(...) ¿El secreto de Toño Balandros? Y a mí qué me cuenta. Cantaba con el culo, daba pena verlo, sus letras eran penosas. Sólo obtuvo un verdadero éxito en toda su carrera, un auténtico golpe de suerte, pero tampoco supo aprovecharlo. Después de todo, más raro es lo de Julio Iglesias porque ya me dirá usted qué coño le ve la gente a semejante lánguido. Los músicos solemos decir que el éxito es una puta sorda.
Balandros triunfó con una canción muy, muy rara, 'Masticando tomates', y digo rara no sólo por el cambio de acordes y por la progresión armónica, sino porque no era la clásica canción de amor sino un tema que hablaba de un chaval pobre al que había visto en la calle comiéndose un tomate. En seguida, sin saber bien por qué, surgió una leyenda urbana en torno a esa canción, se corrió la voz de que Balandros había ido a la cárcel porque había escrito una crítica encubierta de la dictadura. La letra contaba la historia de Manuel, un niño al que sus padres obligaban a comer tomates, por su bien, y al niño no le gustan los tomates. De inmediato, el público la oyó como una descripción alegórica de la vida bajo la bota de Franco: aburrimiento, opresión, despotismo, arbitrarios castigos. Con su melodía extraña y su estribillo pegadizo, la canción empezó a sonar en la radio justo el día en que Balandros salía de Carabanchel gracias a la amnistía general promulgada tras la muerte del caudillo. En realidad, la compuso en prisión, pero él nunca desmintió la fábula de que había ido a parar a la cárcel por culpa de aquella balada que el régimen había intentado acallar en medio de la larga agonía del tirano. Pamplinas. ¿Quiere saber de qué va esa canción? A Balandros siempre le dieron asco los tomates. Un día vio a un joven mordiendo un tomate en la puerta de la discoteca donde íbamos a actuar. Balandros le preguntó si iba a asistir al concierto y el chico respondió que no tenía dinero, que ese tomate era lo único que había comido en tres días. Balandros lo invitó a cenar antes de la actuación. Un policía de la secreta lo pescó metiéndole mano al crío por debajo de la mesa. ¿Que cómo sé yo todos esos detalles? Joder, porque estaba delante. Yo era el batería del grupo y, cuando la policía lo detuvo, nos llevó a todos a la comisaría. Pues no me cayeron hostias.
Recuerdo que era otoño y que todavía hacía calor. Balandros ingresó en prisión, permaneció allí unos meses y luego lo soltaron como a una paloma, en cuanto el general culminó en la cama su trabajosa agonía de pirámide. Aprovechó la canción que sonaba en la radio de banda sonora para iniciar una gira y firmar un contrato con una discográfica, pero muy pronto la gente se hartó de tomates y Balandros fue aparcado de las emisoras. Aquella absurda balada fue al mismo tiempo su pasaporte a la fama y su epitafio, escrito con décadas de antelación. La suerte nunca volvió a sonreírle y Balandros, que escribió docenas de canciones más, nunca pudo lograr que ninguna otra cayera de pie. Jamás logró desentrañar la alquimia que había surgido espontáneamente de un calentón, una tiranía agonizante y una hortaliza. Aún faltaba mucho para que en España se aceptara la osadía sexual, aquella especie de erotismo barato que él mezclaba con tres o cuatro acordes rancios. La gente quería canciones comprometidas o baladas ñoñas pero no los dos menús mezclados. Era muy difícil conjugar las camisas con chorreras y los pantalones de pana, aunque Balandros lo intentó, una y otra vez, en cuatro discos de larga duración que aparecieron precedidos de su melena esponjosa y su bigote lacio. Pero no caía en la cuenta de que él ya no era un cantante de éxito, que nunca lo había sido, que los gustos del público habían cambiado. No se enteraba de que la gente iba a sus conciertos para mofarse un rato a su costa. No se enteró ni cuando en una gira veraniega, a comienzos de los ochenta, tocamos al aire libre, en una playa de Adra, y nos sacaron del escenario entre entre una lluvia de tomates. Empezaba a cantar cuando un tomatazo le alcanzó en toda la cara. Se quitó las gafas mientras yo me acercaba a ayudarlo temiendo que se le hubieran clavado los cristales. Creo que era la primera vez que lo veía sin gafas. Me sorprendió su mirada inerme, desamparada y estrábica, la mirada de un pequeño animalillo del bosque hambriento e inquieto. Pero lo más raro de todo es que, cuando le pregunté si se encontraba bien, negó con la cabeza. Dijo que no y, al mismo tiempo, me guiñó un ojo (...).
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