La sombra del terrorismo sobre el viajero de Marruecos
Más de controles, menos turismo, preocupación por la subsistencia que desata críticas a media voz sobre la corrupción y la falta de oportunidades en el país magrebí
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Seis controles de policía en menos de 200 kilómetros. Un control de cada 30 kilómetros aproximadamente. Paran el vehículo, de dónde viene, de Marrakesh, de dónde vienen los ocupantes, de España, de dónde de España, de Barcelona. Y adónde van. A Zagora. Bien, sigan.
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Al mando del volante y de la situación, nuestro chófer, Mohamed, responde a las preguntas del agente sin vacilar. Hablan en árabe marroquí, claro. Solo la repetición de las palabras “Marrakech, España, Barcelona, Zagora” me permite trazar la sucesión lógica que dé sentido a un idioma tan opaco a oídos extranjeros.
Las preguntas continúan, a veces. A dónde de Zagora van. Dónde se alojarán. Cómo se llama el propietario del establecimiento. Esto es el propio Mohamed quién lo traduce, cuando el puesto de control se pierde en el retrovisor. Quita importancia a cada interrogatorio mientras vuelve a entregarse a la carretera – estrecha. Cómo iba a saber yo responder a esas preguntas. Se dirigiría a usted en francés, dice. Pero y cómo iba a saber cómo se llama el propietario del negocio. Mohamed ríe. Eso es lo que vale él, claro. Apoyado a sus anchas entre la ventanilla bajada y el volante, murmura algo que quiere ser medio- tranquilizador y aspira profundamente el polvo del aire.
Hace apenas unos días de los atentados terroristas en Catalunya. En cuanto Mohamed ha sabido que veníamos de Barcelona, nos ha dado el pésame y ha condenado el acto. Once de los doce terroristas vinculados a la célula que actuó en Barcelona y Cambrils eran marroquíes, y el otro era español de origen marroquí. Nadie ha sacado a colación ese dato, pero mientras esperamos para pasar otro control de pasaportes en la carretera, Mohamed asegura que la policía marroquí es “muy eficiente”, que “coopera mucho con la policía española” y que “ha atrapado a muchas personas que preparaban ataques” en lo que va de año, aunque “estos controles son más bien para pillar a los inmigrantes ilegales que vienen de Argelia o de más al sur. Ya sabes, Marruecos es la puerta de salida de África”, se encoge de hombros.
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Nos encontramos en la provincia de Ouarzazate, en la ruta de Marrakech a Zagora, la llamada puerta del desierto. En esta carretera, otrora repleta de turistas, circulamos despacio no porque haya tráfico, sino por lo accidentado de la vía, de curvas, sin arcén, y que en algunos tramos hace dudar si hay espacio para que dos vehículos grandes se crucen.
Sin llegar al extremo de la vecina Túnez, con sus complejos hoteleros de todo incluido a pie de playa, Marruecos estaba ampliamente preparado para recibir al turismo. Rabat, Casablanca, Fez, Essaouira, Meknès, Marrakech… el Atlas, el Sáhara. Las medinas y los enclaves naturales cuentan con infraestructuras y múltiples guías locales, algunos que trabajan como freelance o por agencias, otros que se han adjudicado el título a sí mismos.
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El Gran Atlas va quedando atrás. Llegamos a Aït Ben Haddou, un pueblo de casas de adobe rodeados de altas murallas, el ksar, un tipo tradicional de arquitectura marroquí pre sahariana, y declarado patrimonio mundial de la UNESCO. Los candidatos a guía local compiten por ver quién hace más generaciones que vive allí. Alguien ha dicho nueve. Otro asegura que diecisiete y porque se perdió la cuenta. Saben que no hay trabajo para todos. Y su subsistencia depende de que salga la cuenta.
El gobierno marroquí saca pecho con los 10,3 millones de turistas que acogió el país en 2016. Pero menos de la mitad, 5,1 millones eran extranjeros. Y es que basta rascar un poco para que las estadísticas se tambaleen. En teoría, el turismo ha aumentado un 1,5% respecto a 2015, pero esto se debe casi exclusivamente gracias a los marroquíes residentes en el extranjero, que visitaron su país de origen (+4% respecto al año anterior). Sin embargo, el turista extranjero, disminuyó (-0,9%).
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Con todo, las estadísticas palian la caída del turismo. Esta distinción entre el marroquí residente en el extranjero y el verdadero turista extranjero solo se hace al final de la suma de países, y no se especifica en cada caso. Por lo tanto, cuando el ministerio contabiliza 3,2 millones de “llegadas” de Francia y 2,3 “llegadas” de España, no hay forma de saber cuántas de esas personas son realmente turistas ni, por tanto, cuánto ha bajado en realidad el turismo de estos países. Y el problema no es de falta de datos, puesto que aduanas requiere a todo viajero que rellene un formulario con ambos datos.
El norte de África cambió irrevocablemente después de que las mal-englobadas primaveras árabes sacudieran la región entre 2010 y 2013, cada revolución a su tiempo y a su proceso. El turismo fue uno de los indicadores preferidos para ilustrar la distancia que tomó Europa. Y cuando apenas regresaba la “estabilidad” – de nuevo un concepto laxo para diferentes transiciones ralentidas, estancadas o acalladas – y el turista volvía a aventurarse en el norte del continente africano, una oleada de atentados pareció pillar a las metrópolis europeas por sorpresa. Antes de Barcelona fueron Niza y París, Estocolmo, Berlín, Londres. En 2015 la llegada de extranjeros cayó en Marruecos un 5,1% y en 2014, un 7,2%, un desplome que ni el turismo nacional fue capaz de camuflar.
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Estos desajustes se pueden apreciar en el número de pernoctaciones. Desde 2010, las pernoctaciones han caído un 22% en el caso de Francia y un 16% para España. Bien puede ser que los turistas pasen menos tiempo en el país, que en lugar de hacer ruta, se limiten a un fin de semana en Marrakech. Pero incluso esa posibilidad pierde fuerza cuando vemos que frente a las 2,6 millones de personas que entraron en Marruecos procedentes de España en 2016, se realizaron 605.585 pernoctaciones, englobando alojamientos de todo tipo. Es decir, que en caso de que cada visitante solo durmiera una noche en el país, aún faltaría por saber dónde pasaron la noche los otros 2 millones de personas.
La consecuencia innegable es que los ingresos provenientes
Mohamed no cree que sea para tanto. “Después de todo el jaleo que hubo en Túnez o en Egipto en 2011, 2013, la gente se asustó y dejó de ir a esos sitios. Están vacíos. Porque en vez de ir allí, los extranjeros vienen aquí, a Marruecos. Saben que este es un país seguro. Con el rey estamos seguros”, dice, rotundo. “Si tú trabajas bien no te faltará trabajo. Es cierto que los sueldos son bajos (unos 200€/ mes). Pero el cliente paga por un servicio y yo, además, le doy un trato especial. Así acabamos de redondear”, sonríe pícaro, y confiesa que en su bolsillo entra la misma cantidad en concepto de salario que en propinas. Señala a su izquierda, estamos atravesando el mayor palmeral del país, con dos millones de palmeras. Nos ha comprado una caja de un kilo de dátiles.
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Said estudió. No determina ni el qué ni cuánto. La escolarización no es obligatoria en Marruecos. Porque no hay educación pública gratuita. Las familias berebers, el grupo étnico autóctono de África del Norte, suelen ser muy numerosas. Las que se lo pueden permitir mandan a uno o dos de sus hijos al colegio durante uno o dos años, para que aprendan a leer, escribir y cálculo básico. Y si tienen suerte, francés. La tasa de analfabetismo es del 30%.
Pero Said mantiene una conversación de una hora en español. Sus idiomas maternos son el árabe y el berebere. Marruecos es el país con más población bereber del mundo: unos 20 millones, la mitad de sus habitantes, y se calcula que el 80% de los marroquíes tienen raíces bereberes. Además del francés, el chico de 26 años es fluido en inglés, y asegura saber decir “hola” y “te quiero” en 14 lenguas. ¿Dónde has aprendido todo eso? “Aquí, en la casa”. Se refiere a “enseñando su casa a turistas” para que vean cómo es por dentro una típica vivienda bereber. Esa es la principal fuente de ingresos de la familia, junto con la venta de abalorios.
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Sentado en la tetería que hay al volver el camino, se une al pésame por los atentados. A lo largo de la ruta han sido muchos los anónimos que lo han hecho. “Atentados como el de Barcelona nos hacen mal a todos”, se entristece. Musulmán practicante, cumple con sus cinco oraciones y espera casarse pronto, aunque solo con la mujer a la que ame. Atrás queda la generación de su abuelo, que tuvo tres esposas.
Said sabe del mundo más allá de la geografía y de fútbol más allá de la tele que no tiene. ¿Su truco? Superado el trámite de enseñar su “casa típica”, se sienta justo aquí, a tomar el té con los pocos viajeros que ahora vienen. Les hace preguntas. Toma notas. Quiere aprender catalán ahora. La alineación del Barça ya se la sabe. Hace preguntas y también es generoso respondiéndolas. Ríe, sueña en voz alta. Y hasta cuando lamenta lo que parece que no vaya a poder hacer, parece que simplemente suelte al aire un deseo, como si soplara las velas de un pastel imaginario.
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El que sí hizo realidad esos sueños de ultramar fue Karim. Él es de los que distorsionan las estadísticas del Ministerio. Uno de tantos, de los que se fueron y llegaron. Consiguieron un trabajo, regularizar su estado migratorio. Residente en Lile, al norte de Francia, desde hace más de una década, trabaja en una gran empresa de telefonía y es DJ y diseñador gráfico en su tiempo libre (lo confiesa al alabar su camiseta). Ahora está en su viaje anual a Oujda para pasar un tiempo con su familia y, de paso, aprovecha para hacer un poco de aventura en solitario, una incursión al Sahara por unos días.
Ya hemos llegado a Zagora, puerta del desierto, y nos adentramos a través de un pedregal que poco a poco va dejando paso a la arena. Incluso los que viajan solos son juntados en un campamento de haimas. Allí hay comida, agua. También cojines sobre los que recostarse y bongos en los que tocar música, que es el idioma más internacional. Y hablar mirando las estrellas, que ayudan a hacer confesiones para las que raramente se reúne el valor de hacer mirando a los ojos.
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Quizá por lo avanzado de la noche, quizá animado porque de las siete personas que quedan despiertas, más de la mitad son marroquíes, Omar, bereber del Sáhara, se siente lo suficientemente cómodo para hablar. “El problema no es solo que la educación no sea gratuita. El problema es que no hay escuelas. Solo hay en las grandes ciudades”, protesta. Por eso, sus padres decidieron abandonar su lugar natal con sus nueve hijos, después de tantas generaciones, para ir a vivir cerca de Zagora. Lo narra en un francés inmaculado.
“Yo tuve suerte. Pero hay gente en el sur que vive a 100 kilómetros de la escuela más cercana”, insiste. Y allí adonde no llega la educación reglada, solo las madrazas, escuelas coránicas, combaten el analfabetismo enseñando a leer las sagradas escrituras. “Y lo mismo sucede con los hospitales. Con carreteras por donde puedes ir a un máximo de 50km/h, para cuando has llegado, ya se ha muerto el enfermo en el coche (las ambulancias ni siquiera suelen llegar).
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“Hace unos años vino el rey aquí al sur y prometió que construiría escuelas y hospitales. Palabras, solo palabras… Hasta la fecha, ni una”. Fue en el 2001. Mohamed VI tampoco ha vuelto a hacer una visita oficial al sur. “Es cierto que están haciendo obras en la carretera para mejorar los accesos, pero de eso ya hace cinco años y no parece que tengan prisa por terminarlo”. Se refiere al Col de Tichka, a 2.200m de altitud, que hemos pasado durante nuestra travesía, uno de esos puntos negros donde los accidentes son múltiples, aunque no se contabilizan.
“Así es normal que la gente haga lo posible por no pagar impuestos. La pregunta más importante es ‘¿Adónde va a parar nuestro dinero?’”, lanza un interrogante que no queda claro si era retórico. Karim se lo toma al vuelo. “Corrupción hay en todos los países del mundo” responde como si quisiera consolarlo. “Pero la de Marruecos, esa es una corrupción excepcional”, sentencia Omar.
Con todo, Omar se considera un afortunado. Dice de sí mismo que es “polivalente”. De su trabajo en la agencia de turismo, además de las charlas a media voz, lo que más disfruta es meterse por las dunas en 4x4 y ese nuevo aparato que se ha puesto de moda, una especie de bicicleta con esquíes en lugar de ruedas, para deslizarse por las dunas gigantes. De repente parece encontrar de gran importancia que entendamos cómo es exactamente este juguete del renacimiento, como si usando un montón de palabras para describirlo pudiera hacer que la conversación que acabamos de tener quede enterrada en el olvido. “Esta clase de actividades son buenas para los jóvenes de aquí. Qué podemos hacer sino distraernos”, se justifica.