BARCELONA.- “Te lo juro, estoy a punto de cortarme los dedos”. A pesar de tener un permiso de residencia en España de cinco años por razones de protección internacional, Mohamed quiere vivir en Alemania, junto a su madre, o en Suecia, donde ya trabajó durante nueve meses. “En Estocolmo tuve suerte. El primer día un señor iraquí me llevó a un McDonald's. Siete horas de comida y calor. Este hombre se convirtió en mi familia sueca. Después trabajé en la tienda de un señor marroquí que me pagaba mil euros al mes. Era feliz”. Sin embargo, su suerte tenía los días contados. Pronto lo delataron sus dedos, las huellas dactilares. Mohamed había entrado en la Unión Europea a través de España y, conforme a la normativa establecida en el tratado de Dublín, la policía lo devolvió a Madrid.
Esas mismas huellas dactilares también lo alejaron de su madre, que vive como refugiada en Alemania. Mohamed intentó establecerse allí, pero una madrugada cinco policías se lo llevaron escoltado hacia el aeropuerto. “Irrumpieron en el piso en el que vivía con otros refugiados. Me dijeron que en dos horas tenía que estar en el avión”. Mohamed retornó a Madrid y a la incertidumbre que va acompañada de dos paquetes de tabaco diarios: “Me llamo Mohamed, soy sirio, refugiado. ¿Quién crees que me va a contratar?”
“Me llamo Mohamed, soy sirio, refugiado. ¿Quién crees que me va a contratar?”
En Siria, Mohamed estudiaba Farmacia, pero en su tercer curso decidió huir para que el régimen no le obligara a alistarse en el ejército. “Era la tercera vez que presentaba un falso certificado de enfermedad. Me lo rechazaron y tuve que huir”.
Entre Daraa, su ciudad natal, y Barcelona, se han intercalado tres años de viajes, seis países y varios calabozos, en los que estuvo preso solo por ser refugiado. “La cárcel en Alemania es una maravilla, todo está limpio. No como en Francia. Allí pude dormir al fin, descansar, relajarme. Después me mandaron a un campo de refugiados que era mucho peor que la prisión: dormíamos diez personas en cada habitación”.
Ahora mismo vive en Barcelona, en un piso gestionado por Accem que comparte con otras seis personas refugiadas. Según las normativas puede estar allí seis meses, prorrogables por otros tres.
Después le tocará otra vez una vida incierta, en la que tendrá que luchar para buscar casa y trabajo solo, porque su familia está en Alemania. De momento Mohamed no tiene ningún amigo español. Su día a día transcurre entre el piso y las clases de castellano. Y mientras lidia con la perspectiva de quedarse en la calle en cuanto acaben los meses de protección, trata de salvar un nuevo escollo en su vida, la burocracia. “Quiero convalidar los tres años de Farmacia que había cursado en Siria y acabar la carrera. Y luego poder juntarme con mi madre y mi familia en Alemania”.
“La cárcel en Alemania es una maravilla. Allí pude dormir al fin. Después me mandaron a un campo de refugiados que era peor que la prisión: dormíamos diez personas en una habitación”
Sin embargo, la burocracia no entiende que en Siria hay una guerra, y convalidar los estudios se presenta como un proceso lento, costoso y, en su caso, casi imposible, al no poder conseguir los papeles en Siria. En resumen: años perdidos entre sellos y documentos que se suman a los que ha pasado peregrinando entre países para conseguir la protección internacional.
Mohamed explica que su vida en el piso se reduce a la nada. Una trabajadora social los acompaña al supermercado para comprar víveres por unos 75 euros para dos semanas, el presupuesto que tienen asignado. “Pero siempre compro poca cosa, por menos de 50 euros. No como, no tengo apetito, estoy demasiado estresado, fumo”. También escasean los amigos, la familia, los lazos afectivos. El futuro de Mohamed de aquí a un año, cuando acabe la protección que le ofrece su estatuto de refugiado, depende de su suerte para encontrar un trabajo que le permita sobrevivir e ir a ver a su familia en Alemania. De lo contrario, no descarta escapar de nuevo allí, aunque tenga que vivir con la amenaza de ser delatado otra vez por las huellas dactilares. Echa de menos demasiado a su familia. Durante la entrevista no ha parado de chatear con su madre.
Una cabeza muy fuerte
Sara lleva tres años viviendo con el estatuto de refugiada en Barcelona. Ingeniera de origen libio, sobrevivió durante un año gracias a sus amigos, que se convirtieron en su casa y su familia.
Cuando los meses de acogida en piso protegido concluyeron, se vio en la calle y sin trabajo. No podía pedir ayuda a su familia, que sobrevive en Libia tras haber pasado los años de guerra en Túnez. Acudió a los servicios sociales, donde las ayudas se tradujeron en derivaciones a bolsas de alimentos. Pero Sara (quien, al igual que Mohamed, prefiere que no salga publicado su nombre real) buscaba un trabajo. Su permiso de refugiada solo le permite trabajar de forma legal en España. Más de una vez pensó en irse a Noruega, donde tenía amigos. Sin embargo allí estaba destinada a convertirse en una inmigrante sin papeles, que podía ser devuelta a España en cualquier momento si era identificada por la policía.
“Dicen que los refugiados son necesitados, pero es mentira. No necesito ayuda económica sino un permiso de residencia que me permita llevar una vida estable"
“Quiero que la gente sepa que no es nada fácil", explica. "Yo estuve buscando trabajo durante todo un año, 24 horas al día. Quizá no todos los refugiados tengan la misma suerte, pero no deben tirar la toalla. Para sobrevivir aquí, hay que tener una cabeza muy fuerte, si no te hundes psicológicamente”.
Con un inglés perfecto, Sara nos explica que tiene un máster y experiencia en distintas multinacionales que funcionaban en Libia antes de la guerra. “Ahora trabajo en atención al cliente, y puedo vivir y alquilar una habitación. Estoy contenta porque lo he conseguido”. Sin embargo, la incertidumbre sigue acechándola. “Debo renovar los papeles y nunca sé si me los van a renovar o no. Vivo en una contradicción que me supera, que no depende de mí: por un lado tengo una vida como la de cualquier residente; por otro lado soy refugiada, es decir, debo renovar mi tarjeta roja en permanencia y no puedo moverme a otro lugar.”
Esta doble vida le crea a Sara una permanente tensión: quiere ser una ciudadana de Barcelona, trabajar y echa raíces, pero vive con la inquietud de quedarse sin la protección legal que le permite seguir aquí. “Muchos dicen que los refugiados son necesitados. Es mentira. Yo no necesito ayuda económica, estoy trabajando. Solo quiero un permiso permanente que me permita llevar una vida estable. Incluso en el banco, con la tarjeta roja, a veces me miran raro y me dicen que he cambiado la foto. Tal vez no sea una tarjeta en regla, piensan. Por un lado soy yo, pero por otro lado soy una refugiada, y en cualquier momento me puedo quedar sin la protección legal. Es esquizofrénico”.
La realidad es que no existe un plan de integración o inserción laboral para los refugiados a largo plazo. Miguel Pajares, presidente de CEAR Catalunya, explica que en cuanto acaba su estancia en los pisos de protección se les intenta derivar a Cáritas. “Ellos hacen lo que se puede. Actualmente existen tres pisos más para ofrecer a los refugiados en cuanto acabe este periodo de nueve meses, obtenidos mediante un acuerdo con el Ayuntamiento de Barcelona, y estamos tratando de alcanzar más acuerdos con otros Ayuntamientos. El periodo de protección estándar es de seis meses, con una opción de prórroga de tres meses que debe ser aprobada. Luego existen ayudas que pueden durar otros nueve meses. Entre todo representa un total de dieciocho meses de protección”, explica Pajares.
Sin embargo, estos dieciocho meses no son nada si lo que se intenta es convalidar los estudios, trazar redes sociales y de amigos, sobre todo para los que hayan llegado solos, y aprender el idioma. Además, una vez conseguida la residencia en España, los refugiados solo pueden trabajar aquí. Muchos prefieren evitar ser registrados para no verse obligados posteriormente a permanecer en una situación de paro y de exclusión económica y social.
“Es lo más duro, esta doble vida, no poder relajarte. Por un lado no puedes moverte de aquí para trabajar en otro país, por otro lado estás con el miedo de que aquí no te renueven los papeles un día y te manden a Libia. Imagínate querer tener una familia, un hijo dentro de esta inestabilidad con la que convivo desde hace más de tres años”, explica Sara.
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