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Actualizado:Manuel Cabacas ha llegado a una dolorosa conclusión: el cuerpo humano puede producir lágrimas de manera infinita. Da igual cuántas veces llores porque mataron a tu hijo. No importa si lo haces día y noche, en la soledad de una casa desbordada de recuerdos o en la calle, mientras sientes el calor de quienes se niegan a tolerar lo intolerable. El hijo de Manuel se llamaba Iñigo, tenía 28 años y le gustaba el Athletic de Bilbao. Una noche, después de un partido, murió a causa de un pelotazo de goma disparado por la Ertzaintza.
Fina se hace otra pregunta biológica. ¿Hasta dónde llega la capacidad del corazón para aguantar lo inaguantable? “Esto es malvivir. Enfrentas el día a día, su falta… Yo suelo hablar de una mochila que llevamos desde hace seis años y medio”, relata esta mujer a Público en la sala de su casa. Mires donde mires hay fotos de Iñigo Cabacas. Su hijo. El chico que aquel 5 de abril de 2012 cayó rendido al suelo en el callejón de María Díaz de Haro mientras la Policía Autonómica disparaba contra los aficionados que venían de ver el partido entre el Athletic y el Schalke 04 por la UEFA.
78 meses
Seis años y medio suman, en total, 78 meses. Ese es el tiempo que han necesitado los tribunales para iniciar el juicio por la muerte de Cabacas. En el medio ha habido dilaciones de todo tipo. Aun así, el día ha llegado: desde este lunes y durante las próximas tres semanas, en una sala del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco se sentarán en el banquillo seis miembros de la Policía Vasca. Tres de ellos actuaron como mandos –uno a cargo del sector donde se produjeron los hechos y otros dos al frente de sendas furgonetas antidisturbios-, mientras que los restantes se encargaron de disparar contra la gente. Una de esas pelotas de goma fue la que acabó con Iñigo.
La Fiscalía no aprecia delito alguno en la muerte del joven
La acusación particular, ejercida por los padres del joven y representada por la abogada Jone Goirizelaia, solicita cuatro años de prisión e inhabilitación especial para el ejercicio de su profesión, oficio o cargo por un periodo de seis años por un delito de homicidio por imprudencia grave profesional. La Fiscalía, en cambio, no aprecia delito alguno.
Conocer la verdad
Manu Cabacas tiene la esperanza de que el juicio no sea "un paripé". Quiere que se haga justicia, aunque sabe que ya no habrá nada que le devuelva a su hijo. De hecho, se pregunta qué pasará una vez que se conozca la sentencia. “Seguramente será un alivio, pero no sé qué pasará después. Hasta ahora he hecho un corte en mi vida: no quiero asumir que mi hijo ha muerto y que no lo voy a volver a ver, porque no puedo. Si lo hago, me muero”, dice desde la sala de su casa. Al otro lado de la pared está la habitación de Iñigo. Sigue intacta, tal como la dejó aquel día en el que se marchó a ver un partido de fútbol y acabó en un charco de sangre.
“Esto no se puede cerrar en falso”, apunta su progenitora. “Josefina, mi madre, siempre está feliz. Su alegría es desbordante, y por eso nos trasmite su buen vivir, su alegría y su buen humor”, dejó escrito Iñigo en febrero de 1996. La nota está hoy encuadrada en la sala, convertida en un santuario. “Al principio me costaba ver permanentemente las fotos, los recuerdos. Hoy me he acostumbrado y no podría vivir sin ellos”, confiesa Manu.
"Han querido taparlo"
Hay una cosa que les duele casi tanto como la ausencia del hijo: el silencio atroz de las autoridades. "Han querido taparlo y que se olvide, pero no lo consiguieron", dice esta dolida madre, quien lamenta la ausencia de una “investigación seria” a nivel interno para conocer qué pasó aquella noche, quiénes dispararon contra la muchedumbre y por qué lo hicieron. Por el contrario, asegura que fueron ellos los investigados. “Sé que hemos sido vigilados por la Ertzaintza. Los amigos de Iñigo también. Nos han investigado uno por uno para ver quiénes somos”, denuncia.
"Si estoy triste me hace reír. Si estoy enfermo me cuida. Si estoy solo me hace compañía. Me hace vivir la vida día a día”, continúa la nota que Iñigo dedicó a su madre cuando tenía 12 años. “Era un chico especial”, dice la mujer. “Maravilloso”, añade su padre, quien suma otro dato sobre su biografía: “cuando lo mataron estaba tratando de proteger a una chica histérica por los pelotazos. Por eso se desprotegió. Si no hubiera hecho eso, no habría sido él”. Fina, que lleva un colgante con forma de corazón y la palabra “Iñigo” en el centro, mantiene la mirada perdida en algún lugar de la sala.
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