COLINDRES (CANTABRIA)
Actualizado:A un lado del puente está el puerto; al otro, la ría del Asón. Marea baja. Una docena de barquitas varadas en el limo, tumbadas de esa forma antinatural en que se tumban los barcos en tierra. Hay, también, algunos pecios, más o menos destartalados. Aquel destaca, apenas esqueleto, algas comiendo los tablones, cámbaros diminutos (reflejos de mar) hozando, moviéndose con rapidez, vivificando la madera podrida. De lejos parece estatua animada.
Cruzas la carretera. El puerto en Colindres es pequeñito, pero muy cómodo, con una boca amplia que permite maniobrar sin problemas hasta el espacio más tranquilo. Huele a sal, pero de manera atenuada, como huelen todas las cosas desde que llevamos mascarilla. Allí el agua es espesa, reflejos de aceite, enormes mules motean la superficie asomando bocas que parecen inmensas. Habrá una quincena de barcos de pesca erizando la mar. Cascos verdes, negros, rojos, azules. Y los nombres, luego están los nombres. El San Roque divino, el Nuevos Aires Asón, el Estrella Polar Primero. Me cuentan que el más antiguo de todos fue botado en 1955. Se llama Río Masma, y es menudo, de un encarnado muy vivo, con formas y curvas diferentes a las de los otros. Si esos parecen, a veces, enormes fábricas flotantes, el Río Masma exhibe, coqueto, el aspecto de los barquitos dibujados por niños chicos.
Todos tienen su personalidad, sus detalles. Blasones, por ejemplo, que en Cantabria somos muy de hidalguías. El Collado Lindo lleva orgulloso un escudo de la familia Solana dibujado en las amuras. El Manuel Padre Segundo hace patria con sus armas de la Villa de Colindres. Otros son más pragmáticos, y cargan enorme virgen sobre el palo mayor, como si fuera la vela más importante. Oficio de supersticiones éste. Que no suba ningún gato al barco (perro sí que vi uno, uno blanco y negro, enorme, simpatiquísimo. "Viene siempre con nosotros", me cuentan, "tres semanas en la mar. Y no se marea nunca"). Que no suba, tampoco, mujer o sacerdote. Prohibido silbar, que espantas al viento. Las caelias son símbolo de mal agüero, las tintoreras igual. Recuerdos de otro mundo, que se fue.
Los barcos descansan, mecidos suavemente. Apenas medio metro que sube y baja cada pocos segundos. Un delirio de antenas, agujas, cañas, uno que es imposible delimitar para el neófito. Dónde acaba el propio, dónde empiezan los demás. Es como si todos fueran gibas de un único leviatán gigantesco. Dormido, sí, pero amenazante.
Época de bonito. Pesquerías largas, varias jornadas haciendo carantoñas al mismo Atlántico. Alberto es marinero en el Manuel Padre Segundo (esos nombres, ese paladear). ¿Momentos difíciles? Estuvieron un tiempo sin salir. Por la covid-19. Cada barco se organizó como pudo, porque la pesca era actividad primaria. Algunos pararon solo una semana. Otros más. Los hay, incluso, que no se detuvieron. Ahora están preparando todo para partir. Kilos y kilos de comida fresca, de hielo, aparejar, disponer antenas, agujas, equipar el bote como si fuese un animal desconocido que salta las olas cubierto de púas. "Estaremos unos diez o quince días fuera", cuenta, "porque el bonito está aun lejos de aquí". Por la zona de las Azores. Irá migrando a medida que pasen las semanas. El Cantábrico, la zona del Golfo de Vizcaya, subirá también al temido Gran Sol, casi enfrente de Irlanda. Hasta allí se llegan esos barquitos que ahora, sabiendo su destino, no parecen tan grandes. En torno a 30 metros de eslora, motor central de 1.000 caballos. Quince o dieciséis hombres viviendo apiñados, el ruido de las máquinas, el rugir del mar y un trabajo que, cuando llega, nunca termina. Mal lugar para la época pospandemia. No, no son tan grandes.
Nicolás es un antiguo marinero de Colindres que se acercó para ver barcos montando artes en la mañana (la costumbre, la belleza en movimientos precisos, medidos, también los recuerdos) y ha terminado encontrándose con un periodista despistado y muchas ganas de saber. Explica cómo se lleva a cabo el proceso, mientras los ojos se van posando aquí y allá. Detalles, sonidos. El salto desde tierra firme hasta la cubierta que los marineros hacen casi sin mirar, y que para el reportero sería, sin duda, una dificultad extrema. Las docenas de escobas que hay enjaezadas a un lado del barco, cada una de color diferente. Resulta fácil fantasear con tipos sonrientes que mecen el cepillo como si fuese la amada que espera. La realidad es más prosaica, me temo, con sangre, y vísceras, y enormes escamas, pero… O la mezcla de idiomas. Muchos de los marineros son migrantes, que usan su lengua para hablar entre ellos y se comunican en castellano (a veces gutural, a veces extrañamente suave) con el resto. Diglosia en la mar, voces altas de quien está acostumbrado a la parla por encima de motores y olas.
A veces la tripulación tiene, en su mayoría, un origen común. Peruanos, por ejemplo. Seis de allá por dos europeos. Solo que uno lleva gorrita de la selección española (igual cuenta mitad y mitad) y otro se llama Alexander. "Ese es medio ruso", dice riendo un tipo enorme, tez morena, pitillo en los labios, un bonito inmenso cogido entre dedos que parecen pinzas. O senegaleses. En una cafetería desayunan un par de ellos. Preguntamos sus nombres. Mohammed Diop, dice uno. El otro se levanta y empieza a deletrearme con sonrisa coqueta. Quiero que salga bien escrito. "Y", "o", "u", "f". Sí, ya lo tengo. Dioeme Youffoubah. Ellos ya eran marineros allí, en el Senegal, así que están acostumbrados al trabajo. Entraron la noche antes en Colindres, se han pasado cuatro horas descargando cajas y cajas. Aquel toma café con leche, este colacao. ¿Cuántos días lleváis faenando? "Tres semanas. Volvemos al mar esta tarde".
Uno de los barcos saldrá sobre las 12.30 de la mañana y los preparativos son intensos. Primera toma de contacto, quizá una jornada. No a la pesca propiamente dicha, sino en busca de cebo vivo. Tirando de cerco, capturando carnada. Bocartes, sardinas. Luego se almacenan vivos en la propia embarcación, se encarnan los anzuelos, se sacan los bonitos del océano con enormes cañas (hay cinco o seis bobinas en los laterales, sedales gruesos como un dedo meñique). Artesanal: "Aquí nadie usa redes de arrastre para esta pesca", me dice José Ángel, que trabaja en la lonja. Es lo que llaman tanqueo. Todo un arte, no se piensen, uno en el que hay que cuidar hasta los últimos detalles. Curiosidades para quien desconoce. Iluminar, por ejemplo, los viveros en mitad de la madrugada. "Con la luz los peces están más tranquilos, nadan en bancos, de forma más natural", explica Nicolás. O aislar la electricidad que emite el bote, porque los bonitos pueden sentirla a gran distancia. "Y entonces la identifican con tiburones u otros depredadores y huyen en dirección contraria".
Y continúa. "Avanza de oeste a este, ese pez. A medida que pasan las semanas, que nos metemos en el verano. Lo hace siguiendo los bancos de alimento. De todo, porque es bicho voraz. Bocartes, krill, pericato (la cría del verdel). Lo que entre en la boca". Así que los barcos van hasta donde hay barriales, que son los bancos donde se acumulan, apretados, aleta con aleta. Y, ¿cómo pueden saber dónde están esos barriales? Nicolás sonríe, o eso parece hacer debajo de su mascarilla. "Antes había que mirar las aves, porque comparten alimentación. O, también, por puro ojeo, allá donde el agua parece retemblar… A veces es como si la propia mar hirviese. Pero ahora es distinto, porque se rastrean por sónar. Así que hay menos barcos, pero cada uno puede capturar lo que antes traían a puerto diez". La mayoría de ese bonito retorna a Cantabria y va directo a conserveras, donde lo embotan y lo dejan preparado para el consumo. Una auténtica delicia de sabor inconfundible.
Los muelles son laberintos traicioneros, extraños. Enormes naves que surgen aquí y allá, sin apenas orden, con carrejos estrechos entre unas y otras. Debería ser fácil orientarse en un lugar así (al fin y al cabo escuchas el mar en cada momento) pero al final los sentidos te engañan, y cuando pensabas caminar hacia el norte en realidad te estás metiendo en las tripas del complejo. Tampoco importa demasiado, porque la estampa merece la pena. Redes, artes, cabos, barcas abandonadas, unas cuantas bicicletas con cajas de plástico sobre el portaequipajes. Y recuerdos. La manta marrón con dibujos de pingüinos. Herramientas llenas de óxido. Gorras estrujadas.
Encontramos un barco descargando bonito. De madrugada, como se hacen estas cosas. Los marineros no duermen nunca. Y, si lo hacen, es con horarios extraños, a saltitos, ratos que resultan incomprensibles para quien no está acostumbrado a esa vida. Se llama Amutio hierro 2, y es de color verde, con enormes focos alumbrando la noche. El motor siempre encendido, un "po, po, po" constante que no se ahoga.
Labor en equipo. Tipos con trajes de agua, enormes gomas atirantadas que van de los pies al pecho. Azules, turquesas, rojas, amarillas. Un hombre en las tripas del bote, más allá de la carena, sacando peces y peces. Otro pasándolos a tierra firme, los de este lado seleccionando por tamaños, colocando cada pieza en su tina correspondiente. Trabajo duro, intenso, sin descansos. Hay un joven, un senegalés de brazos enormes y sonrisa tímida, que lleva puesta una camiseta del Inter de Milán. Sneijder, pone detrás. Debería ser blanca, pero ahora parece gris, recubierta con escamas como la piel de un tritón. Al final del proceso habrán descargado unas cincuenta cajas de bonito. Tiran por la borda el hielo en que lo conservan, y el mar tiene, por unos minutos, confeti con sabor a sueldo y hogar. Luego acaba por desaparecer, claro, y vuelve el reflejo espejeante y arcoíris.
En Laredo, muy cerquita de Colindres, vemos de nuevo el proceso. Brazos completamente tatuados, dedos enormes, gruesos como morcillas. Palmas casi mutantes, agrandadas a base de coger peso, de cargar cuerdas. A veces las manos se convierten, poco a poco, en los objetos con que trabajan. Bolígrafos y papeles, unos. Artes con nombres casi secretos, ellos.
Más allá está descargando una embarcación más pequeña. Ha salido también al bonito, pero menos tiempo, dos o tres días. Nada de las Azores, proa al norte, buscando. Trae unos mil kilos, que descargan entre el padre y el hijo, apenas un chavalín que se acerca para ayudar. "Ahora lo llevamos a vender y luego queda lo otro. Cargar hielo, repostar, prepararlo todo. Acabaremos por la tarde".
Me lo explica mejor que nadie una conversación cazada al vuelo minutos después. "Estoy hasta los cojones de trabajar", dice, medio en broma medio en serio, un tipo enorme, pelo canoso, brazos de Maciste, que corta pescado en la cubierta de un barco con el cuchillo más imponente que se pueda imaginar. "Pero si no sabes hacer otra cosa", le responde otra voz, riéndose, desde tierra firme. "Mira, es verdad", concluye el otro.
Sonrisa triste con tono alegre, negando la cabeza.
Nicolás está prejubilado, algo frecuente entre las gentes del mar. Un oficio duro, muchas enfermedades. De la vista, del estómago. Tantas jornadas lejos de casa, comiendo lo que se puede, muchos días repitiendo menú una y otra vez. Lo capturado, poca variedad. Frito en abundante aceite… aceite cada vez más sucio. Y entonces, claro, los problemas. Ahora ya no, que verduras, frutas y otros productos frescos son carga obligada para cualquier barco, oiga. Y los pulmones. Lo cuenta mi nuevo amigo. "Es que en alta mar se fumaba mucho, muchísimo". Se fuma, podríamos añadir, cigarrillos colgando de labios cuarteados, casi caídos sobre una barbilla a medio afeitar. Cigarros blancos, larguísimos, sin filtro. Humo azul sobre azul mar.
Ahora son menos. "Aquí antes podría haber unos cuarenta barcos", dice Nicolás. En todo el Cantábrico alcanzan casi el número 5.500, aunque más de tres cuartas partes están en Galicia. "Yo he llegado a ver cincuenta o sesenta, hoy no llegan ni a la mitad", reflexiona Pablo Argos en Santoña, justo enfrente de Colindres, más allá de la Ría de Treto. Santoña es uno de esos sitios inexpugnables, rodeado de marisma, apenas un brazo de tierra uniendo la villa al resto de Cantabria. Allí hay restos de fuertes napoleónicos, hay un faro casi inaccesible, hay el recuerdo de cuando estuvo a punto de convertirse en el Gibraltar de septentrión. Y hay una potente industria pesquera, claro.
Pablo Argos está en tierra, mirando cómo descargan las redes del Ermita Pilar. Es el patrón, el dueño de todo, "aunque el dueño es el banco", dice, sonriendo. No piensen en burgueses y pisaverdes, no. Pablo fue marinero antes, ha pasado media vida navegando. Aun ahora observa detenidamente cada movimiento, cada acción, se le escapan las manos para ayudar, escudriña que todo esté en orden. ¿Ha notado el bajón de la pandemia? "Nosotros solo paramos una semanuca. Aquí los vaivenes económicos han venido de si entraba más o menos pesca". Y ahora, ¿de dónde viene el Ermita Pilar? Estuvo faenando al cerco, una noche fuera de Santoña. Bocarte, chicharro, verdel, sardina. Arrastrando redes enormes, sobre los 450 metros. Redes de color negro, y granate, y verde. Redes que cuando pasan a tierra firme parecen monstruos inmensos, serpientes marinas que han abandonado la lucha y se dejan hacer, mansas.
"Esto ha cambiado mucho", dice Pablo. "Antes los barcos eran chiquitucos, manejables, ahora son monstruos de hierro". El suyo incluso crece a ojos vista, como los adolescentes. El pasado invierno navegó hasta Galicia, donde le añadieron casi cuatro metros de eslora. Para mejorar las condiciones, para poder adaptarse a los nuevos tiempos.
Al fondo entra una nave, hace rápido la maniobra, acerca su lateral hasta el muelle. Llega solamente a mudar aspecto. Anduvo pescando verdel, pero sin suerte. Nada de nada. Así que ha vuelto para cambiar las artes. Extender la arboladura, enormes antenas que suben varios metros, babor y estribor. Pesca a curricán, o a la cacea, otra forma de capturar los enormes bonitos. Y parece que está entrando bastante.
Al menos así se puede palpar en uno de los bares que rodean al puerto. No importa donde vayas ni qué estés buscando… tascas y tabernas suelen regalar respuestas. Sobre todo en días como el que estamos. Oscuros, grises, luz tamizada, lloviznando a ratos. Dan ganas de cobijarse, de tomar un café caliente. También, claro, de escuchar. Palabras, conversaciones entrecortadas. Y cierta frase que resuena más alto que las demás. "Tres mil kilos de bonito ha traído uno". Silbidos, un par de tacos mascullados entre dientes, mezcla de celos y alegría. Casi se le pueden poner los signos de exclamación al aire.
La lonja es un sitio particular. En primer lugar siempre hace frío, porque el pescado se conserva entre lascas de hielo. Además allí no se pierde ni un minuto. Toca comprar rápido, que los peces lleguen al cliente final lo más frescos posibles. Subastas de mayor a menor. Sí, de mayor a menor.
La lonja de Colindres abre a las ocho de la mañana, minuto arriba o abajo, y no cerró ni siquiera cuando (casi) toda la vida se detuvo meses atrás. El sitio donde se llevan a cabo las ventas resulta pequeño, casi familiar. Una cinta metálica en forma de "u" que comunica con el almacén, dos filas de asientos a cada lado. En total hay 47 puestos numerados (esta mañana solo se ocupan la mitad, más o menos). Frente a cada uno de ellos un botón pequeñito, plateado.
Empieza la subasta. Los encargados de la lonja anuncian lo que va a salir en venta. También se puede ver en sendas pantallas enormes. Barco, especie, tamaño, cantidad en tinas. Y el precio. Que empieza a bajar poco a poco desde el comienzo hasta que alguien presiona el botón y su nombre aparece allí, como adquirente. Un juego arriesgado, completamente distinto al de esas casas de empeños que salen por la tele. Aquí se tira más de nervios que de faroles. Aguantar demasiado para "robar" la ganga del día puede significar que te vayas a casa sin nada.
Hay tensión mientras se espera. Un marinero (gorrita con la bandera de Cuba y una estrella enorme, muy roja, en la sien) entra y sale, nervioso. Algunos de los pujantes (conserveros, pescaderos, representantes de grandes superficies, unos pocos que compran directamente para restaurantes de lujo aquí y allá) se agitan en sus asientos, tamborilean dedos sobre la mesa (lejos del botón, por si acaso), suspiran, juegan con las mascarillas. En el quicio de la puerta esperan un armador y su mujer. Van a ver si esas tres semanas fuera de casa, siempre mojados, llagas en manos, ojeras en ojos, han merecido la pena. Empieza el proceso, y los números bajan. Bajan mucho. "No quiero ni verlo", dicen a mi espalda. Miradas que cruzan entre los compradores, nadie abre la boca. Al final se remata. Primero el bonito grande, luego el mediano, después el pequeño y un par de tinas de patudo, otra especie menos glamourosa. Precios bajos. Y sarcasmo que queda flotando en el aire. "Si me da para pagar al mecánico ni tan mal". Los dos mundos (compradores, quienes venden) prefieren ni mirarse, marchar sin cruzar ojos o palabras. Solo negocios, ya sabes.
Arriba el sol cada vez está más alto. Salimos de la lonja y veo a un pescador. De los otros. Caña en una mano, cesta en la otra, bolsa de plástico donde se pegan las pieles húmedas de dos o tres peces. Me mira, supongo que adivina lo perdido que estoy entre todos los demás. Sonríe.
"Lo de estos sí que es duro, ¿eh?", dice.
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