Refugiados Lesbos Una sola comida al día en la nueva prisión para refugiados de Lesbos
El Gobierno griego ha logrado, mediante una campaña de miedo y represión policial, que 9.000 solicitantes de asilo entren por su propio pie en el nuevo campo erigido en Lesbos tras el incendio del de Moria. Es de facto un centro de detención en el que ya se cuentan más de 200 positivos por coronavirus mientras escasean los recursos básicos.
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Mitelene (Lesbos), Actualizado:
En la carretera de la costa de Mitilene ya no queda casi nada. Solo los restos de cañas rotas y lonas de plástico, botellas de agua y basura que varios operarios se afanan en recoger. Desde que hace poco más de una semana ardiera el campo de refugiados de Moria, en la isla griega de Lesbos, esos arcenes, los olivares cercanos y el párking de un supermercado Lidl han sido el único refugio de más de 12.000 personas migrantes y solicitantes de asilo.
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Ya no se ven las pancartas ni se oyen las protestas que hace escasos días recorrían esa misma carretera exigiendo libertad, mostrando su rechazo a salir del infierno de Moria para acabar en "una cárcel". Porque el nuevo campo levantado contrarreloj por el Ministerio de Migración es, ahora mismo, un centro de detención de refugiados amparado por la emergencia sanitaria del coronavirus. Ya no hay gases lacrimógenos ni porrazos de la policía antidisturbios. Ya no hacen falta. Solo queda el cansancio de una semana sin apenas alimento. Y la esperanza de salir de esta isla, que también es una prisión con barrotes de mar y burocracia infinita, ha acabado confinada tras las alambras de un antiguo campo de tiro militar y varias fincas colindantes.
El Lidl, a apenas un kilómetro de la puerta principal del nuevo campo, ha vuelto a abrir al público. A media mañana, la cola de personas refugiadas que esperan para comprar algo de comida rodea toda la fachada. Los vecinos de la isla maldicen -algunos entre dientes, otros a gritos- cuando salen del coche para hacer la compra. Son ya demasiados años. Desde 2015. Su hartazgo es evidente y resulta más fácil cargar contra el refugiado que contra quien los mantiene encerrados en las afueras de sus pueblos.
"No se puede salir, pero ya hemos encontrado varios puntos por los que colarnos para comprar", dice Kazem Mirzaye en el aparcamiento del supermercado. Una enorme cicatriz parte en dos su bíceps, recuerdo de una pelea con la policía de Moria a los pocos meses de llegar. "Mi mujer estaba embarazada y no querían llevarla al hospital", explica en inglés. La tensión aumentó hasta que llegó a las manos. Su mujer, de 19 años, acabó abortando y él, "dos meses en la cárcel", dice. Por eso su solicitud de asilo no ha llegado a ningún lado, sentencia. Mirzaye tiene solo 23 años, viene de Afganistán y ya lleva tres días en el nuevo campo. "Yo no quería entrar porque es una cárcel. No se puede salir. Pero la policía nos empujó adentro, nos insultaba y nos pegaba con las porras", relata. Dentro, explica, no hay apenas nada. Ni electricidad, ni agua para lavarse, ni retretes suficientes para miles de personas. "No hay casi comida", critica.
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En los terrenos de detrás del supermercado ya empiezan a dibujarse pequeños caminos en el matorral seco que conducen a las carpas. Un goteo de familias cargadas con bolsas de comida va y viene desde las alambradas que aún no están del todo instaladas. Un policía grita furioso "No foto. No prensa", mientras permite que Mirzaye y su familia vuelvan al campo. Pequeñas válvulas de escape para evitar que la presión aumente dentro de la nueva olla.
Las puertas de las improvisadas instalaciones están flanqueadas por dos autobuses de antidisturbios. Los agentes entran y salen en filas de a siete, casi a paso militar. No puede entrar la prensa ni tampoco las ONG, aunque dentro hace falta de todo. Y una mujer dominicana de 30 años se acerca a la verja para recoger mantas y ropa que le lleva una activista. En pocas palabras resume la situación: "Nos dan una comida al día, a las siete de la tarde. Estoy en una carpa con otras ocho mujeres. Dentro estamos separados por zonas, una para familias, otras para mujeres solas, otra para hombres solos, una carpa grande para los infectados del virus y otra para sus familiares. No tenemos colchones y las piedras del suelo se nos clavan en la espalda. No hay atención médica, no hay agua corriente".
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Ella entró de las primeras, dos días después del incendio. ¿Por qué? "Si nos hubieran dicho que no se podía salir una vez que entras, no hubiera venido. Pero, ¿qué sabía? Varias personas venían y pensé que aquí estaría mejor. No nos informaron de nada", relata antes de que un policía ponga fin al fugaz encuentro.
En apenas tres días, el Gobierno griego ha conseguido que 9.000 personas entren por su propio pie en un centro de detención en el que se han detectado ya más de 200 positivos por coronavirus. Las reticencias iniciales se iban tambaleando un poco más cada día. El Ministerio de Migración, a través de sus redes sociales, panfletos y agentes vestidos de civil hacía circular el mensaje de que no se continuaría con ningún trámite de asilo para quien no cruzara la verja del nuevo campo. Al tercer día del incendio se prohibió a las ONG dar comida a los refugiados acampados en la carretera. Varias furgonetas pasaban lanzando botellas de agua como quien alimenta a los animales de un zoo. Solo hizo falta un empujón final, durante la madrugada del jueves, cuando la policía desalojó los arcenes y los olivares que ahora rodean las cenizas de Moria. Fue brusco, pero no muy violento, relatan activistas y refugiados. El cansancio, el hambre y el miedo hicieron el resto.
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Bajo los olivos quedan las pruebas de un desalojo repentino. Cajas de comida sin abrir, zapatillas, bolsas con pan de pita colgadas de las ramas, pastillas de jabón, botellas de agua, mantas, ropa. Tantos restos que apenas puede verse la tierra de los olivares por los que miles de personas huyeron de las llamas. Pocos kilómetros más allá, el esqueleto calcinado de Moria descansa en un páramo de ceniza y troncos carbonizados. El silencio se rompe de vez en cuando por los martillazos de varios romaníes que ahora cargan la chatarra que el fuego ha teñido de óxido y negro. Si las autoridades no limpian los restos, tendrán trabajo para varias semanas.
Pero Moria no está vacío del todo. Aún queda gente allí escondida, confirma Mustafá, un kurdo sirio que sale de las cenizas con un sombrero de paja y una mochila al hombro. No habla inglés, solo árabe, pero a través del traductor de Google logra explicar que no puede ir al nuevo campo. Su solicitud de asilo ya ha sido denegada en segunda instancia; solo le queda esperar una deportación a Turquía, donde los kurdos no son precisamente bien recibidos, apunta. Entrar al nuevo campo significaría la deportación, lo sabe a ciencia cierta. Su mujer y su hija están en Atenas, fueron trasladas antes del incendio, pero él no tiene forma de llegar. Vive oculto de la policía, buscando la forma de salir de Lesbos, dice. Hay algunos más como él, aunque no se dejan ver fácilmente.
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El Gobierno griego confía en que los traslados al centro culminen en los próximos días mientras habla del carácter temporal de las nuevas instalaciones que, según se ha detallado, ha alquilado para los próximos cinco años. Su política es la de los hechos consumados, con cada vez más restricciones tanto a la acogida como a las libertades de los solicitantes de asilo que recibe. A pocos días de que los Estados de la UE se reúnan para alcanzar un nuevo y difícil acuerdo sobre política migratoria, Grecia ya ha puesto en práctica en Lesbos una de las medidas que se lanzaron como globo sonda el pasado año: la construcción de centros de detención de migrantes para facilitar las deportaciones.