El Festival de Cine Tribeca de Doha que concluye hoy, se consolida en su tercera edición como una importante plataforma para las películas árabes y estrenos internacionales, como "Black Gold", con Antonio Banderas como protagonista.
El certamen, que se inauguró el martes pasado con "Black Gold" y se clausura con la proyección de "The Lady" de Luc Besson, es una apuesta del Gobierno catarí para promocionar al país y potenciar la industria cinematográfica local.
La inauguración del festival en 2009, en colaboración con el Tribeca neoyorquino de Robert de Niro, trajo el glamour al desierto de la península arábiga, donde, para deleite de los cataríes, se ha extendido la alfombra roja a estrellas como el mismo De Niro, Kevin Spacey o la actriz india Freida Pinto.
Además de gestionar el certamen, el nuevo Instituto de cine de Doha (DFI) financia películas a cambio de que se rueden en la zona o empleen a la población local, entre ellas la citada "Black Gold", del director francés Jean-Jacques Annaud, que recibió de Catar un 30 por ciento de su presupuesto de 55 millones de dólares.
"Lo que pretende el DFI es desarrollar una industria cinematográfica sostenible, y al tiempo que financiamos proyectos interesantes para la región, con el festival queremos crear audiencias dentro del mundo árabe", en algunos de cuyos países, incluido Catar, no hay tradición de ir al cine, explica la directora del Instituto, Amanda Palmer.
"Lo bueno del festival es que nos permite ver películas de todo el mundo a las que normalmente no tendríamos acceso y ampliar las actividades de ocio", que se limitaban a "ir al centro comercial", señala a EFE Varsha Yaggish, una india de 24 años criada en Doha.
El Festival de Doha, surgido después que los de Dubai y Abu Dhabi en los vecinos Emiratos Arabes Unidos, se ubica en el nuevo complejo cultural Katara, y parte de los esfuerzos del emir Hamad bin Khalifa al Thani por modernizar un país que gobierna como monarca absoluto.
"Katara es el epicentro de la vida cultural de la ciudad y ejerce de puente entre los pueblos y las culturas de la región", asegura el director del Centro de arte contemporáneo incluido en el complejo, Sidonio Costa, portugués convertido al islam.
Según Costa, el Gobierno catarí, aunque ha invertido miles de millones de dólares en la creación de estas infraestructuras -que incluyen el canal de televisión Al Yazira-, "no se inmiscuye" en el contenido de la oferta cultural y no ejerce censura.
"Todo se hace de forma orgánica, pensando en que sirva a la población (que tiene un alto índice de alfabetización), y se pueden plantear todos los temas, incluidos diferentes sistemas de Gobierno, aunque yo personalmente rechazaría exposiciones de desnudos", afirma.
Si bien no es un país democrático, aunque sí relativamente abierto en cuanto a libertades individuales, Catar ha eludido hasta ahora la influencia revolucionaria de países vecinos gracias, sobre todo, a que los cataríes no pagan impuesto y gozan de un envidiable nivel de vida, debido a las enormes reservas de petróleo.
Erigida hace menos de una década en una bahía en pleno desierto, Doha es una urbe de rascacielos en constante evolución, con luces y aire acondicionado encendidos a todas horas -es uno de los rincones más contaminantes del planeta-, con muchos expatriados occidentales y ni un alma paseando por las calles.
Detrás de tanta modernidad, se esconden no obstante cientos de miles de obreros de países como India, Filipinas o Sri Lanka -solo un 20% de los 1,5 millones de residentes en Catar son nacionales-, contratados temporalmente y que malviven en alojamientos precarios, mal pagados y sin derechos.
Pese a su gran número, no es probable que este sector de la población, cuyo futuro está en manos de la empresa que le emplea, alce la voz contra el emirato, que, con la consecución del Mundial de Fútbol de 2022, continúa con su plan de posicionarse como potencia de paz, cultura y apertura en la región.
Judith Mora
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