Galicia
Antes de la revolución, el lugar era sobre todo famoso por sus ruinas romanas y bizantinas, patrimonio cultural de la UNESCO. Ahora los turistas ya no las visitan. El lugar es demasiado peligroso para una excursión. Hace unos años, una pareja de extranjeros apareció degollada en sus cercanías sobre las toallas que habían llevado para hacer un picnic. Como en casi toda Libia, la inseguridad es total. Las milicias islamistas, las de las tribus, o los simples criminales, se mueven por la zona con entera libertad. Durante un tiempo, mismo el Estado Islámico logró hacerse fuerte en esta zona. En estos tiempos, más que el impresionante teatro romano de las ruinas de Sabratha, el espectáculo es lo que se ve desde él: todas las noches el horizonte se ilumina con las luces de docenas de embarcaciones que cargan gasolina y diésel de contrabando. Luego zarpan camino de Grecia, de Malta y de Italia, donde la mafia siciliana se encarga de la distribución. Es un negocio que mueve unos 10 millones de euros, diariamente.
La gasolina no es el único contrabando que sale de Sabratha. Por el día, en las playas aparecen carreteras de objetos de todas clases: peines, flotadores, maletas, botellas, zapatos, mantas... Es otra arqueología, la de los emigrantes ilegales, no tan distinta en su lenguaje fragmentario de la de las ruinas de Sabratha. Este sector de la costa que va hasta Zawiya es el epicentro de la industria del tráfico de personas. El año pasado casi 200.000 inmigrantes consiguieron llegar a espaldas italianas partiendo de aquí. Por lo menos 5.000 murieron ahogados, y en las playas de Sabratha y Zawiya también es habitual ver los cuerpos devueltos por el mar, empapados en la gasolina de contrabando y el petróleo que manchan el mar en esta costa.
En realidad, Libia nunca se recuperó de la revolución de 2011 contra Gadafi. Si el conflicto finalizó en noviembre de aquel año, en enero del año siguiente ya comenzaban los primeros tiroteos entre los vencedores. Las milicias se negaron a desarmarse, resurgió la lógica geográfica de la secesión, reaparecieron los conflictos étnicos en el sur del país entre árabes, tuareg y tubu. Mala conocedora de la realidad libia, la comunidad internacional se tranquilizó cuando se pudo elegir un parlamento en julio de 2012, pero en realidad el país se estaba desintegrando rápidamente en un caos armado a lo que el espíritu de la revolución no hizo más que añadir nuevas rivalidades. Cuando unas segundas elecciones en 2014 dieron el triunfo a otras facciones, el parlamento saliente se negó a reconocer el parlamento entrante. Amanecer Libio, una coalición de milicias islamistas aliadas a las de la ciudad de Misrata, aprovechó para dar un golpe de estado y hacerse con el control de Trípoli, la capital. Casi simultáneamente, con lo que quedaba del ejército regular libio, el general Khalifa Haftar daba otro golpe de estado en Cirenaica, en el otro límite del país, para oponerse a la toma del poder de los islamistas. El país quedó, efectivamente, dividido en dos.
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Los diputados del parlamento legítimo decidieron entonces ponerse bajo la protección de Haftar en Tobruk. Pero Tobruk, un puerto importante pero una ciudad pequeña, no contaba con alojamiento para tanta gente; así que los diputados tuvieron que instalarse con las familias en un crucero turístico griego alquilado, el Elyros. Era también una preparación prudente para lo peor: si las milicias se acercaban demasiado, el Elyros no tenía más que soltar amarras y ponerse a salvo en un puerto extranjero. Pero la imagen de un parlamento y un gobierno a bordo de un barco de prestado, unido a la tierra únicamente por las amarras, era una de esas metáforas que lo dicen todo. Celebrando consejos de ministros en la cafetería, mientras los camareros griegos uniformados servían refrescos a las mujeres de los diputados y los niños jugaban a perseguirse por los corredores del barco, el Elyros era una imagen simbólica, el emblema de un país a la deriva.
Era inevitable que este vacío de autoridad lo aprovechara el Estado Islámico. En octubre de 2014 ya tenía una base en Derna, muy cerca de Tobruk y su gobierno flotante. En febrero del año siguiente se hizo con Sirte, la localidad natal de Gadafi. Fue entonces cuando aparecieron por Sabratha, la ciudad de las ruinas. Cuando los norteamericanos bombardearon su cuartel general allí, matando a más de cuarenta de sus operativos, en los bolsillos de los cuerpos aparecieron documentos que los identificaban como tunecinos. Esto quería decir que el Estado islámico no solo tenía bases en Libia sino que estaba a punto de desestabilizar el vecino Túnez. Y aun así las alarmas de la comunidad internacional no saltaron hasta que los yihadistas se apoderaron de Ras Lanuf, el principal centro petrolífero del este de Libia. La realidad era que la comunidad internacional había reconocido inicialmente al parlamento de Tobruk como el único legítimo, pero su asociación con el general Haftar complicaba las cosas.
En principio, Haftar tiene el perfil perfecto para recibir el apoyo de Occidente en su empresa por reconquistar el país: antiguo jefe militar de Gadafi caído en desgracia y exiliado durante años en los Estados Unidos, laico, anti-islamista... Haftar mismo trabajó durante un tiempo para la CIA −de hecho, vivía a pocos kilómetros de la central, en Langley, Virxinia−. Pero el general cuenta con el apoyo de Rusia, que lo está armando a través de Egipto. Como en Siria, la nueva guerra fría con Rusia pesa más que la confrontación global contra el yihadismo. Así que Occidente optó por cambiar de protegido y apoyar el gobierno de Trípoli y sus milicias islamistas del Amanecer Libio a cambio de que se enfrentaran al Estado Islámico. Esta campaña contra el Estado Islámico no fue bien. Algunas de las organizaciones de Amanecer Libio simpatizaban abiertamente con el enemigo, otras, como las procedentes de la ciudad de Misrata, parecían más interesadas en hacerse con el control del petróleo de esta región que en derrotar a los yihadistas. En cambio, las fuerzas del general Haftar, avanzando también contra el Estado Islámico en la otra dirección, fueron ganando terreno.
La comunidad internacional se decidió entonces por una táctica diferente. Se hizo que la ONU nombrara un «gobierno de unidad nacional» que recibió de contado el reconocimiento internacional. La idea era que los otros dos ejecutivos y parlamentos, el de Trípoli y el de Tobruk, se disolvieran y le permitieran gobernar. Convencer al de Trípoli fue difícil, pero al final la cosa se resolvió con dinero. El parlamento de Tobruk, en cambio, prefirió seguir poniendo sus esperanzas en el general Haftar. La apuesta les resultó bien a los inquilinos del Elyros. Con la ayuda rusa, egipcia y de los Emiratos Árabes Unidos, las fuerzas de Haftar se fueron haciendo, una por una, con todas las localidades de la costa de Cirenaica que estaban en poder de las distintas facciones islamistas. En septiembre del año pasado, ya controlaban todas las terminales petroleras del este libio.
Mientras tanto, el gobierno de unidad sostenido por la comunidad internacional tenía dificultades mismo para establecerse con seguridad en su capital, donde las milicias de Amanecer Libio lo ignoraban o lo amenazaban. Al final, su presidente, Fayez Serraj, no tuvo más remedio que buscar refugio en una base naval cerca de Trípoli, de donde no sale más que para viajar al extranjero. Últimamente, parece que la comunidad internacional se rindió a la evidencia de que su idea no está funcionando. El resultado es que Serraj se vio obligado a negociar con el general Haftar. Los dos se reunieron en febrero de 2017 en el Cairo. Que el anfitrión fuera un aliado de Haftar es revelador.
De momento, el único acuerdo entre las partes es la reunificación de NOC, la compañía petrolera libia, que había dividido sus lealtades entre los dos gobiernos. A Haftar se le ofrece un papel prominente en un hipotético gobierno de unidad, quizás el control del ejército... En marzo aún no se había encontrado la fórmula. El Elyros hace tiempo que zarpó de Tobruk y vuelve a llevar turistas entre Italia y Grecia. En su lugar hay ahora un gigantesco portaaviones ruso, el Almirante Kuznetsov. Pero, aunque claro está que un gobierno de unidad le daría estabilidad al país, este conflicto institucional está muy lejos de ser el único en Libia. Se podría decir mismo que no es el más importante. Ni siquiera el histórico enfrentamiento geográfico entre este y oeste, entre Cirenaica y Tripolitania, es la razón de todo.
Libia es un mosaico de rivalidades, un ejemplo extremo de diversidad hostil, a niveles a veces obvios y a veces sutiles. Por ejemplo, la feroz guerra entre la ciudad de Misrata y los árabes de las montañas de Nafusa reproduce un conflicto clásico entre costa e interior. En cambio, los enfrentamientos entre esos mismos árabes de Nafusa y sus vecinos amazigh (bereberes) es étnica y determinó que los amazigh se unieran a las milicias de Misrata. Pongamos Cirenaica: la rebeldía inicial de Derna y Bengasi frente al general Haftar tenía una apariencia ideológica −son bastiones islamistas− pero un fondo demográfico: estas localidades costeras tienen poblaciones originarias en gran parte, precisamente, de Misrata y Trípoli, sobre todo en los barrios occidentales, que fueron los que más resistencia ofrecieron cuando Haftar los conquistó.
Si en Tripolitania el localismo explica muchas cosas, en Cirenaica la clave secreta es muchas veces el tribalismo, que en esa parte del país sigue siendo muy fuerte. El triunfo de Haftar en esta región se debe mucho al apoyo de la tribu de los warshefana, de los obeidat y sobre todo de los warfalla, la más numerosa de Libia. Prueba de que en la formación de las alianzas la ideología es secundaria, los qadhadhfa, la tribu de Gadafi, también eligieron el bando de este general exiliado por el dictador. El primer éxito de Haftar, la toma de Ajdabiya, se vio facilitado por el hecho de que su tribu era originaria de esta ciudad; pero para hacerse con su control tuvo que prometer que no desplegaría allí soldados pertenecientes a otras tribus. El peso de la geografía sobre el conflicto libio puede verse aún con más claridad en la tercera pieza del rompecabezas: El Fezzan, la vasta región desértica del sudoeste. Allí, los viejos canales abandonados, excavados en la caliza hace más de dos mil años, son el testimonio silencioso de que este fue en la Antigüedad la cuna de la civilización de los garamantes, que desarrolló una cultura sofisticada y comerciaba con los romanos, hasta que el Sáhara la devoró.
Hoy solo la parte norte del Fezzan está habitada de forma permanente, el resto es hamada (un terreno pedregoso) y arena que solo sostienen pequeños grupos semi-nómadas de tuareg, árabes y tubu. Pero una cosa sigue siendo igual que en los dorados siglos de la Antigüedad: el Fezzan es una autopista que une el Sahel y la África subsahariana con Europa. Si en el pasado la recorría el oro de Malí, hoy es el camino de la droga y las armas; por donde antes se conducían esclavos se conducen hoy emigrantes del Golfo de Guinea. Las fronteras de Argelia, Níger y Chad forman una línea de 5.000 kilómetros casi imposibles de controlar. El contrabando, en todas sus variantes, supone el 70 por ciento de la economía del Fezzan. El Fezzan es otro país, otro mundo, otra política. Allí el conflicto no es localista, porque no hay territorio que poseer, solo una asfixiante extensión de piedras y arena. Tampoco puede ser un conflicto tribal, porque el odio es entre etnias. Y, sobre todo, no es un conflicto ideológico. Aunque el Estado Islámico, y sobre todo al-Qaida, lograron poner el pie en el Fezzan, no fue más que otro síntoma de la impunidad.
Allí la lucha es primaria, por los recursos. Los tuareg, los árabes y los tubu nilóticos compiten por el transporte del tabaco, del cannabis, la cocaína, las personas, las armas... Mismo el uranio. Las disputas llevan provocados cientos de muertos desde que finalizó la revuelta contra Gadafi. De hecho, en un solo incidente en el Fezzan en marzo de 2012, murió más gente que en toda la revolución anti-gadafista. Normalmente, a la violencia sigue la cooperación. Hostilidad y simbiosis son dos caras de la misma moneda, una forma de organizar y reorganizar constantemente el reparto. La ciudad más importante del Fezzan es Sabha, un oasis en el que viven unas 100.000 personas. En este lugar perdido era donde Gadafi pretendía fabricar una bomba atómica. Era allí donde, en la década de 1980, los rusos hacían pruebas para su programa espacial. Ahora es donde confluyen las dos grandes rutas del tráfico de personas, la que viene por el este de Sudán y la que viene por el oeste del Golfo de Guinea. En cierto modo, con esto Sabha no hace así más que recuperar su vieja condición de centro del comercio de las caravanas que tenía hace siglos. Sabha está poblada por árabes, tuaregs y tubu.
Los árabes, todos de la tribu Awlad Suleiman, viven en los barrios del norte y tienen buenas relaciones con los islamistas y el gobierno de Trípoli. El ayuntamiento está en sus manos, por lo que también tienen la propiedad de todas las gasolineras. La gasolina es muy barata en Libia; no solo porque se produce allí sino porque además está fuertemente subvencionada desde la época de Gadafi. Igual que sucede en la costa, esto dio lugar a un rentable contrabando, en este caso hacia las vecinas Níger y Chad. La infraestructura del negocio de la gasolina fue la que puso las bases del negocio, en dirección contraria, de los inmigrantes. Este tráfico de personas, en cambio, está ya en manos de los tuareg y los tubu, que viven en los barrios del sur de la ciudad. Ellos traen la mercancía humana y se la entregan a los Awlad Suleiman. Gracias a sus contactos con el gobierno de Trípoli, estos les facilitan el camino hasta la costa.
Es siguiendo ese camino como llegamos al punto de partida: las ruinas de Sabratha. En esta costa, tanto el contrabando de gasolina como el de los emigrantes son negocios que están ahora en manos de la tribu Abu Hamyra, una de las más importantes en el oeste de Libia. Ellos son los amos de la vecina ciudad de Az-Zawiya, donde los traficantes se pasean con carros de combate por las calles. La impunidad está garantizada, porque tanto el jefe de la guardia costera, Abdulrahman al-Milad, un chico de 28 años, como Mohamed al- Qasseb, jefe de seguridad de la refinería de Az-Zawiya, son miembros de esa tribu Abu Hamyra. Incapaces de combatir esta mafia, las autoridades europeas acabaron por hacer un pacto con ellos: a cambio de dinero y de cierta tolerancia para con sus actividades, los Abu Hamyra controlan a los otros traficantes. La verdad es que lo harían gratis, puesto que son sus rivales, con los que se enfrentan a tiros cada cierto tiempo.
Podemos seguir profundizando un poco en estos lazos, en estas relaciones más o menos ocultas que explican buena parte de lo que pasa en Libia. Entre esos rivales de los Abu Hamyra, el más importante es el clan Dabbashi de Sabratah, la vecina ciudad de las ruinas de la que hablábamos. Este intento de introducirse en el mercado de los emigrantes clandestinos hay que entenderlo como una expansión de negocio, porque los Dabbashi tienen la concesión de la seguridad del gran complejo petrolero de Mellitah, que está también en esta zona. Es el centro de operaciones de la petrolera italiana Eni en Libia. Por Mellitah pasa el 10 por ciento de todo el gas y petróleo que se consume en Italia, el país más dependiente de los yacimientos libios. Por eso cuando todas las demás compañías extranjeras abandonaron el país Eni no tuvo más remedio que permanecer. El precio fue un acuerdo forzoso con los Dabbashi y sus aliados de la milicia islamista del Escudo Libio, vinculada a al-Qaida.
De nuevo, la ideología cuenta poco en esta Libia de la postdictadura. Los oleoductos que conducen a Mellitah están protegidos algo más al sur por la milicia de Zintan, feroz enemiga del Escudo Libio. Más al sur, los pozos de donde viene lo crudo los vigilan −por un precio− los nómadas de las tribus Tubu, enemigos de esa misma milicia de Zintan y a su vez infiltrados por el Estado Islámico.
Sabratha, Leptis Magna... El emperador romano Septimio Severo, que acabó convirtiéndose en un tirano, era de esta zona. Muchos años después, fue aquí donde se exilió durante un tiempo Idi Amin de Uganda, cuando cayó en desgracia. El dictador hacía ejercicio a diario corriendo por estas mismas playas de donde hoy salen los barcos del contrabando de gasolina y los botes cargados de inmigrantes camino de Europa.
¿Es Libia un estado fallido? Evidentemente, sí. Desde otro punto de vista, sin embargo, es una maquinaria engrasada, un sistema coherente que funciona con otros criterios, los de la economía subterránea. En el fondo, es una reversión a la Libia del pasado, la de las tribus y las rutas de las caravanas. Cuando el estado desaparece, se impone la geografía. Las fuerzas centrífugas que amenazan con dividir el país −si es que ya no está dividido irremediablemente− no son el producto de la anarquía sino de una inercia natural contra la que lucharon inútilmente los romanos, los otomanos, los italianos, Gadafi, y ahora la Libia de la post-revolución. El propio término anarquía es engañoso. No hay una ausencia de poder sino como tal una competición entre poderes que se solapan pero que responden a una voluntad popular nacida de la inseguridad y el afán de lucro.
Este artículo se publicó originalmente en gallego en la revista Luzes. Ahora Público lo reproduce como parte de un acuerdo de colaboración con la revista. Aquí puedes encontrar más artículos de Luzes en Público.
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