Ciudad de México
Actualizado:Si Fernando Rodríguez Miaja cumplió el pasado 11 de agosto 102 años de edad después de haber luchado en una guerra es, en parte, gracias a un bidón de 200 litros de gasolina. Fue en marzo de 1939. Ante la derrota evidente del bando republicano, Rodríguez Miaja se encargó de diseñar la salida hacia el exilio de su tío y la entonces máxima autoridad militar de la Segunda República española, el general José Miaja Menant.
Rodríguez Miaja tenía entonces 22 años de edad y ejercía de secretario particular del general, también llamado el “Defensor de Madrid”. Este último le encargó que diseñara una huida lo más ajustada posible en el tiempo al fin oficial de la guerra. “Hay muchas maneras de perder y muchas maneras de ganar. Mi tío lo que no quería era que hoy saliéramos de España y la guerra durara todavía quince días, por una cosa de dignidad”, explica sentado en su oficina de la Ciudad de México. Si no fuera por la pantalla del ordenador que tiene encima de la mesa, con una silueta de una manzana en el dorso, uno podría pensar que en ese espacio de madera laqueada y moqueta el tiempo se atoró hace treinta o cuarenta años.
Después de la caída de Cataluña, los republicanos solo tenían frontera con Franco. La única salida posible era vía mar, en Valencia. “El camino a Alicante fue un infierno. Todo el mundo que estaba queriendo huir de Franco hizo lo mismo, dirigirse al sur. La carretera era una fila interminable de coches que iban sin saber adónde o parados porque no había gasolina. Yo conseguí todavía un bidón con 200 litros. No me acuerdo qué hice, porque ya no quedaba nada”, explica frunciendo el ceño; le molesta ser consciente de que este detalle dejó de ser recuerdo de una etapa de su vida que tiene presente en imágenes, fechas y horas.
Gracias al combustible, el ingeniero Rodríguez llenó el depósito del Buick negro oficial y logró trasladar al general Miaja al aeródromo militar de Rabasa, en Alicante, mientras los falangistas ya se paseaban por el centro de la ciudad con el brazo levantado. Ahí, tío, sobrino y dos ayudantes de campo tomaron un avión Air Speed rumbo a Orán, Algeria. Tres días después, el 1 de abril, se publicaba en España el último parte de guerra. Empezaba la dictadura, empezaba el exilio.
El mexicano que no dice ‘ahorita’
El ingeniero se retrasa veinte minutos. Cuando se abren las puertas del ascensor, que da acceso directo a la recepción de su oficina, acelera su paso de pies arrastrados con impaciencia por llegar a la entrevista. Al entrar en la sala lo primero que hace es disculparse. Dice que viene del banco, que ya le dijo a la señorita que tenía una cita a las 12 y que, por tanto, ser iría 10 minutos antes de esa hora, pero que al final, se equivocaron con los ceros de una comisión y se retrasaron.
Fernando Rodríguez sigue siendo una persona “extremadamente puntual” a pesar de llevar 80 años viviendo en el país del “ahorita”, expresión que se utiliza en México y que hace referencia a un lapso de tiempo impredecible. Él asegura que nunca la emplea. México empezó siendo refugio y terminó por convertirse en su segunda patria. Aquí se casó con la hija del general Miaja, Pepita, en 1942 y juntos fundaron un árbol genealógico de padres españoles, hijos y nietos mexicanos, y bisnietos estadounidenses. Iban a cumplir 70 años de matrimonio cuatro meses antes de que ella muriera.
La comunidad de refugiados de la guerra y del franquismo en México solo tiene palabras de agradecimiento hacia el pueblo mexicano y al presidente que les permitió seguir enarbolando la bandera tricolor en la embajada española hasta 1977, con Lázaro Cárdenas. Pero reconocen que la adaptación al país del chile no siempre fue fácil. Fernando Rodríguez fue a ver al Cantinflas en setiembre de 1939, cuatro meses después de haber llegado a una Ciudad de México. En aquel entonces, la capital contaba un millón de habitantes y se llamaba Distrito Federal. “No lo entendí por las palabras. Como era un teatro popular, usaba muchos albures”, explica, con relación a un juego de palabras en doble sentido, generalmente sexual, muy común en México.
En su libro, El final de la Guerra Civil: Al lado del general Miaja (Marcial Pons Ediciones de Historia, 2015), el ingeniero explica que también hubo reacciones de “franco repudio y hasta odio y rencor” por parte de algunas gentes ante la llegada de casi 20.000 españoles pidiendo asilo. Y también temor: paisanos asturianos ya instalados en el país rechazaron darle trabajo al principio del exilio para evitar problemas en España. “Pero yo no podía esperar más adelante para comer”, escribe el ovetense, para quien su primer empleo como ingeniero fue en el Ejército Popular de la República.
Gracias a sus estudios y su gusto por los cálculos, Rodríguez Miaja convirtió con los años los veinte centavos amenazados por el vicio al tabaco con los que llegó a la capital mexicana en lo que fue el Grupo Rodim, la constructora que fundó en 1947. Carreteras, caminos, puentes, gasoductos, oleoductos, estaciones de servicio de la estatal Pemex (Petróleos Mexicanos), hospitales y edificios públicos por todo el país llevan su sello. Hoy el alquiler de los siete pisos de la torre coronada aún con las letras del nombre del grupo mantienen activa la sede de la empresa, en una calle perpendicular al Paseo de la Reforma de la Ciudad de México — un estilo de Gran Vía de Madrid o Avenida Diagonal de Barcelona.
Ahí acude cada día el ingeniero. Se levanta a las 7 de la mañana, se enfunda traje y corbata, y pone rumbo a su despacho. Cuando llega, prende la computadora y lee “todos los días” Público, porque es el único periódico español “de izquierdas”. Un empleado comenta que es un “líder”, que aún está pendiente de todo lo que pasa en la compañía. Por las tardes, muchas veces se ausenta para cumplir con sus compromisos como patrono del Ateneo Español, la casa de la memoria histórica del exilio republicano en México. Ahí, entre sus paredes decoradas con retratos de Machado y marcos que sostienen el acta de la Constitución de 1931, se conoce al ingeniero porque dice que él solo tiene dos méritos: ser viejo y tener buena memoria. Y, en parte, no le falta razón.
El hecho de ser uno de los refugiados más longevo —si no el que más— ha convertido al ingeniero Rodríguez Miaja en el representante de facto de la comunidad de exiliados republicanos en el país. Cada vez que hay un acto conmemorativo en su honor, él suele ser quien estrecha la mano a las autoridades. Pero a pesar de tener más de un siglo de experiencias y fotos con presidentes españoles y mexicanos, las imágenes que llenan gran parte de los marcos de las estanterías de su despacho son las de la guerra.
Sigue siendo un ‘romántico’
El general Cárdenas, el general Miaja o Indalecio Prieto testimonian la conversación que tenemos en la mesa rectangular de madera brillante con ocho asientos de su despacho. También hay analógicas con su esposa y sus hijos. Una imagen vertical, fechada en 1992, delata que el ingeniero pudo haber rebasado los 1.85 metros de estatura, que hoy el peso del tiempo en su espalda se encargó de encorvar. Aparece junto con Sabino Fernández Campo, falangista, jefe de la Casa Real hasta 1993 y amigo y vecino de la infancia en Oviedo.
“Cuando acabó la guerra, Sabino buscó a mi hermana y supo que yo estaba en México y me contactó. Nos escribimos hasta que murió. No es cierto eso de que haya dos Españas, yo tengo amigos falangistas”, explica el exsoldado de infantería republicano, que confiesa que sigue siendo un romántico, aunque menos que cuando era joven.
"No es cierto eso de que haya dos Españas, yo tengo amigos falangistas"
“No fui a España hasta que murió Franco. En uno de los viajes, él [Sabino Fernández] me mandó a buscar al hotel en un Mercedes de la Casa Real”, explica mezclando leves carcajadas en el relato, como muchas veces que recuerda episodios de tiempos pasados. Este es de 1977-1978, dice. “Estuve con él en su despacho. Dos o tres veces, o cuatro, lo llamó el Rey. Iban a ir a de viaje dentro de España pero Rey estaba mal del estómago. Me acuerdo muy bien que hablaban en tercera persona: ‘Es que Su Majestad no debería de haber comido’. Le dije: ‘Cuando hablas con él, ¿siempre dices ‘Su Majestad’?' Eso sería para mí una razón suficiente para no ser yo monárquico’”, explica arrugando la nariz. Aún hoy arquea las cejas cuando se rememora a él en situaciones por las que años antes le habrían fusilado, como su estancia en la Casa del Rey. “Lo que es la vida”, comenta.
Una vida de ocho décadas de exiliado da para muchas reflexiones así, porque como dice el ovetense, uno no sabe cuándo está viviendo páginas de la historia, “se da usted cuenta después”. Una cosa parecida sucedió después de las últimas elecciones generales en España. En una entrevista para comentar los resultados electorales, de 29 de abril, el ingeniero explicaba que tuvo otra especie de momento “lo que es la vida” al ver los 24 diputados que sacó Vox en el Congreso.
“Siempre he creído o esperado que las tendencias ultrarreaccionarias que existían en España, que cuajaron en el fascismo y nazismo, con la guerra se habían terminado. Pero a mí me sorprendió que el camino no es así”, comentaba, mientras separaba los dos dedos índices apoyados encima de la mesa dibujando una línea recta imaginaria, “sino así”, decía, juntando otra vez ambos índices, pero esta vez separándolos en forma circular. “Uno piensa que los demócratas habíamos triunfado e íbamos hacia la libertad, pero no es cierto. Es lo que queríamos y creíamos. Pero no”, añadía, en tono serio pero sin ápice de preocupación o de miedo en su actitud. Para él, toda postura política pasa por decidir si se quiere repartir o por acumular el capital. Y aunque en su día él fue un refugiado, hoy ve las crisis migratorias con prudencia: no se trata de abrir las fronteras sin restricciones, sino de buscar soluciones justas.
Por la inmediatez y elaboración de sus respuestas, uno se da cuenta de que Fernando Rodríguez Miaja ha dedicado largas horas de pensamientos a los acontecimientos de los que fue actor o testimonio en sus últimos años en España. Pero en un momento de la conversación, se muestra desubicado ante lo que parece ser una cuestión que nunca antes se había planteado: si el general Miaja hubiese decidido entregarse a Franco, en vez de partir hacia el exilio, ¿qué hubiera hecho él? “No sé”, responde, después de sufrir lo que parece ser un cruce de cables que lo deja mudo por unos instantes. “Estábamos todos juntos”, añade.
Siempre fue leal a su tío; a él le dedicó su libro sobre las últimas horas de la Guerra Civil, reeditado en 2015. Las más de 350 páginas impresas pretenden honrar la resistencia del general Miaja en el frente hasta tres días antes del fin de la guerra, incluso ante el vacío de poder que dejó la dimisión del presidente de la República Manuel Azaña y el exilio a París del presidente del Gobierno Juan Negrín, a principios del 39.
Con el exilio, los republicanos perdieron su hogar, su identidad y su patria, pero para Rodríguez Miaja nunca se ha arrepentido de haber luchado tres años en una guerra perdida. Él secunda las palabras de Cervantes en el Quijote, con las que abre su libro: “Por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida”.
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