Cargando...

Las plataneras ecológicas de El Hierro que emplean a parados de larga duración

Las plantaciones de plátanos son un espacio de trabajo duro y sorpresas estéticas, un sitio con flores gigantes y piñas de cuarenta kilos donde huele dulce y hay mariposas grandes. Visitamos una plantación ecológica en la isla de El Hierro.

Publicidad

La platanera del Cabildo Insular de El Hierro. — Gema Rodrigo

Actualizado:

La primera vez siempre es especial.

Publicidad

La primera vez, digo.

Click to enlarge
A fallback.

Subes desde Guarazoca. Curva, curva, curva, allá arriba hay niebla jironeando riscos, curva, niebla que se mueve, porque aquí el cielo baila melodías dulces. curva, curva. Y, entonces, lo ves. Un edificio que se confunde con el paisaje. Piedras de color negro, motitas aquí y allá. Rosa, amarillo, azul, blanco, verde, naranja. Jardines como los que no hay por mi tierra. Y, luego, inmensidad.

Le dicen Mirador de la Peña, y es un edificio de César Manrique que aferra el barranco como los niños aferran a su juguete preferido. César fue arquitecto, sí, pero también pintor, escultor, activista. Fue, si quieren, más poeta que cualquier otra cosa, porque él rasgaba versos por entre muros y mares.

Publicidad

Manrique nació en Lanzarote, la isla más oriental de Canarias. Y dejó pintarrajeado este Mirador en El Hierro, que es la más occidental.

(El lenguaje del arte no conoce distancias).

Publicidad

Allí abajo se ve El Golfo, extensión plana en una isla que solo tiene esa extensión plana. La visión estremece, por feroz. Casi al ladito del mar asoman unos cuantos parches de color albo.

El océano agita aires de quien se sabe invencible.

Publicidad

Para llegar a la platanera debes perderte por carreteras que parecen trazos de tiralíneas. En la isla de los recodos surgen, aquí, dos o tres tramitos que casi (casi) aburren.

(Pero no).

Publicidad

Así que giras, intersección, por camino con baches, otra intersección, paras, esperas, salen, saludan, seguidnos, más rectas, más baches. Si todo está aquí al lado...

Estamos en la finca que el Cabildo insular de El Hierro tiene sobre la zona de El Golfo. Es un invernadero enorme, de forma rectangular y varios metros de alto. Como este hay muchos en El Golfo (también por otros lugares de El Hierro... Luján abajo, la zona de Tacorón).

Publicidad

Y vistos desde arriba parecen cuadraditos de color pálido que hubiese pintado un chaval aplicao, uno que siga las líneas así, sacando un poco la lengua, intentando no salirse. Son el contrapunto humano, artificial, al abrumador paisaje herreño.

Esa platanera, la del Cabildo, es una finca ecológica, y tiene trasfondo social. "Rinde bastante, ¿eh?", nos cuenta Mariela. "Estamos sacando una media de cuarenta kilos por cada piña de plátanos, y algunas pesan hasta setenta. Eso significa que con nuestra filosofía, renunciando a productos químicos, obtenemos igual rendimiento que las otras plataneras. Nos sentimos muy orgullosos".

Publicidad

Mariela es la técnico encargada de gestionar este sitio, y lo trata como si fuera un jardín enorme, un jardín al que cuidar, mimar, un jardín del que sentirse orgullosa. Un sitio que ames. Mariela sonríe mogollón, y habla de esa forma en que hablan los apasionados por su curro. Conoce cada planta y cada esqueje, saluda a este y aquel.

"Aquí trabaja gente con dificultades de inserción laboral. Nosotros les enseñamos un oficio, sería como una Formación Profesional. Ahora tenemos solo cuatro personas, pero es que está entrando la temporada fuerte. El plátano fruta durante todo el año, pero en los meses de otoño e invierno es cuando menos hay", cuenta.

Publicidad

Piña de plátanos verdes. — Gema Rodrigo

Lo del proyecto formativo es cosa seria. Un total de 1.600 horas, entre formación teórica y práctica. Sector primario. Explotaciones agrícolas y ganaderas. Orientado a personas sin cualificación profesional o con dificultades de inserción en el mercado laboral. ¿Traducido? Menores de treinta años, mayores de cuarenta y cinco, desempleados de larga duración, personas con discapacidad. La parte docente (las clases) son aquí al ladito, en un antiguo granero de color rojo que ahora funciona como Centro de Formación del Sector.

Primario del Cabildo de El Hierro. Son quince alumnos, que no es poca cosa en la isla. Y allí aprenden pues... desde cultivos tradicionales hasta otros más modernos, protección de riesgos, cómo mejorar el confort del ganado, cómo realizar un pastoreo itinerante o qué alimentación es la más adecuada para esta o aquella especie. Ah, y también les enseñan a silbar, porque arriba, en los altos, en Fireba o El Julán, no hay cobertura. Ni una raya...

Publicidad

Y funciona. Ves por entre las plantas caminando a gente de una cierta edad, rostro curtido por el sol, las manos grandes que se ponen cuando trabajas tierra. Sostenibilidad ecológica y labor social. Más sonrisas.

Ojo, no es lo único público por aquí, porque también ceden parcelas para forraje, para que aproveche el (cada vez menos) ganado que resiste por las zonas altas de El Hierro. Catorce son, arrendadas por lustro. Mijo y tagasaste, un poco de maralfalfa. También explotación ecológica, también sostenibilidad ambiental. Pero, desde 2022, se dedican especialmente al tema plátanos.

Publicidad

En la finca de Los Palmeros.

Lo de Los Palmeros es peculiar. Ustedes deben imaginar El Golfo como un espacio trágico. Hace millones de años hubo allí un desprendimiento, un desprendimiento enorme. El volcán que es la isla (los muchos volcanes que son la isla) anduvo enfurruñándose a lo loco, echando lapilli, creando tubos, escupiendo rocas con filos cortantes como gubias de hacer albarcas.

Así que el cono, el cono de postal, tuvo argayo, y se creó una pared de color rojo y gris, una pared vertical que sube hasta los mil metros, y todo lo sobrante aposentó sobre la mar, y acabó emergiendo, y es así como se fabrican espacios llanos en las islas del cráter. El Golfo es eso que dicen matorral de lava, campos de escoria, tefras y ceniza sin apenas terrones donde hacer crecer la más mínima flor.

Quizá por eso le salió baratuca esta finca a "los palmeros", unos hermanos llegados desde La Palma que quisieron desafiar a la lógica transformando en vergel lo que era desierto de Lomos y calor. Así que se pusieron a rellenar con surriba, que es tierra traída desde otro sitio. Desde uno cercano... pero casi imposible. Nisdafe, la cima de ese cortao que dijimos, la muy fértil panza de esta isla caprichosa.

Los hermanos construyeron un tubo (un tubo inmenso, un tubo gris y herrumbre, la pajita steampunk que usan bosques de laurisilva para beberse tragos de mar) desde Nisdafe hasta El Golfo... Casi mil metros de altitud entre letime y llana. Recolectaban tierra arriba, la dejaban caer, surribaban en lo plano. Qué costoso, cuánto curro, que carísimo el tema. Tardaremos en ver dineros grandes.

Fracaso.

Los palmeros querían hacer allí plantaciones de plátanos al aire libre, lo que es un sueño bonito, algo digno de imaginar. Pero... el viento. Hay mucho viento, aquí. Un viento furioso, que te llega desde el Atlántico y enloquece por febrero o marzo. Cuando asomas a este mar, cuando miras al horizonte de rayos verdes y atardecer... lo siguiente es América. América.

Angustia pensarlo, angustia de una forma que no es exactamente física (que es, exactamente, metafísica). Así que los alisios se llevaron por delante aquella idea tan loca, y quedó solo finca abandonada. Hasta que la adoptó el Cabildo, cubrió con invernadero, dejó algunos plátanos también al aire libre, por hacer pruebas.

Y empezó a funcionar...

(Hace poco, cuando erupcionó el volcán en La Palma, esta otra isla quiso devolver favores, y cedió parcelas en la zona a algunos de los afectados por el asunto. Como un círculo que se cierra).

Mariela me cuenta mientras caminamos por lo que parece granja de Lovecraft. Todo aquí es grande, extraño, todo tiene colores recién sacaos de Dunwich y formas como tentáculos a medio despertar. Ella señala. Mira, eso son piñas, las trajimos desde Sudamérica, se dan bastante bien.

Las piñas salen del suelo (sí, yo también pensaba que existían árboles de piñas), y parecen punkis del Guay (el Guay era un bar de mi Torrelavega juvenil), con esas hojas largas y duras como barba de dos días. Cinco, seis, siete hileras, y aquello es como si al mundo le hubiesen brotado moños.

Lo comentamos, Mariela ríe, sigue señalando aquí y allá. Eso son macadamios, aquello es un drago, aquí tenemos el mol canario. Pregunto sin preguntar. "El mol canario es una especie de artemisa, la usamos como repelente. Para cada acción, para cada necesidad, cultivamos una planta. Mira, aquello... es neem", señala algo muy verde, con hojuelas dentadas y nervudas.

"Extraemos su aceite, el aceite de neem, que es insecticida. Cuando algún bicho invade a las otras plantas esto funciona bastante bien. Lo de allí son árboles de yuca", dice mientras señala unos arbustos con hojas esmeralda, hojas de nueve o diez peciolos, hojas que se parecen a las que llevan algunos chavales sobre sus camisetas, seguro que saben por dónde voy.

Solo que no, que esto esconde, enterradas, raíces gordas de corazón pálidos, raíces tiernas y dulces. Mariela hace un gesto. "Mira, tártago, tiene frutos venenosos. Lo cultivamos precisamente por eso... hervimos los frutos y conseguimos agua que sirve para matar nemátodos". Apunto mentalmente para buscarlo después.

"Nemátodos". Mala idea. Al fondo, contra un muro... árboles de cacao, con sus nueces alargadas, nueces de color naranja, de color verde, de color marrón, nueces enormes que te hacen la boca agua, aunque sepas de sus amargos frutos. Mariela arranca un poco de hierba, nos dice que la comamos. Es moringa, sabe parecido a la rúcula, un punto picante, refresca.

"Tiene un montón de propiedades nutricionales", dice. Y sigue, sonriendo, "cuentan que si también trae efectos afrodisiacos". Igual por el picante, oigan. "Ah, y esto es algodoncillo y lobularia. Son melíferas, las dos. Y atraen a eso que vuela por ahí".

No las habíamos visto, pero ahora... hay docenas. Docenas. Mariposas monarca, grandes como la mano de un bebé, que desenrollan su lengua para libar de flores rojas con forma de rosetón.

Las mariposas monarca vinieron aquí con todo esto (con los plátanos, con las piñas, con los árboles de mango), y ahora parecen una metáfora de El Hierro, porque tienen alas de color lava, bordes como ceniza seca y puntitos blancos que parecen espuma de la mar.

Aproximadamente.

El invernadero de El Golfo visto desde fuera. — Gema Rodrigo

Vale, los plátanos. Porque veníamos a hablar de los plátanos. Hay patitos, y pavos, y yo pregunto por esto y aquello, y Mariela contesta, paciente, y saludamos a un obrero con el machete más grande que ustedes puedan imaginar... pero vinimos por los plátanos.

Mariela explica, y nos muestra. Que no es un árbol, sino una planta herbácea. Yo, montañés, pienso en las brañas de allí, al norte, y me cuesta, oigan, me cuesta.

Que la planta crece, y le salen hijos, brotes surgiendo desde casi su base, y que cada uno de esos genera fruto, y que cuando da el fruto se corta o se deja morir, porque ya no vuelve a tener descendencia.

Pedimos que nos lo explique, y Mariela va acariciando hojas grandes como orejas de paquidermos amusgaos y flores de color lila, flores gordas como badajos que olvidaron sus campanas. "Mira, cuando hay que cortar la piña", mirada, mirada, silencio, sonrisa, "la piña, la piña es ese racimo enorme de plátanos, el que se corta y luego echas al hombro. Mira, aquí hay piñas, y allí, y allí".

"Cada piña da diez manos de plátanos, diez filas, y así sumas los cuarenta kilos. Bueno, eso, que cuando cortas la piña hay que cortar también la planta, pero se deja durante un tiempo para que nutra, tras la hijería, a la siguiente. Solo cuando acaba ese aporte nutricional procedemos a la corta. Los hijos tardan nueve meses en dar sus primeras flores. Igual por eso le dicen parición. Es que el lenguaje en las plataneras es muy humano, muy femenino", comenta. Y, ¿no sería mejor dejar todos los hijos? Para tener más plátanos, oiga.

"¿Ves?, eso se llama mancuerna, que es cuando salen dos nuevos brotes, uno a cada lado del principal". Vale, miro lo que nos señala y sí... esta mancuerna se parece a la de los gimnasios.

"Si no hiciésemos la hijería, si no escogiésemos a qué hijo debe nutrir la madre, al final toda esta planta acabaría muriéndose. Normalmente dejamos hijos del cachete, que son los que salen directamente del tallo, y no los hijos del fondo, que surgen de la tierra y terminarían levantando a la madre. Sería fatal para los dos, eso", dice.

Caminamos entre las plantas, pisando un lecho de hojas pudriéndose. Pero no son hojas que crujan, no son hojas que hacen "crac, crac" bajo nuestros pies. Aquí hasta la muerte tiene olores dulces, almíbar que te trepa como un recuerdo de infancia (recuerdo a bizcocho y domingo, recuerdo a caricias de cuando tienes nueve años).

Ojo, si usted es reportero con aracnofobia... bueno, en fin, aquí tendrá que tirar para adelante y no pensar mucho... Prometido.

Después nos enseñan la bellota. La bellota es flor del plátano, morada por fuera, blanca por dentro. Parte femenina de esta planta mágica, de este castillo encantado que revive cada nueve meses. Surgen en la bellota, como si fueran panojas de un maíz dulce, hojas alargadas de color verdoso.

Hojas que crecen, hojas que se convierten, sí, en manos de frutos cada vez más grandes. Ah, el resto de esta bellota también será utilizado, porque aquí todo vive en simbiosis. Perfecta para vacucas y cabras...

Vamos terminando, y yo ya quiero saber para qué sirven esos machetes grandes como excalibures que vimos a la entrada. Nos cuenta Mariela que con ellos cortan el tallo de las piñas. Que debe hacerse de un solo golpe, un machetazo vehemente y preciso, la operación quirúrgica de un diplodocus.

Y que luego esas piñas las echas al hombro, y que pesan mogollón, y necesitas mucha fuerza para llevarlas, pero también técnica, y me mira, y me ve tomando notas, y vuelve a sonreír. Igual para la siguiente vez...

Por entre las calles (rectas, ordenadas como ciudad con olor a dulce) ves algunos trabajadores, haciendo esto y aquello. Recogiendo hojas grandes que acercan a las plantas para servir de abono, vigilando que la hijería vaya tirando bien, rozando con los dedos la piel suave, esmeralda sin pintas (aun) de los plátanos que ya son y acabarán siendo.

Trabajo en la platanera. — Gema Rodrigo

Seguimos caminando. Es como pasear por un bosque primitivo, un bosque con plantas que pudieran hablar, moverse, que juguetean para hacer cosas cuando te das la vuelta. A cada paso hay olores distintos, las mariposas monarca posan delante de tus ojos y casi puedes ver los suyos, y te preguntas qué pensarán de ti, fuera, pesado, que no me dejas desayunar tranquilamente...

Mariela nos lleva por entre bellotas y piñas, pisando con cuidado, señalando al suelo cuando hay algún cable o alguna herramienta. Y, al final, se detiene. Amarillos, más pequeñucos a los que compra usted normalmente en el súper. Ella sonríe, arranca, nos ofrece. Da miedo pelarlo, da un poco de pena romper algo tan lindo.

El plátano sabe dulce como las historias que no tienen fin.

Publicidad