El Palentino Loli López: mi vida sin El Palentino
El alma diurna del bar madrileño sigue madrugando para surtir de café a los vecinos de Malasaña. Entonces sale al balcón y ve la persiana echada: "El Palentino cerró hace un mes y la calle está muerta", se lamenta. "He llorado mucho, pero así es la vida".
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madrid, Actualizado:
Cuando se asoma al balcón de su casa, Loli no advierte si llueve o raya el sol. Lo que tiene ante sus ojos le resulta indiferente y sólo ve, más allá, el cierre echado. Así, desde hace un mes.
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Luego se da cuenta de que El Palentino ha cerrado. Tarde para seguir en la madriguera, arremolinada entre las mantas. Demasiado tarde ya para abrir la persiana metálica y atender a los primeros clientes, quienes a las siete de la mañana comenzaban a dejarse caer a cuentagotas, acompasados con el chorro de café que brotaba de la máquina. La única que madrugaba más que ella, pues se encendía automáticamente a las cinco.
La calle del Pez, cuyo tejido comercial trató en su día de rivalizar con la Gran Vía. Un apéndice de Malasaña que ha visto crecer en los últimos años locales de diseño que tomaron el lugar de carnicerías, zapaterías, panaderías o mercerías. Casas de comidas que dejaron a los trabajadores del barrio huérfanos de puchero. Hasta había un periódico. Y un convento. Y sigue habiendo un teatro donde la ultraderecha le puso una bomba a Leo Bassi.
Loli López (Mondoñedo, 1951) entró allí por primera vez cumplidos los diecinueve. Moisés jubaba a la máquina de petaco. Cuando la bola dejó de correr, tenían tres críos y dos alianzas. “Era mayor que yo. Me sacaba doce años, pero me invitó al cine, congeniamos, vi que era buena persona y al año nos casamos”.
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Una tía paterna vivía en el edificio donde ahora apura una manzanilla, a treinta zancadas de El Palentino, en el que trabajaba como camarera. Allí fue a verla y, de paso, a merendar una tostada, cuando conoció a Moisés. Ella, interna, hacía noche en la calle Lagasca: “El choque fue muy gordo, aunque los señores me trataban bien y no lo llevé mal”.
Ya casada, al principio echaba una mano en la barra cuando era necesario. Sin embargo, enviudó a los 53 y se vio obligada a tomar las riendas del negocio. Ella abría por la mañana y por la tarde le pasaba el testigo a Casto, su cuñado, quien hidrataba a una parroquia cada vez más joven. La esencia añeja del bar, en los últimos tiempos, duraba lo que la luz, si bien las pinceladas nocturnas impregnarían el díptico y terminarían reescribiendo la historia de El Palentino, mucho más que un abrevadero antes adentrarse en las noches de Malasaña.
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Cuando Casto falleció en febrero, comenzó la cuenta atrás, hasta que el minutero se paró. Sus hijos se dedican a otros menesteres y no querían seguir con el negocio. Los de Loli, tampoco: Moisés, de 45 años, es informático, lleva una década en Alemania y allí cría a tres hijos; Ricardo, de 43, era el dueño de una tienda de zapatillas de deporte que no resistió el embate de la crisis; David, de 39, es mecánico y regenta un taller de coches en San Chinarro. “Nunca les ha gustado el bar”.
Moncho Alpuente era tan de la familia que parecía formar parte del mobiliario: “Una bellísima persona. Podría citar a muchos, aunque luego sucede que te olvidas de otros por despiste”. Calamaro, Trueba, Carbonell, Hernández, Chao, Dragó, De la Iglesia, Chávarri… A quienes llamaba, claro, Andrés, Pablo, Álex, etcétera.
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“Qué pena haberme olvidado de las llaves, porque podríamos hablar dentro”. Ricardo, en cambio, no sido capaz de volver a entrar. Se acerca a saludar a su madre y, de paso, certificar que este rincón de la ciudad se lo ha tragado el tiempo. “Esto ya es un barrio hotel”, se queja el hijo.
Cuando un reguero de clientes y desconocidos se acercó el pasado jueves 15 de marzo para despedirse, se le saltaron las lágrimas. “Nos habéis abandonado”, le comentaban algunos. “Yago, que nació en El Palentino —como su madre, Rocío—, me mandó un mensaje días después”. Decía: “Loli, te echo mucho de menos”. Yago tiene doce años. “Otros críos que nacieron y se casaron aquí me han traído a sus hijos para que los conociese”. Loli tiene seis nietos y los del resto.
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Ahora pasea a Lúa, un bichón maltés blanco como su nombre. “A mi Galicia nunca la he olvidado en la vida. Nací allí y la llevo dentro”. Desde que murieron sus padres, no ha vuelto, aunque la alcaldesa de Mondoñedo, Elena Candia, le ha preparado un homenaje por ejercer de fiel embajadora de su pueblo al que no faltará. Pronto volverá a casa después de nueve años.
Loli se queda pensando: “No me imagino el día que tenga que firmar el traspaso. Va a ser doloroso, pero tengo que hacerlo por mi bien y por el de mis hijos”.
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