Mascarillas De la máscara a la mascarilla: fetichismo, sexo, insurgencia, moda y españolismo
El ocultamiento de la máscara ha dado paso a unos nuevos usos, que van desde la parafilia hasta al sentimiento identitario
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madrid, Actualizado:
"Son muchos los que gustan de disfrazarse para jugar a los médicos. Ahora, con las mascarillas, que forman parte del fetiche sanitario, podemos hacerlo todos". Celia Blanco, presentadora del podcast de sexo Con Todos Dentro, cree que la careta que cubre la nariz, la boca y la barbilla "puede pasar a ser un elemento más de la liturgia amatoria", aunque aconseja que se cumplan las recomendaciones médicas para evitar el contagio del coronavirus.
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¿Podría convertirse la mascarilla en un fetiche erótico? ¿Ya lo es para algunas personas? Antes de la pandemia, lo era en algunos círculos, parejas o individuos, que las usaban para dar rienda suelta a sus fantasías, juegos y cambios de rol. Su función, más allá del morbo, pasaría por preservar el anonimato del enmascarado, quien podría comportarse de una forma diferente a su proceder habitual al sentirse protegido por la cobertura facial.
El ilustrador Miguel Ángel Martín ha hecho de este objeto un icono presente en su obra. "Ahora bien, las mascarillas higiénicas y quirúrgicas no me ponen, aunque entiendo que haya gente a la que sí. Lo mío son las máscaras antigás de caucho usadas por los soldados durante la Primera Guerra Mundial para protegerse de las armas químicas, como el gas mostaza", explica el comiquero leonés, para quien encierran un "fetichismo sexual de dominación y sumisión".
Le encanta combinarlas con ropas de látex porque "dan un aspecto alienígena y hacen que los personajes se parezcan a una mantis religiosa o a un insecto", añade el autor de Psychopathia Sexualis y Snuff 2000, historietas recopiladas por la editorial Reino de Cordelia en la antología Total Over Fuck. Una versión más amable de sus parafilias ilustró en mayo de 2009 el premonitorio post Gripe y sexo: daños colaterales. Publicado en la extinta web Soitu, la imagen mostraba a dos sanitarios besándose con mascarilla.
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"Todo lo que sea atrezo y complemento da juego sexual, desde un bisturí hasta una mascarilla, pasando por el uniforme de los sanitarios o las camas de las salas de operaciones. En general, el contexto hospitalario relacionado con la cirugía. Una estética que también ha sido llevada al cine por directores como David Cronenberg, un maestro del género", señala Miguel Ángel Martín, quien recuerda la situación distópica vivida desde el confinamiento.
El ilustrador se sintió como uno de sus personajes, encerrado en una viñeta. "Un día salí a la calle a hacer la compra y no había nadie. Las pocas personas que caminaban por la ciudad llevaban mascarilla. Me dio la impresión de que estaba viviendo en uno de mis cómics, donde abundan los espacios vacíos transitados por enmascarados". El déjà vu gráfico se materializó en experiencia presente y futura, pese a la sensación de irrealidad. La gente comenzó a fijarse en los ojos del prójimo y la mirada cobró protagonismo.
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La sonrisa vertical
"Me cruzo con desconocidos que me clavan la mirada y a los que no les veo el gesto. Esto me permite imaginarlos con una belleza que lo mismo no tienen, y sonreírles sin que se me vea", fantasea Celia Blanco. "¿Acaso no te preguntarías quién va debajo de una mascarilla estampada con una boca y unos dientes que parece que quieren morderte? Esto abre todo un mundo por explorar", añade la autora del blog Mordiscos y tacones, publicado en El País. "Estamos aprendiendo a hablar más con los ojos, para que se note todo lo que queremos decir".
La periodista y locutora madrileña no duda en girarse para observar a alguien que le ha suscitado interés. Como la pandemia ha sustraído los rostros, se impone escrutar la figura, los apéndices, los rasgos hasta ahora imperceptibles o ignorados y los accesorios, que también tienen voz. "Imaginamos a las personas con las que nos cruzamos porque no las vemos. La mascarilla es un elemento que denota la personalidad de cada uno. Nos fijamos hasta cómo respira, porque aspira la tela y más de uno sabe que así ocurriría si la persona gimiera", aventura la autora del libro Con dos tacones (La Esfera).
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Celia Blanco elige con mimo una protección facial distinta para cada ocasión. "Es un elemento perfecto para que un desconocido te diga ¡bonita mascarilla! La excusa para iniciar una conversación y para embellecernos. También pasan desapercibidos los gestos. Y esto hace que, en alguna medida, sirvan de parapeto y, a la vez, nos obliguen a manifestar la emoción de algún otro modo", concluye la presentadora de Con Todos Dentro, un placentero programa radiofónico donde aborda sin tapujos el sexo y las parafilias.
Crimen y castigo
"El poder nos obliga a tapar nuestros rostros y al mismo tiempo a estar permanentemente identificados". Al escritor Servando Rocha le sorprende que las autoridades hayan desarrollado aplicaciones y encargado estudios de movilidad para controlar a los infectados por el coronavirus y a sus contactos, quienes paradójicamente esconden su cara, una acción perseguida en su día porque ocultarse era "un crimen que se pagaba con creces". Del bandolerismo ideológico o de faca hemos pasado a una biolocalización sin semblante. El malhechor, el proscrito o el insurgente, antes velados, ahora son meros sospechosos de contagiar el virus.
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La máscara, según él, siempre ha sido contradictoria. Ahí radica, precisamente, su interés. Porque, además, puede trazarse la evolución del mundo desde el enmascaramiento, como hizo el propio Rocha en Algunas cosas oscuras y peligrosas. El libro de la máscara y los enmascarados (La Felguera). Por él desfilan desde Guy Fawkes —quien intentó volar en 1605 la Cámara de los Lores británica y cuya máscara fue popularizada tras el estreno de la película V de Vendetta, basada en la novela gráfica de Alan Moore— hasta la banda punk feminista Pussy Riot.
En el filme, los londinenses marchan hacia el Parlamento con la máscara diseñada por el ilustrador David Lloyd y usada por el grupo hacktivista Anonymous. "Sin embargo, la idea de que hay un nosotros y no un yo se impone en los años noventa durante el levantamiento zapatista. Entonces, el EZLN obligó al Gobierno mexicano a dialogar con un encapuchado", explica Rocha, quien recuerda que cuando el subcomandante Marcos anunció que iba a salir del anonimato mostró un espejo a la cámara y, al quitarse el pasamontañas, aparecieron en escena hombres, mujeres y niños que hacían lo propio. "Detrás no había nadie". O, según se mire, estaban todos los que luchaban por su causa.
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Años después, la muerte del afroamericano George Floyd a manos de un policía desencadenaba el pasado mayo numerosas protestas en Estados Unidos. En este caso, las mascarillas tenían un doble objetivo: protegerse del coronavirus, pero también ocultar el rostro de los manifestantes del movimiento Black Lives Matter. "En la disidencia política, el enmascarado o el encapuchado es un invento reciente", matiza el editor de La Felguera, donde publicó el libro La facción caníbal: historia del vandalismo ilustrado.
"Desde el momento en el que el rostro empieza a aparecer en la prensa y la policía mejora sus fichas policiales, el enmascarado perfecciona su enmascaramiento", comenta Servando Rocha. Actualmente, en cambio, muchos usan determinadas mascarillas para diferenciarse o, si se prefiere, para identificarse a través de los mensajes y símbolos estampados en la tela. Un destape de sus ideas políticas a través de sus rostros encubiertos.
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"Hay una despersonalización y se pierde la identidad. No obstante, una de las reglas de las máscaras es que nunca mienten. Quien luce una bandera española o republicana no engaña, sino que se muestra como es. Y, en las redes sociales, el hater usa la máscara de internet para difamar, pero está siendo él realmente", opina el escritor. "La máscara es el carnaval, un momento incómodo para el poder, porque nos permite ser lo que somos y no mentir".
No obstante, un icono también puede ser deturpadao, como le sucedió a la máscara de Guy Fawkes. "Nace con una finalidad determinada y, con su uso masivo, deja de simbolizar lo anterior e incluso empieza a ser empleada por la extrema derecha, cuando antes los black block (bloque negro) se la ponían para no ser identificados por la policía", reflexiona el autor de Algunas cosas oscuras y peligrosas. El libro de la máscara y los enmascarados, quien deja claro que "el enmascaramiento no está en manos de la izquierda" y que la mascarilla higiénica hoy refleja "la imposibilidad de relacionarse con un rostro mutilado".
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Colores y banderas
Los políticos también han hecho uso de de ella con fines que trascienden la protección, tanto en la calle como en el Congreso. Jorge Santiago Barnés, director del Centro Internacional de Gobierno y Marketing Político de la Universidad Camilo José Cela (UCJC), considera que se ha convertido en un apéndice más de nuestro cuerpo, pero también en un elemento de comunicación. "Un mensaje estampado en la tela tiene más impacto que nuestra propia cara y puede generar controversia. Si un transeúnte va con la bandera de España lo vinculamos a la derecha, aunque en otros casos la gente sabe diferenciar".
Por ejemplo, si la luce el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, o la vicepresidenta primera, Carmen Calvo, su significado es institucional. Barnés no cree que su intención sea evitar que los partidos conservadores o ultras se apropien de la enseña nacional, sino que esta representa al Ejecutivo y al país. "En todo caso, no vería bien que Sánchez llevase otro mensaje. Si se permite el juego de palabras, el Gobierno debe ser muy conservador en el uso de las mascarillas".
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El responsable del Máster en Asesoramiento de Imagen y Consultoría Política de la UCJC hace extensiva la recomendación a todos nuestros representantes. "Ostentan un cargo público y no deberían usar la mascarilla para enviar mensajes, porque la política ha de ser muy respetuosa. Por ello, se impone una neutra, que apele a la prudencia", opina el profesor universitario, convencido de que también comunican. "Su lema o incluso el color es un mensaje dirigido a los ciudadanos". Aunque a veces ha sido contraproducente, como le sucedió a Santiago Abascal, líder de Vox. Su mascarilla de la BRIPAC fue criticada y le valió el recordatorio de que no hizo el servicio militar.
El experto en creación y análisis de imagen de políticos e instituciones cree que deberían usarse las convencionales porque dan ejemplo. "Yo mismo me pongo la higiénica, no una de diseño ni con una bandera, ni tampoco con un mensaje que exprese lo que siento o me identifique como aficionado del Atlético o del Betis", concluye Barnés. "Por eso, cuando los veo con una blanca o azul, pienso que lo están haciendo bien".
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De la farmacia a la pasarela
Tras el uso inicial de las higiénicas de venta en farmacias, comenzaron a proliferar las de tela. Al comienzo fueron caseras o confeccionadas por modistas. Luego, muchas empresas coparon los escaparates de tiendas y supermercados. Diseñadoras como Ágatha Ruiz de la Prada ofrecieron sus creaciones en algunas cadenas de alimentación. Y, finalmente, las grandes firmas acompañaron sus ropas con accesorios de lujo al alcance de unos pocos.
Muchas no cumplen la norma UNE 0065:2020, pese a que el Ministerio de Sanidad recomienda que las personas no contagiadas usen mascarillas homologadas. La estética, en muchas ocasiones, se ha impuesto a la seguridad y parece que el complemento ha venido para quedarse, al menos por un tiempo. "Y nos ha pillado a todos por sorpresa. Cuando dejó de haber escasez y se estableció como una compañera inevitable, la moda empezó a abrirse paso", afirma Anabel Vázquez, periodista freelance de estilo de vida.
¿Responde a la necesidad de diferenciarse? "Los signos de moda siempre tienen ese objetivo, aunque no es el único. También hay un interés de quitarles alguna connotación dramática, o sea, de aliviar su significado", explica la autora del libro Marketing de la Moda (Pirámide). Una diferenciación que pasa por la exclusividad. "Es el proceso lógico que sigue cualquier signo de ropa, como sucedió con las zapatillas de deporte o con los vaqueros. Así, Louis Vuitton ha lanzado una que cuesta 961 dólares".
Al menos, los famosos —como antes los enmascarados y los encapuchados— pueden ocultarse con mayor facilidad al sumarlas a un estilismo donde imperaban la gorra y las gafas de sol. "En cambio, algunos como Diane Keaton las usan para lanzar mensajes y ahora está pidiendo el voto con su mascarilla", matiza Anabel Vázquez, quien piensa que el rostro siempre expresará más que un estampado. "Con su microgestos y macrogestos, es imbatible. La piel nos da información de la salud y los hábitos; la sonrisa, del talante, etcétera. La cara desnuda comunica mil veces más".
Celia Blanco estima que se han convertido en un elemento decorativo. "Igual que los tatuajes o la ropa, contribuyen a explicar quiénes somos. Esto hace que puedan ser utilizadas para todos los hábitos diarios, incluido ligar. No es lo mismo utilizar una mascarilla comprada en la farmacia que elegirla en función de los gustos, apetencias, situaciones y personalidad de cada uno", cree la locutora, quien alude a los nuevos lenguajes de mascarilla. "Las de florecitas, cuando quiero pasar desapercibida; las de colores lisos, cuando voy elegante y estilosa; las impactantes, cuando quieres que se fijen en ti".
Si esa mirada fuese a más, considera que no es necesario desprenderse de ella. "Se supone que no podemos besar a desconocidos, pero nadie ha dicho que no podamos parapetarnos bajo una mascarilla y restregarnos de cuello para abajo", concluye Celia Blanco, quien reconduce la conversación a su mullido terreno. "El juego no ha hecho más que empezar. Y lo mejor es que ninguno sabe las reglas: las estamos explorando sobre el terreno".