La Royal Opera House de Covent Garden ha estrenado una nueva producción de "Lulú", del austríaco Alban Berg (1885-1935), sin duda una de las obras cumbre de la literatura operística del siglo XX.
Basada en dos piezas teatrales de Franz Wedekind, "Lulu", una contribución expresionista al mito de la mujer fatal, ha fascinado a las audiencias de varias generaciones desde su estreno en Zúrich en junio de 1937 en su versión incompleta de dos actos.
La ópera de Berg, miembro junto al inventor del dodecafonismo, Schoenberg y Anton Webern de la llamada Segunda Escuela de Viena, es como el equivalente musical de la pintura expresionista de Oskar Kokoschka, Georg Grosz o Richard Gerstl.
Marcada por la atonalidad, de un cromatismo nervioso, como corresponde a la época de su creación, sus armonías no quedan resueltas como ocurre con los destinos de los múltiples personajes, todos ellos arquetipos, que pueblan su universo de pesadilla.
Aunque la heroína ha sido descrita a veces como una especie de versión femenina de Don Juan o con esa gitana liberada que es Carmen, Lulú difiere, sin embargo, de esos personajes literarios por su pasado vulnerable.
Lulú fue seducida con sólo doce años por el doctor Schoen, que la educó, la convirtió en su amante, tratándola como objeto de su propiedad al tiempo que la preparaba para su futura vida de cortesana.
A pesar de cambiar de amantes como de vestido, Lulú seguirá hasta el final obsesionada por el hombre que la descubrió y que, transformado en la versión perversa de Jack el Destripador, terminará asesinándola.
Como señala el director escénico, el alemán Christof Loy, Lulú "tiene una relación anormal con el sexo. Cede casi indiscriminadamente a los avances de los hombres para adoptar luego una actitud hacia ellos casi indiferente o mecánica", algo que se explica por una experiencia sexual precoz, un trauma que no ha sido capaz de asimilar.
Estamos muy cerca del drama expresionista del pintor Kokoschka significativamente titulado "El asesino, esperanza de las mujeres".
Para la Royal Opera House, que utiliza la versión en tres actos completada por Friedrich Cerha, Loy y el escenógrafo Herbert Muauer han optado por una puesta en escena minimalista, en blancos y negros, con una simple mampara translúcida que abarca casi todo el escenario y se ilumina o apaga según los momentos.
Los personajes mueren desangrados, pero los actores se levantan y vuelven a aparecer más tarde en escena encarnando a nuevos personajes, tal y como quiso el compositor.
El personaje central, uno de los roles estelares de la ópera, representa un enorme desafío vocal y físico incluso para las intérpretes más dotadas: exige una soprano de amplia tesitura y gran coloratura, capaz de cambiar continuamente de registro según los estados emocionales.
En su debut en la Royal Opera House y su estreno como Lulú, la soprano sueca Agneta Eichenholz, estuvo brillante gracias a la fuerza y la gran expresividad de su voz salvo algunos titubeos propios del nerviosismo en la primera noche.
La mezzosoprano estadounidense Jennifer Larmore encarnó con autenticidad y lirismo a la única persona que ama a Lulú sin chantajearla y que está dispuesta a sacrificarse en todo momento por ella, la condesa lesbiana Geschwitz.
El barítono alemán Michael Volle estuvo magnífico en su doble rol del Dr. Schön y su alter ego siniestro, Jack el Destripador, y lo mismo cabe decir del joven tenor Klaus Florian, como Alwa, y el bajo Peter Rose, en los de domador y atleta circense.
Antonio Pappano, un maestro de enorme versatilidad, dirigió con claridad y energía a la orquesta en una partitura de complejas armonías, a caballo entre el dodecafonismo de la Segunda Escuela de Viena y el romanticismo de Mahler.
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