Se suele identificar el inicio de la crisis financiera con el estallido, en 2008, de las hipotecas basura en Estados Unidos. Pero los problemas vienen de mucho más atrás. La secuencia de los acontecimientos es bien conocida. A principios de esta década, los bancos centrales de Estados Unidos y Europa empezaron a bajar los tipos de interés y a ofrecer dinero barato para estimular la economía.
Pero se les fue la mano en la dosis, y los efectos secundarios fueron muy serios. El crédito fácil provocó un endeudamiento irresponsable por parte de empresas y familias, y los alquimistas financieros de Wall Street aprovecharon la ola de riqueza ficticia para inventar productos financieros sofisticados, de apariencia segura, que en realidad escondían activos de dudosa solidez y cuya circulación por medio mundo acabó contagiando a todos los mercados occidentales.
Ni los supervisores de los mercados ni los propios gobiernos acertaron a ver venir la bola de nieve de activos tóxicos que rodaba ladera abajo. Lo de las agencias de calificación fue mucho peor. No sólo no detectaron el engaño, sino que contribuyeron a él garantizando la calidad de los paquetes de activos financieros contaminados.
Pero esta foto fija de lo sucedido no desvela el factor probablemente más determinante de la crisis financiera: la avaricia de muchos de los participantes en los mercados. La codicia personal y corporativa ha actuado como amplificador de la crisis. El caso más visible es el de los directivos de empresas y bancos de inversión que se lucraron espectacularmente tanto cuando las cosas iban aparentemente bien como, en algunos casos, cuando se torcieron.
Lo mismo cabe decir de los especuladores que aprovecharon la laxitud de la regulación internacional en productos financieros y en materias primas para forzar las reglas del mercado y obtener importantes beneficios.
El caso de las agencias de calificación es también claro. Su falta de diligencia para detectar los activos tóxicos no tiene tanto que ver con su ineficacia en su trabajo como con su deliberado propósito de no perjudicar a las empresas que los vendían, que no por casualidad eran las mismas que les pagaban por sus servicios.
En esta macedonia de intereses cruzados, el elemento acelerador de la crisis en muchos países ha sido el estallido de la burbuja inmobiliaria. También en este caso se produce la mezcla explosiva de avaricia e incompetencia de los poderes públicos. En el caso de España, promotores, constructores, ayuntamientos y inversores formaron una coalición para cebar la especulación y enriquecerse en el corto plazo, ante la mirada complaciente del Gobierno, que mantuvo los beneficios fiscales a la compra de vivienda, incluso cuando resultaba obvio que lo que había que hacer era enfriar la demanda.
La crisis financiera global con epicentro en Estados Unidos es fruto de la ingeniería financiera ideada por un grupo de alquimistas que mezclaron en su pócima matemáticas con estadística e informática. El resultado fueron exóticos productos financieros respaldados por las hipotecas de alto riesgo origen de la actual apoteosis y los modelos matemáticos de riesgo que sugirieron que esos activos eran seguros.
Los modelos informáticos fueron incapaces de seguir el ritmo al explosivo crecimiento en el mercado de derivados y no predijeron el riesgo de fondo. Los responsables de las instituciones financieras engordaron la gallina de los huevos de oro y emitieron más y más activos sofisticados, aumentaron su endeudamiento y redoblaron las apuestas.
Amit Seru, profesor de la Universidad de Chicago y co-autor de El fracaso de los modelos que predicen el fracaso, concluye que los métodos cuantitativos infravaloraron la posibilidad de impagos de los tenenedores de las hipotecas basura. Así lo confirma también un reciente informe de la Reserva Federal, que concluye que algunos modelos de riesgo sí contemplaron un escenario de caída de los precios como el que finalmente se ha producido, pero se le asignó una probabilidad muy baja.
La búsqueda de resultados inmediatos para crear valor y beneficiarse de los incentivos para ejecutivos puso las bases del colapso financiero. Durante años (y con la aprobación de los reguladores), los ejecutivos de Wall Street se dedicaron a inflar las cuentas mediante operaciones de camuflaje de activos.
El sistema de blindajes que impera en las cúpulas de la mayoría de grandes empresas ha permitido a los ejecutivos abandonar el barco con indemnizaciones millonarias, independientemente de los resultados de su gestión. A la cabeza está Stanley O´Neall, que hace un año se llevó 160 millones de dólares al dejar Merrill Lynch. Nueve meses después, Bank of America compraba la entidad a precio de saldo.
Para la que no hubo rescate fue para Lehman Brothers, que quebró en septiembre e hizo temblar a todo el sistema. Aun así, su máximo responsable, Richard S. Fuld, se embolsó 17,5 millones de euros a su salida. Apodado El Gorila por su carácter impulsivo, ganaba 17.000 dólares a la hora y el año pasado cobró un bono de 215 millones de euros. Sólo las cinco mayores firmas financieras de Wall Street (Merrill, JP Morgan, Lehman, Bear Stearns y Citigroup) pagaron más de 3.000 millones de dólares en el último lustro a sus máximos ejecutivos.
Distintos acontecimientos en Wall Street, Washington y otras partes de EEUU propiciaron la actual debacle financiera, pero el punto de inflexión se produjo el 28 de abril de 2004. Ese día, representantes de los cinco grandes bancos de inversión de Wall Street se reunieron en Washington con los responsables de la Comisión de Valores (SEC). El grupo, capitaneado por el entonces presidente de Goldman Sachs y ahora secretario del Tesoro, Henry Paulson, logró que los reguladores eximieran a sus unidades de intermediación bursátil del requisito que limitaba su endeudamiento.
Esa exención liberó miles de millones de dólares que los bancos invirtieron en activos respaldados con hipotecas, culpables de la actual crisis, y todo tipo de derivados. Los reguladores bursátiles también accedieron a relajar la ya de por sí escasa regulación de los bancos de inversión. Esa reunión marcó el espíritu de una era en la que los supervisores confiaron ciegamente en la capacidad autorregulatoria de los mercados. Harvey Goldschmid, uno de los comisarios de la SEC, lanzó entonces una advertencia: “Si algo sale mal esto se va a convertir en un tremendo lío”.
Hasta julio pasado, el precio del petróleo y, antes, el de otras materias primas como el maíz y el trigo protagonizaron una escalada espectacular que sólo estalló ante el temor a una recesión global.
Los grandes inversores (aseguradoras, grandes fondos de inversión y planes de pensiones) encontraron hace poco más de un año un refugio para su dinero en las commodities, donde las tensiones entre oferta y demanda ya eran evidentes. El caldo de cultivo era explosivo y se retroalimentaba: las bolsas ya no eran una inversión segura, el mercado de crédito tampoco, había una inflación disparada y el dólar estaba en horas bajas.
Resultado: en mayo, un informe del Congreso de EEUU reveló que el peso de los especuladores en el mercado neoyorquino del petróleo alcanzaba ya el 70%. En 2000, suponía el 37%. Y así, hasta julio, cuando el crudo tocó su techo histórico.
De momento, el temporal ha pasado. Tras registrar caídas históricas, la mayoría de materias primas cotizan hoy a la mitad (o incluso a un tercio) respecto a los máximos históricos de este año. La duda es si, en el caso del crudo, se retrasarán inversiones por la crisis y no habrá petróleo suficiente cuando la demanda (y el precio) vuelva a recuperar su fase de subidas.
La crisis financiera que vive EEUU, la peor en 80 años, ha desatado la búsqueda de chivos expiatorios, y las agencias de calificación de riesgo encabezan los primeros puestos de la concurrida lista. Impulsadas por el deseo de obtener comisiones y cuota de mercado, agencias como Moody’s y Standard & Poor’s pusieron el sello de calidad a activos estructurados respaldados por hipotecas por valor de 3,2 billones de dólares concedidas entre el 2002 y el 2007 a personas sin historial de crédito e ingresos no comprobados.
Las compañías han rebajado la calificación de más de tres cuartas partes de los paquetes de activos estructurados conocidos como obligaciones colateralizadas de deuda emitidos en los últimos dos años y calificados como triple AAA. “Los bancos nunca podrían haber hecho lo que hicieron sin la complicidad de las agencias de calificación”, dijo recientemente el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz. La crisis hipotecaria llevó a los bancos a asumir pérdidas por valor de más de 500.000 millones de dólares, lo que provocó el colapso de Bear Stearns, Lehman Brothers y Merrill Lynch y llevó a la aprobación de un paquete de rescate por parte del Gobierno por valor de 700.000 millones de dólares. D
El desatino de las agencias tendría que ver con que los emisores de los activos de riesgo pagaban copiosas sumas a las agencias para que realizasen sus calificaciones, en un claro conflicto de interés que eclipsó los intereses de los inversores.
“Los beneficios dirigían el espectáculo”, concluyó el mes pasado ante el Congreso estadounidense Frank L. Raiter, ex director de calificación de activos hipotecarios de Standard & Poor’s.
Es cierto que los bancos y cajas españolas no cayeron en la tentación de la especulación en los mercados financieros internacionales. Pero más cierto es aún que cometieron el mismo pecado de la búsqueda del máximo beneficio en el menor tiempo posible jugando en el mercado inmobiliario local. “La clave de esta historia es la búsqueda de plusvalías mediante recalificaciones de suelo”, resume el economista y estadístico José Manuel Naredo,:Y lo malo no es eso, sino que en su desaforada carrera por maximizar el beneficio a corto plazo apartaron a un lado al resto de la economía, esa que todos llaman “real” y que ya no está ahí para sacar las castañas del fuego ahora que se la necesita.
“Ese diagnóstico no sólo es cierto, sino objetivable con cifras”, afirma el catedrático de Economía de la Universidad Pompeu Fabra José García Montalvo: en el segundo trimestre de 2008, los créditos al sector industrial sumaban 115.000 millones de euros, mientras que el crédito a las actividades inmobiliarias (sin contar construcción ni hipotecas) alcanzaba los 314.000 millones. “El 60% de toda la capacidad de crédito del país fue succionado por el sector inmobiliario” dice Montalvo con un tono de escándalo en su voz.
Un dato mucho más impresionante aún si se le añaden los 600.000 millones de euros en hipotecas a las familias, y todavía más cuando Montalvo lo coloca en una perspectiva temporal: “En 1997, el crédito al sector industrial era tres veces superior y entonces, éste era un país normal; ahora sólo los 150.000 millones de crédito a la construcción ya superan a la industria”. Y es en esa época de “normalidad” donde hay que buscar el origen de los vientos que han traído estas tempestades.Así lo entiende al menos Julio Rodríguez, una de las primeras víctimas de la hegemonía de las teorías liberales en el Gobierno a principios de la década de los noventa.
El entonces presidente del Banco Hipotecario, que luego se integraría en Argentaria, más tarde fusionada en el actual BBVA, no duda en señalar con el dedo al entonces ministro de Economía socialista Carlos Solchaga: “Su filosofía era liberal, de cuanta menor participación pública en la economía, mejor”.
Para Julio Rodríguez, la responsabilidad va mucho más allá de los gobiernos de turno e, incluso, de los bancos, sin cuyas condiciones financieras la destrucción de buena parte del tejido industrial del país no hubiera sido posible. “La complicidad social ha sido enorme”, afirma, “desde los dueños del suelo, a los promotores, los sindicatos, y, sobre todo, los ayuntamientos”.
El ex presidente del extinto banco Hipotecario los acusa de llegar a echar a empresas de sus municipios para recalificar polígonos industriales como zonas residenciales. Pone el ejemplo de las naves de La Seda y Bosch en la zona industrial madrileña de Alcalá de Henares, recalificadas para levantar torres de pisos. Con él coincide Naredo cuando recuerda que el abandono de la economía real ha llevado por ejemplo “al cierre de 20 cines de barrio en Madrid al son de una ordenanza que permitía su recalificación urbanística”. Rodríguez, que también presidió la caja de ahorros granadina, hoy Caja Granada, va más allá: “La actividad industrial o agrícola se llegó a considerar de inutilidad manifiesta”. Y pone como ejemplo la costa tropical granadina. “El cultivo de la caña de azúcar ha desaparecido de España y en su lugar hay torres de apartamentos”.
Un diagnóstico con el que también está de acuerdo Francisco Villalba, director del Instituto de Análisis Económico de Andalucía, dependiente de la malagueña Unicaja: “Desde los años noventa, todo se ha basado en un sector” dice; se han olvidado otras actividades económicas para centrarse en “un monocultivo” que ha llenado la costa de bloques de apartamentos en un proceso que ha terminado por cargarse la gallina de los huevos de oro. “Se ha depredado la costa y muchas zonas son ahora de dudosa sostenibilidad en el futuro”.La confluencia de intereses inmobiliarios y financieros en España acabó contagiando a todo el sistema económico. Ninguna inversión podía competir a corto plazo con la rentabilidad del ladrillo, con el mensaje de que “podías comprar un piso por 10 y al año siguiente te daban por él 14 y al otro 18”, resume Villalba. “Los incentivos no han funcionado bien”, añade por su parte García Montalbo, “en un proceso en el que los sectores inmobiliario y financiero han tenido éxito en el control de las expectativas y la transmisión de ideas a la opinión pública”. Y, según este economista, la idea tan eficazmente transmitida era que “los precios nominales de las viviendas no podían bajar”. Y así, el ahorro y la inversión se tiraron de cabeza a la piscina.
En este reparto de responsabilidades, García Montalbo cuenta en un libro sobre la crisis que está elaborando los casos concretos de “empresas familiares catalanas de toda la vida, heredadas por nietos o bisnietos del fundador que las liquidaron para meter todo el dinero en la compra de edificios”.
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