La España que no hace ruido
Es la misma que "ya no da para vivir", cuya agricultura ya no florece como antes y aleja a los jóvenes de esas praderas asturianas, donde uno regresa al pasado a través de personajes suyos de toda la vida.
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Podía arrancar con Remedios, que regenta un bar que, más que un bar, parece una casa a pie de la carretera en Miñagón, en la comarca de Navia, en la parte occidental de Asturias, casi en la frontera con Galicia. Podía arrancar con Remedios porque ella sabe que ayer estuve con Servando, un jubilado que tiene una plantación de tomates que ayer me regaló una bolsa de esos tomates cuando me presenté como periodista. Un detalle que en la ciudad pasaría inadvertido y que aquí tiene capacidad para encabezar hasta una conversación.
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Por eso he arrancado así este relato, con la voluntad de demostrar que en este diminuto concejo de Miñagón, bañado de montañas verdes, de castros, de casas aisladas y, sobre todo, de una agricultura que ya no florece como antes, los habitantes se cuentan casi con los dedos de una mano.
Y por eso Servando a media tarde va a echar la partida al bar de Remedios. Allí suele haber tan pocas novedades que cualquier ciudadano que pase, al que no se ponga nombre ni apellidos, es una novedad. Porque esta es la España que también existe, la España que no hace ruido y que es "la misma que ya no da para vivir", según Servando, "y de ahí que los jóvenes se marchen y ya sólo vienen de visita".
Quizá por eso personajes como Remedios o Servando, que nacieron y tal vez morirán en Miñagón, ya son excepcionales. Una rareza en un mundo perfecto como esta Asturias tan verde e idealizada, en la que el instinto de curiosidad le invitó a uno a fotografiar fachadas de casas abandonadas o a mezclarme con gentes que tal vez nunca encontraría en una estación de Metro. “Pero no se crea que aquí estamos desconectados del mundo o que no sabemos lo que pasa”, dice Servando, y es como si el bar de Remedios, donde se sintonizan casi todos los canales de televisión, hasta Discovery Channel, le diera la razón. Es como si el sonido de ese televisor o esa pila de periódicos regionales en el mostrador del bar contrastase con estas praderas vacías; con esos árboles de los que se caen las frutas o con esas vacas, encerradas entre alambradas que se limitan a ver la vida pasar.
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Lo que pasa es que todo eso te recuerda que todo este escenario, que parece tan brillante, ya no es un medio de vida. "Aquí el único futuro que puede haber es el del turismo rural. Hoy, se iban unos que estaban cargando las maletas en la casa rural de enfrente", me decía Servando y hasta es posible que me lo repitiese Remedios, la de la cafetería, la verdad es que no recuerdo, el nombre no tiene tanta importancia.
"Aquí el único futuro que puede haber es el del turismo rural"
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En realidad, los nombres quizás sean lo de menos en esta historia si aceptamos que el verdadero protagonista es la pradera, deshabitada de riqueza pero no de belleza. Una condición real de inocencia que te hace pensar qué sería de uno si se quedase a vivir aquí, donde una bombona de butano es una fotografía familiar o donde todavía hay casas sin calefacción que se calientan a golpe de leña, organizada para los fríos del invierno, día y noche.
En ese escenario el ruido es un accidente y el cielo una amenaza de lluvia o de niebla. Porque así es esta España, representada en este pueblo de Miñagón que he elegido para escribir, uno de los múltiples (Pendía, Los Mazos, Serandinas….) que conducen desde Navia hasta Boal, donde ya hay hasta una moderna oficina de Correos. De hecho, allí la civilización recupera su status. Pero Remedios ya no sabe si sabría vivir allí porque ella en Miñagón realmente tampoco se aburre. El silencio no es una tristeza. No todos somos iguales.
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"Las horas pasan como en todos sitios, porque siempre hay cosas por hacer", explica. "Y la ventaja es que aquí nos conocemos todos. Y hemos aceptado esta forma de vida pacífica que en mi caso no cambiaría por nada", añade la propia Remedios, uno de esos personajes que claro que le invitan a uno a regresar al pasado, a una España que todavía existe y en la que no sólo queda el musgo a la orilla de las carreteras. También la nostalgia de que todas esas tierras, tan dignas de agricultura o de ganadería, ya no valgan para ganarse la vida a esos jóvenes a los que les gustaría despertar en el sitio donde pasaron la infancia.
El silencio no es una tristeza. No todos somos iguales.
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Que tengan que marcharse a Gijón, a Oviedo o hasta Madrid, donde me parece que nunca será fácil encontrar a un tipo como Servando capaz de ofrecerte uno de los regalos más naturales que existen en la tierra: una bolsa de tomates nobles, tan nobles como esas praderas que los ven nacer y que, en realidad, son tan difíciles de retratar con palabras.