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Crisis de valores

El 'crash'financiero ha hecho saltar por los aires siete principios capitales del sistema: libre mercado, propiedad privada, buen gobierno, confianza, globalización, supervisión y regulación

 

VIRGINIA ZAFRA

>> Este artículo forma parte del Especial 'Cómo salir de la crisis ' (en PDF)

Nunca una crisis desencadenó tantas crisis ni de tan profundo calado. Nunca nadie imaginó que unos préstamos mal concedidos (miles, eso sí) podían degenerar en una crisis más severa que la del 29. Nunca una crisis se había expandido tan rápido por el mundo y de una manera tan grave. Nunca una crisis había estado a punto de acabar con el sistema financiero mundial en su conjunto. Nunca una crisis había afectado igual a ricos que a pobres. Nunca antes una crisis había hecho saltar por los aires todos los valores que parecían asentados y válidos para evitar una gran crisis: libre mercado, capitalismo, confianza, buen gobierno, globalización, supervisión y regulación. Siete valores capitales que también están en crisis.

Lo que tiene esta crisis en común con las demás es que, vista con cierta distancia, parece mentira que nadie fuera capaz de predecirla con antelación y, sobre todo, de evitarla. Parece mentira que nadie pusiera el grito el cielo con la estrategia de las hipotecarias estadounidenses de prestar dinero a miles y miles de ciudadanos sin recursos para devolver esas hipotecas (subprime). Parece mentira que hubiera cientos de entidades financieras y fondos de inversión y pensiones en el mundo que estuvieran dispuestos a adquirir esas hipotecas a cambio de determinada rentabilidad sin plantearse qué estaban comprando. Parece mentira que las agencias de calificación de riesgos definieran como valores seguros a unas hipotecas que lo único que tenían de seguro era que sus titulares no iban a poder pagarlas. Parece mentira que los grandes gurús de los bancos estadounidenses y de cualquier rincón del mundo que compraron esos títulos llegaran a creerse que el precio de la vivienda nunca más iba a bajar en Estados Unidos. Parece mentira que los productos financieros fueran tan complicados que, pasados dos años, todavía hay entidades que no saben cuánta basura tienen en sus balances.

Tras la caída de Lehman, la crisis pasó de Wall Street al ciudadano de a pie

La tormenta desatada en estos dos años comenzó de la forma más simple. Alguien tuvo una idea brillante que a poco que se hubiera analizado habría sido descartada: había que conceder hipotecas a diestro y siniestro, y después revenderlas a terceros para tener dinero líquido y poder seguir concediendo más hipotecas.

Esos terceros (que no veían riesgo en la operación porque estaban convencidos de que la vivienda seguiría subiendo siempre) colocaron esos créditos basura a unos cuartos, quintos y sextos (con las comisiones correspondientes que iba cobrando cada intermediario) y acabaron esparciéndolas por todo el mundo sin que nadie se planteara que tenía en su poder unos títulos de dudosa fiabilidad.

Hasta ahí, el negocio parecía perfecto para todos (especialmente para los que ganaban mucho dinero sin asumir riesgos), pero un día falló la primera derivada y todo se vino abajo. El precio de la vivienda empezó a caer en Estados Unidos, las hipotecas basura que se habían repartido por el mundo pasaron a no valer nada y las entidades financieras de todo el mundo se encontraron con grandes agujeros que ni siquiera sabían cuantificar.

Desde la distancia, parece mentira que nadie fuera capaz de predecir el desastre

Esa situación desató una grave crisis de confianza entre ellas que derivó en un problema de liquidez. Al intentar solucionarlo con una ingente inyección de dinero, el Banco Central Europeo y la Reserva Federal de Estados Unidos inauguraron la crisis financiera oficialmente el 8 de agosto de 2007.

Ahí saltó por los aires el primero de los siete valores capitales: la confianza. Los bancos dejaron de fiarse unos de los otros y el sistema financiero mundial empezó a tambalearse. Los préstamos de los bancos centrales suavizaron el problema y prácticamente sustituyeron al libre mercado (otro de los valores que quedó de lado al estallar la crisis). Pero las dificultades se tornaron en hecatombe cuando el Gobierno de Estados Unidos se negó a salvar a Lehman Brothers en septiembre de 2008. En ese momento, la crisis pasó de Wall Street a Main Street (de las alturas de la bolsa al ciudadano de la calle) y hubo varios días en los que existió el riesgo real de que se derrumbaran los bancos como piezas de dominó. Las entidades financieras de todo el mundo (en este caso, la globalización jugó en su contra) habían perdido algo más importante que la confianza entre ellas, habían perdido la confianza de sus clientes particulares, la base de su negocio.

Principio básico

Cuando el Gobierno de George Bush rechazó rescatar al que entonces era el cuarto mayor banco de inversión de Estados Unidos, lo que realmente estaba defendiendo era el capitalismo en sí: que sean los propios mercados y los entes privados los que decidan qué empresas sobreviven y cuáles deben desaparecer. No había por qué salvar a todos los bancos en problemas porque eso suponía admitir que los beneficios de las entidades financieras son privados, mientras que sus pérdidas hay que socializarlas.

Salvar a Lehman Brothers, como poco tiempo antes se había hecho con Freddie Mac y Fannie Mae, era tanto como reconocer que el capitalismo puro no funcionaba en tiempos de crisis. Pero su decisión se demostró tan errónea y de tan aciagas consecuencias que sólo tres días después el Gobierno no tuvo más remedio que aceptar entrar en el capital de la aseguradora AIG, en cuyo salvamento ha desembolsado 182.000 millones de dólares (una séptima parte del PIB español sólo en una entidad). Y dos días más tarde, el presidente de la primera economía del mundo, en la que teóricamente mejor funcionaban los valores de propiedad privada y el libre mercado, abogaba en el Congreso por la intervención pública de los mercados y pedía 700.000 millones de dólares para ayudar a la banca y entrar en su accionariado. Los valores básicos de la economía moderna hacían aguas.

La caída de Lehman Brothers tuvo consecuencias muy negativas desde el primer minuto para millones de inversores y ahorradores de todo el mundo. Ahí empezaron las primeras dudas sobre las bondades de la globalización, otro de los valores capitales del sistema económico mundial. El problema de una gran entidad (que ni siquiera tenía un tamaño descomunal) acabó perjudicando al último ciudadano de cualquier pueblo perdido de España. A punto estuvimos todos de perder nuestros ahorros por culpa de la actuación de las entidades que inventaron y participaron en esa estructura calificada como 'sistema en la sombra'.

El Banco de España no permitió adquirir hipotecas subprime a través de complejos derivados, ni tampoco dejó emitir títulos similares. Ahí demostró que su modelo de supervisión funcionó mejor que la mayoría de los de las grandes economías. En el resto del mundo, esa parte de la supervisión falló. El modelo no era el adecuado y la caída de Lehman Brothers lo demostró. Por eso, una de las primeras medidas que se tomó en Estados Unidos fue dejar en manos de la Reserva Federal algunas de las atribuciones que hasta entonces habían correspondido a la Securities Exchange Comision (SEC), el organismo equivalente a la CNMV española, el mismo que no fue capaz de identificar (ni atisbar siquiera) un fraude tan gigantesco como el de Madoff.

Supervisores

Los supervisores no fueron severos porque tampoco la regulación lo era. La normativa anglosajona, que había conseguido imponerse poco a poco en Europa, llevaba años abogando por la autorregulación. Pese a que tropiezos como el de Enron aconsejaban una normativa más dura, en Estados Unidos se apostó por otra de las derivadas del capitalismo puro: que sean los mercados por sí mismos los que se regulen y tomen las decisiones. Estaban convencidos de que el propio mercado iba a expulsar al que lo hiciera mal. La realidad fue diferente. Las hipotecas subprime y sus derivaciones no podían acabar bien, pero nadie las paró. Al contrario, todos los que pudieron se unieron al carro y se beneficiaron.

 

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