hacía apenas un par de meses que la policía había matado a Germán, un compañero, cuando pedía amnistía en Pamplona; al día siguiente murió otra persona que protestaba por su muerte, en San Sebastián; se desató una huelga general en Euskadi y ocurrieron los sucesos de Rentería...
En ese marco político, social y mental, donde el dictador había muerto pero la dictadura seguía ladrando y mordiendo, las relaciones entre nosotros todavía estaban marcadas por los tics de la clandestinidad, como era lógico. Preferíamos, si no era necesario, no saber nombres, datos, teléfonos, direcciones.
En una sala contigua a donde nos reuníamos había un cuarto con una mesa muy grande donde aquella tarde se encontraba reunida la dirección de Catalunya de la organización, cuya media de edad era, como mucho, unos diez años más que la nuestra. Aquel día había acudido a la reunión gente de Madrid y de la alta dirección. Entre las caras nuevas me llamó la atención uno de los asistentes que salió un rato a descansar de aquella reunión, probablemente interminable. Se trataba de un tipo espigado, de pelo negro crespo y que fumaba mucho. Vestía de una manera muy sencilla, con pantalón vaquero y camisa blanca de manga corta.
Aquel hombre salió de la habitación, se acercó a nuestra reunión, se colocó a mi lado y nos saludó afablemente durante unos minutos, apoyando sus manos en la mesa. Nos preguntó qué hacíamos. Le explicamos dónde interveníamos y qué estábamos discutiendo en ese momento. Con su voz profunda nos dio consejos valiosos y recomendaciones precisas. También nos dio muchos ánimos y nos dijo que cualquier duda que tuviéramos la compartiéramos con los compañeros de mayor experiencia. Luego comentó el calor que estábamos pasando aquella tarde e hizo unas bromas sobre algo que no recuerdo.
Oía embobado su voz profunda mientras le miraba sin pestañear. Su peculiar acento y manera de modular la voz, y su forma llana de relacionarse, sin la pomposidad, retórica, terminología hermética y sapiencia barata que tenían muchos de los popes políticas de aquella época.
En ningún momento llegué a pensar que aquel señor de trato extremadamente cordial era el mentor y director del periódico que yo vendía y propagaba todos los días por las facultades de Bellaterra. Y menos aún que el visitante aquel tan cortés trataba de tú a tú, en un excelente francés, a personajes como Ernest Mandel o Daniel Bensaid, por citar a dos de los más importantes pensadores y dirigentes de nuestra corriente política a nivel internacional, en esa época.
Mientras hablaba, mis ojos se fijaron en el bolsillo de la camisa, en la que sólo había un carné de identidad, de aquellos grandes y azulados. El bolsillo era amplio y el documento bailaba holgadamente en su interior. No pude evitar echar un vistazo de reojo al nombre del documento. Lo leí y guardé el peligroso dato en la memoria, como un valioso tesoro. Era el nombre de alguien que me fascinó desde la primera vez que le vi y le traté. Era el nombre de una persona de la que aprendí mucho a lo largo de los años, pero con la que nunca pude estar de acuerdo en que no existía nadie imprescindible e irrepetible. Es la primera vez que cuento esta pequeña anécdota juvenil, pero así fue. El nombre que ponía en el DNI era Miguel Romero Baeza.
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