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MADRID.- Hasta hace muy poco, Babu y su familia vivían con unas tres mil rupias indias al mes, lo que vienen siendo poco más de cuarenta euros. Es el dinero que su padre, Chanappa, un agricultor que cultiva tierras de otros, lleva a casa, mientras que su madre, Obulamma, se encarga de las labores del hogar.
Es el cuadro habitual en el distrito de Anantapur (al sur de la India), uno de los lugares más pobres del planeta.
Desde hace cinco años, sin embargo, la Fundación Vicente Ferrer da una oportunidad a varias decenas de niños de integrarse en su academia de fútbol, al proporcionarles una residencia, pagarles los estudios, la alimentación y otras necesidades de mayor o menor calado. Una ocasión de prosperar que seguramente jamás habrían tenido en su vida.
“Los pueblos son auténticos descampados y la población es muy pobre. Es una zona muy rural que vive de la agricultura, cuando puede”, describe Miquel Lladó, que puso en marcha su proyecto en septiembre de 2014, tras visitar la zona por un campus solidario de verano del Sant Cugat, el equipo en el que estaba entonces. Su sueño era dedicarse al fútbol formativo y en España es complicado vivir de ello. “Aquí puedo”, dice satisfecho por Skype desde Anantapur.
En la India, el críquet es el deporte rey, así que, pese a las aparentes ventajas que la organización llevaba a los poblados, tuvieron que hacer una labor previa de darles a conocer el fútbol. “Fue fácil convencerlos”, afirma Lladó, de veintisiete años. Lo que no resultó tan sencillo fue enseñarles a dar patadas al balón. No sólo por la escasa tradición en aquel lado del mundo, sino también porque tampoco han dispuesto hasta ahora de medios o métodos de aprendizaje. “No tienen acceso a televisiones, así que no lo han visto. Tienen poca cultura de fútbol”.
Comenzaron a introducirles en la práctica en 2006 y hace dos años montaron una liga rural en la que participa una veintena de poblados. “Por entonces, se daba la circunstancia de que teníamos buenas infraestructuras e instalaciones, pero no había niños que jugasen”. En 2011 montaron la Anantapur Sports Academy, para que los que más habilidad habían demostrado pudieran desarrollarla de manera supervisada. Tres años después, decidieron que a ésta accedieran sólo los chavales que participaran en la liga. Es el premio para ellos. Una oportunidad única en la vida.
“Los niños no se plantean tanto como los adultos por qué viven en esas condiciones de pobreza. De momento, si pueden participar en esta competición, están contentísimos porque así pueden darle algo de sentido a las cosas”. Actualmente, más de dos mil niños y niñas de entre trece y veinte años juegan en la liga, mientras que en la academia dan cabida a más de setenta. Los equipos que se forman en este centro disputan a su vez una competición frente a otras academias del país. En la de la Fundación Vicente Ferrer siguen un plan específico de entrenamientos, que llevan a cabo por las mañanas y por las tardes, antes y después del colegio.
Son las seis y media de la tarde en Anantapur, y Babu y Muthu acaban de llegar de la escuela. Ya van vestidos con la indumentaria de la academia, esto es, una camiseta roja con ribetes negros y sus iniciales bordadas. Babu, que cuenta once años, es muy risueño. Se ríe y dice que es su primera entrevista. Pregunta para qué medio es y de qué país. Asegura que en el centro de la Fundación Vicente Ferrer ha aprendido de fútbol y ha hecho muchos amigos. “También me gusta estudiar”, señala con un batiburrillo de tegulu (la lengua de la región) y algunas palabras en inglés, puesto que ahora tienen una profesora que les enseña el idioma.
“Aquí he aprendido que, con tanta pobreza, la educación es muy importante”, admite Lladó. Una vez entrado de lleno en el proyecto, en el día a día, apenas le da tiempo a asumir las miserias que le rodean. “Al final, ya no tienes ni capacidad para pensar que se pueden cambiar las cosas. Entras en una espiral de una forma de ver las cosas que no te permite progresar”.
Muthu, de dieciséis años y algo tímido, es uno de los veteranos de la academia, ya que entró el mismo año que abrió sus puertas. Entonces, apenas sabía desempeñarse con el balón. Ahora ha aprendido tanto que las pocas veces que regresa a su pueblo trata de enseñar a los chavales. “Allí juegan de forma muy alocada. Yo intento que lo hagan de manera más organizada”, explica. Cuenta que en su pueblo, en la región de Bathalapalli, era feliz, pese a que su padre, que era agricultor, murió en 2012 de un ataque al corazón. Una situación que, según explica Miquel, es bastante frecuente por la ínfima seguridad laboral y cobertura sanitaria. “Solemos encontrarnos con niños que tienen familias muy desestructuradas”. Ahora es su madre la que lleva el pan a casa, al trabajar en las tierras de su abuelo plantando semillas y hortalizas para comercializar.
Una situación terrible a la que también se ha tenido que enfrentar Ananda, de veinte años y entrenador de los más pequeños. En 2013, su padre, que era agricultor, falleció. Su madre es propietaria de un pequeño local de comidas al pie de una carretera y cada día saca unos dos euros.
“Los que han conseguido entrar en la academia tienen suerte porque se encuentran en una situación muy ventajosa en comparación con la mayoría de lugares del distrito. Son niños dejados de la mano de Dios a los que, de repente, se les da comida, alojamiento y otras necesidades”, asegura Miquel, que se encuentra coordinando los últimos preparativos para el debut de sus chicos. Este fin de semana se estrenan en la liga y lo más importante no será el resultado. “Aunque ahora ya saben a lo que juegan. Si van creciendo a nivel personal, en algún momento querrán ganar, porque no desearán sentirse menos que nadie”.
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