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Así viven dos mujeres en una casa de acogida tras salir de prisión: "Tras la puerta de salida estás sola"

'Público' charla con dos mujeres exreclusas sobre el reencuentro con la sociedad tras el encarcelamiento.

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Una mujer exreclusa posa para 'Público'. — FERNANDO SÁNCHEZ

madrid, Actualizado:

"Tras la puerta de salida estás sola. Te dicen una hora y un día y no hay alternativa. Si haces la maleta, bien; si no, pues te vas sin nada, pero te vas igualmente. Puedes acabar muy mal", concluye Maite con la voz entrecortada mientras se limpia los ojos achinados, inundados de alegría y lágrimas. Salió de la cárcel en 2019, con 65 años, y el descanso que se presupone para la tercera edad, en su caso, es una quimera. Ahora trabaja cuidando a una anciana de clase alta cerca de la glorieta de Quevedo en Madrid.

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A juzgar por su pasado y su presente, la historia de Maite se podría resumir como la de una buena persona que ha tomado malas decisiones. La vida puede soltar riendas de una forma muy cruel y despiadada, dejando la esperanza a ras de pavimento y con nebulosa en torno al futuro.

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Maite ingresó en prisión por lo que oficialmente se denomina delito contra la salud pública, pero que en la calle se conoce como tráfico de drogas. Por entonces residía en Colombia y no tenía cómo volver a España, donde su hijo, de 50 años y con esquizofrenia, llevaba cinco meses desparecido. "La primera vez dices que no, la segunda también y la tercera también, pero a la cuarta aceptas", confiesa sobre su viaje como mula, que terminó con ella detenida en el aeropuerto de Madrid. Tres años de cárcel y un proceso de reinserción posterior que le ha llevado a cuidar de una mujer rica: "Siempre me dice que si la plata no brilla, la casa no está limpia –evoca–, pero me sirve para ahorrar y en el futuro poder dedicarme a otra cosa o a tener algún proyecto. Tengo un diploma en estética", dice, más cerca de los setenta que de los sesenta años.

Estas mujeres son las perfiles que atiende la Fundación Padre Garralda, que, mediante la colaboración con la Comunidad de Madrid, intenta paliar situaciones de vulnerabilidad máxima a las que el Estado no llega, ya sea por dejación de funciones o por imposibilidad. De esta forma, da cobijo a mujeres que salen de prisión en diferentes regímenes, desde la condicional hasta el tercer grado. En proceso de reinserción, estas mujeres reciben ayuda económica y un dormitorio en una casa de acogida hasta que estén recuperadas y puedan valerse por sí mismas. 

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Maite cuenta su historia a 'Público'. — FERNANDO SÁNCHEZ

La condena de Maite ya expiró y no rinde cuentas con nadie más que consigo misma. Aunque tiene trabajo y casa –duerme en el mismo hogar de la mujer que cuida–, la fundación le sigue guardando la cama que le ofrecieron nada más salir de prisión. Hasta que ella no tenga un colchón económico y capacidad para esquivar los problemas por sí sola, esa cama seguirá ahí, para tranquilidad de esta cuidadora.

La reinserción es un camino sinuoso que lleva a que el 31% de los presos reincidan una vez vuelven a la calle. El golpe de realidad tras dejar atrás los barrotes, el shock del cambio de vida, puede dar una sensación de desborde que haga caer en los malos hábitos y decisiones que les llevaron a prisión. Las cárceles de España dan refugio a 4.518 mujeres, tan solo el 7,6% de la población reclusa, pero un dato que supone un récord de encarcelamiento femenino en Europa occidental, que ronda el 4,5%. 

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La Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía, en un informe publicado en marzo de 2020 denunciaba que el lugar de las mujeres en prisión destaca por su "precariedad de espacios, menos recursos, talleres sexistas, mayor alejamiento de la familia o violencias machistas específicas del entorno carcelario". Según la valoración de este informe, la mujer sufre una "triple condena: social, personal y penitenciaria".

Madres con hijos

Jaime Garralda, un jesuita español creador de la fundación que lleva su nombre, descubrió en los noventa, tras una visita a prisión, que las mujeres encarceladas cuidan de sus hijos entre rejas. Al poco, trasladó al Ministerio de Interior su preocupación, al quedar pasmado por la posibilidad de que un recién nacido pase sus primeros años de vida encerrado. 

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Chelo Hernández, psicóloga responsable de los programas de Mujer e Infancia, incide en la importancia de estar presentes en las vidas de muchas mujeres, principalmente por el propio funcionamiento de las cárceles: "Las prisiones están pensadas para hombres, no para mujeres. Por eso, para ellas es muy duro, más cuando tienen hijos dentro", asevera.

Es por eso que esta fundación, así como otras con los mismos fines, intercede en situaciones de vulnerabilidad extrema con mujeres que están en proceso de excarcelamiento. Salir de nuevo al mundo, con la brusquedad que eso supone, pero no quedar desamparado para evitar reincidir o hundirse: ese es el objetivo. 

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Amaia: "Acabé en prisión por supuesto atraco a mano armada, cuando lo que hacía era defenderme de abusos y violaciones"

El caso de Maite es algo excepcional, no encaja dentro de los cánones habituales de las mujeres con las que trabaja la Fundación. Sin embargo, el de Amaia (nombre ficticio para salvaguardar la identidad de la mujer) es un ejemplo arquetipo. De 41 años y criada en el madrileño barrio de Peñagrande, ahora reside en Ventilla, a escasos kilómetros de su lugar de origen. La residencia que le da cobijo y que comparte junto a otras tres mujeres pertenece a la fundación. Todas ellas tienen hijas y comparten un truculento pasado, un presente que sienten como un regalo y futuro con horizonte, por primera vez en mucho tiempo. 

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"Yo he sufrido malos tratos, he sido stripper, me he prostituido y acabé condenada a prisión por acumulación de delitos por supuesto atraco a mano armada, cuando en realidad lo que hacía era defenderme de abusos y violaciones. Cuando se produjo el juicio, yo estaba embarazada de siete meses, volver a prostituirme con una hija hubiera sido muy duro, y recuerdo perfectamente que la jueza me dijo que iba a hacerme un regalo". Tras esa extraña promesa, la Justicia condenó a Amaia a diez años de prisión.

Amaia atiende a 'Público' en un bar de Madrid. — FERNANDO SÁNCHEZ

Su perfil y su edad encajan en la media nacional. El INE registró en el año 2014, en España, que el 23,06% de las mujeres reclusas (menos de una cuarta parte) tenían menos de 30 años, y que el 58,2% (casi el 60%) no llegaban a los 40 años

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La crisis de 2008 y un puñado de malas decisiones le llevaron a ejercer la prostitución a Amaia

Tras seis años encerrada, consiguió el tercer grado y, mediante esta organización, una habitación en Madrid. Ahora vive con su hija una vida normal, que aún no termina de creerse que por fin haya llegado. Acostumbrada a una década de infarto, con su particular caída a los infiernos, no puede evitar sonreír cuando al contar cómo es un día en su vida, hable de madrugar para llevar a su hija al colegio u organizar un día en el parque. La rutina, lo aburrido, se percibe de otra manera cuando las palabras salen de su boca. 

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"Mi hija nació mientras yo estaba en la cárcel. Es un alivio estar fuera, porque vivir con tu hija en prisión es una presión constante. Ahora, si salimos es al Burger King, al Parque de Atracciones o al Acuario. Siempre tienes esa carencia, crees que le debes algo. Siento que tengo una deuda pendiente con ella y la acabo mimando demasiado", asegura esta mujer. 

La casa en la que vive, según su propia descripción, la cual provoca que se le ilumine la mirada, consta de cuatro habitaciones, con un salón "lleno de libros y DVD". "Es un entorno guay", confiesa alegre, mientras reconoce que vivir en compañía hace la conciliación laboral mucho más llevadera. 

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Mientras relata su historia entre el algarabío de un bar cercano a su nuevo hogar, desnuda sus miedos y confiesa sentirse incapaz en algunos momentos de lidiar con la vida: "Hay cosas que dan mucho vértigo, que me veo inútil, porque no se cómo abarcarlas. Después de seis años en la cárcel, salir y encima tener una niña, hay cuestiones que no sé ni cómo empezar a resolverlas", dice sobre buscar trabajo, sobre adaptarse a las tecnologías, y a conciliar un trabajo y la crianza de su hija. 

Amaia es consciente de que vivir en una casa de acogida no es una alternativa duradera, pero reconoce el impulso para recuperar la normalidad. Ella llegó a tener un sueldo de 1.500 euros mensuales en la hostelería, pero, según dice, la crisis de 2008 y un puñado de malas decisiones le llevaron a ejercer la prostitución. En ese proceso de reinserción, la fundación establece objetivos de emancipación económica y personal que en algún momento supondrán el final de las ayudas para que Amaia se lo monte por su cuenta. 

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Su mayor problema es la pulsera que lleva puesta, que indica dónde está y que le obliga a estar en casa a las 23.00 horas. Hasta entonces, su vida se mueve al ritmo de la los demás. "Además, ahora con el toque de queda hay que estar en casa a las 22.00, así que eso ahora no se nota", sonríe. 

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