Marià de Delàs
Periodista
No esperan convencer a casi nadie y por eso se esfuerzan más bien poco. Se limitan a exhibir poderío. Niegan la mayor y procuran no entrar en concreciones, porque no sienten necesidad alguna de reconocer como propias prácticas irregulares, denunciadas por acusaciones, medios de comunicación, competidores, adversarios o enemigos políticos.
Les da igual lo que piense la ciudadanía no adicta, escandalizada ante la evidencia de que los casos de corrupción se suceden uno tras otro sin que nadie ponga remedio.
Se descalifican mutuamente desde las tribunas parlamentarias en infinidad de ocasiones, se exigen incluso dimisiones, que en rarísimos casos se producen, pero nunca muestran predisposición para acordar un punto y aparte, un momento a partir del cual deje de considerarse posible la acción política como contraprestación de favores económicos y viceversa. Se atreven incluso a quejarse de que se extienda la impresión de que vivimos en una situación de corrupción generalizada, pero es obvio que su negativa a dar explicaciones completas y concretas a cada escándalo erosiona la credibilidad de la población en los dirigentes políticos y en el propio sistema. A ellos parece que les da igual. La desconfianza de gran parte de la sociedad no les hace ni cosquillas.
Una de las cosas que llamaron más la atención del debate parlamentario de este jueves fueron los aplausos. ¿Qué creen que puede pensar la gente normal de unos diputados que aplauden cuando su líder, presidente del gobierno, admite tranquilamente que se equivocó cuando mantuvo la confianza en quién administró el dinero del PP durante 20 años? Cuesta hacerse a la idea ¿verdad? Pues sí, aplaudieron entusiasmados ésta y otras afirmaciones similares.
Mariano Rajoy dijo que 'no le consta que el PP se haya financiado ilegalmente'. Si se expresó así es porque no lo puede negar. Después de lo que hemos visto, no lo puede excluir, evidentemente, pero aun así no habla en concreto de ninguna de las tenebrosas historias que tienen que ver con la gestión del dinero que ha pasado por las manos de dirigentes del Partido Popular. Hayan dicho lo que hayan dicho los jueces, para todo el mundo es evidente que hubo dinero sucio en torno a un montón de casos. ¿Qué sentido tiene que Rajoy, cuando habla de la necesidad de erradicar la corrupción, no recuerde ni remotamente los casos Naseiro y Palop, el tamayazo, la dimisión de Francisco Camps y de su equipo, los negocios de Fabra, la trama Gürtel...? ¿Por qué le ha costado tanto pronunciar el nombre de Bárcenas si de verdad sabía que era un delincuente? ¿Debía ser el primer interesado en denunciarle, no? Pues no.
'No voy a entrar en detalles' contestó hace unos días cuando un periodista logró por fin preguntarle por si había cobrado dinero en efectivo.
El presidente del gobierno parece cada vez más torpe cuando trata de esquivar el escándalo, pero no paga precio alguno, al menos en lo inmediato. Intenta que el caso Bárcenas pase a la historia como tantos otros, sin depuración de responsabilidades. Entre los 'opositores', más allá de la dureza que emplean casi todos para señalar la complicidad del PP con los corruptos, se echan en falta muestras de verdadera disposición para taponar las fuentes de dinero negro, acabar con las licitaciones y remuneraciones amañadas, impedir desvíos de fondos hacia cuentas ocultas, sancionar a los evasores, poner fin a dobles contabilidades...
Si Rubalcaba pretendía ganar credibilidad debía haber mencionado en ese debate, antes de que nadie le dijera nada, algunas cosas de su casa. El caso de los ERE, por ejemplo, aparece como una irregularidad vergonzosa que su partido debía haber hecho imposible. 'Ya que no respeta al Parlamento, respete la inteligencia de los españoles', le dijo a Rajoy. Habría hecho bien Rubalcaba en hablar en primera persona del plural. Hay que respetar la inteligencia de los ciudadanos, sobre todo para darles a entender que se les tiene en cuenta y se asume la necesidad de un acuerdo de verdad para emprender una acción decidida contra la corrupción.
La intervención de Duran Lleida, con sus advertencias a Rajoy, sin mencionar ni de pasada el caso Pallerols, producía vergüenza ajena. Dijo, eso sí, que el debate sobre el caso Bárcenas resultaba 'tremendamente negativo para todos'. Se refería quizás a la exigencia de responsabilidades, porque cuando una sentencia ratificó que su partido se había financiado de forma ilegal, no sólo no dimitió, sino que se presentó como víctima de los corruptos que había tenido como compañeros de filas.
El hilo argumental de Artur Mas en el Parlament de Catalunya, a propósito de los 'indicios' sobre financiación irregular de CDC, con desvío de fondos del caso Palau, también tuvo elementos en común con el de Rajoy ante el Congreso. Ambos se apoyaron en la presunción de inocencia. Reclaman indulgencia hasta que la Justicia se pronuncie y diga si hay algo más que indicios de corrupción, es decir, hechos probados, como si ellos no pudieran disponer de la información fundamental de lo que ocurre en sus partidos. Uno y otro, Rajoy y Mas, salvando las distancias, hablan de la financiación irregular de sus partidos, como algo posible pero ajeno a su conocimiento y a sus respectivas responsabilidades políticas.
De esta manera, con esta actitud, es imposible acabar con la corrupción. Con demasiada frecuencia les hemos oído hablar del tema como si se tratara de una fatalidad o fenómeno inevitable, consustancial con la vida política.
Gentes que buscan dinero fácil seguirán existiendo, pero, chorizos al margen, de lo que se trata es de dificultar hasta el extremo sus actividades y de barrerlas del todo de las instituciones que deseamos democráticas.
El PP exhibe una y otra vez con arrogancia su mayoría absoluta en las Cortes, para exigir silencio ante los escándalos que protagonizan, y dicen que lo hacen en defensa de 'un gran valor', 'la estabilidad política', para 'cumplir el mandato de las urnas' y 'sacar el país de la crisis'.
No intentan convencer a nadie más que a quienes habitualmente les obedecen. Sus palabras tienen el mismo valor que hace dos años, cuando aseguraban que su simple victoria y el cambio de gobierno infundirían la confianza necesaria para emprender la senda del crecimiento. Sólo se dirigen a quienes dócilmente aceptan la extorsión y el intercambio de 'favores' como algo normal. Saben que una parte de la sociedad les teme y asume como inevitables las 'prerrogativas' o 'irregularidades' de los poderosos 'de toda la vida'.
Un organismo del Consejo de Europa, encargado de evaluar el grado de cumplimiento y eficacia de las medidas anti-corrupción, ha dado en los últimos años reiteradas señales de alerta sobre España. En sus informes ha constado la inexistencia de transparencia de las finanzas de los partidos políticos, que éstos no tienen mecanismos eficaces de verdadero control de sus cuentas y que su endeudamiento con los bancos los hace muy vulnerables, porque la corrupción se encuentra dentro y fuera de la Administración.
La impunidad de los corruptos preocupa y molesta a los ciudadanos, porque entre otras cosas a ellos no se les permite saldar sus problemas en el trabajo, con los bancos o con la administración con un 'me equivoqué'. Ven que la corrupción se observa y asume desde lo más alto del aparato gubernamental como un lamentable hecho objetivo, pero nada más. Por eso se mantiene y se reproduce, porque no existe voluntad política de ponerle fin ¿Eso es lo que aplauden sus señorías?
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