Vivir bajo la amenaza de ETA
La Guardia Civil mantiene cerca de 5.500 agentes en 84 instalaciones y casas cuartel repartidas por Euskadi y Navarra. Varios de ellos relatan a ‘Público’ cómo es su difícil día a día.
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Ochenta y cuatro instalaciones tiene la Guardia Civil en el País Vasco y Navarra. Setenta y seis de ellas son casas cuarteles. Setenta y ocho, si se cuentan las dos que hay en el Condado de Treviño, ese trozo de Burgos encastrado en el corazón de Álava. El atentado del miércoles en Legutiano ha demostrado que ETA ha convertido estos edificios y a sus ocupantes, junto a las sedes del PSOE en Euskadi, en su objetivo preferente en una ofensiva en la que los coches cargados de explosivos hasta los topes vuelven a ser su principal instrumento de terror.
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Juan Manuel Piñuel, la última víctima de la banda, lo sabía cuando decidió pedir ir voluntario al País Vasco durante tres años y, así, tener preferencia después para pedir después un destino mejor. Dejó a su mujer y a su hijo en Málaga. Quiso ir sólo a esperar que el tiempo pasase lo más rápidamente posible. ETA sólo le dejó tachar dos de los 36 meses que esperaba pasar entre aquellos paisajes bucólicos rotos por pintadas de ‘pikoletos, a Marruecos’.
El Ministerio del Interior no facilita datos del número de agentes del Instituto armado que tiene desplegados en Euskadi y Navarra por motivos de seguridad, pero las fuentes del instituto armado consultadas por este diario hablan de cerca de 5.500 agentes.
Irse o quedarse
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Muchos de ellos sólo piensan en irse en cuanto ponen un pie en Euskadi, pero también los hay que echan raíces, forman una familia y tratan de vivir con normalidad... pese a ETA. Uno de ellos es Juan. Este agente, nacido en un pueblo de Cáceres, llegó forzoso el 1 de abril de 1983, en un momento en que la banda terrorista mataba un día sí y otro también. Hasta hoy. “Me casé aquí con una chica de Madrid, tenemos dos hijos y nos gusta vivir aquí”, explica.
Juan vive con su familia en una casa cuartel de Guipúzcoa con la sensación de que la banda terrorista no tiene la fuerza de antes, pero sí la suficiente para hacer daño, sobre todo en las residencias pequeñas, como la de Legutiano. “Contamos con buenos medios técnicos, pero en algunas casas cuarteles, como la de Legutiano, falta gente para vigilar mejor”, se lamenta.
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Ésta es su mayor preocupación hoy en día, cuando siente que la banda ha vuelto a colocar en el punto de mira a la Guardia Civil. No por Legutiano. Algo así, cuenta, se veía venir desde el pasado 24 de agosto, el día que un coche bomba reventó la casa cuartel de Durango. Sus compañeros destinados en la localidad alavesa comenzaron a tomar más precauciones hace sólo tres semanas, colocando conos en el arcén para evitar que los vehículos aparcaran enfrente. “Era un nivel de vigilancia más caliente”, describe.
Si no fuera por ETA, la vida de Juan, su mujer y sus hijos, sería de lo más placentera. Sigue viviendo en una casa cuartel porque está convencido de que, en Euskadi, es la mejor manera de preservar su seguridad y la de su familia. Pero, cuando se quita el uniforme, sale para tratar de disfrutar de su tiempo libre: “Fuera del cuartel tenemos amistades entre gente corriente”. ¿Han cambiado mucho las cosas desde los años 80? Ante la pregunta, duda: “Bueno, han cambiado, pero no tanto. Ayer, en un programa de la televisión vasca, escuché a un tertuliano decir que la Guardia Civil era un vestigio del franquismo. Y aquí lo único que queda de Franco es ETA”.
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Una profesión secreta
Félix, otro veterano guardia civil nacido en el sur (Málaga), lleva 20 años destinado en Navarra y tampoco piensa en emigrar. “Cuando vienes de joven al norte, llegas asustado. Te lo imaginas como una especie de Vietnam, pero poco a poco te vas haciendo”, cuenta.Pero, la descripción que hace de su vida dista mucho de ser idílica. Hace 13 años decidió dejar las casas cuarteles para vivir junto a su mujer, a la que conoció en Navarra, y sus dos hijos en un piso con una vida más normal. Sin embargo, hoy es el día en que ninguno de sus vecinos sabe que es guardia civil. Cuando lava el uniforme, nunca lo seca en el tenderero. Sus hijos saben cuál es el trabajo de su padre y, también, que no deben decírselo a sus amigos.
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Aun así, Félix cree que vivir fuera de las casas cuarteles “en el norte” es la mejor manera de tener una vida más normalizada y amistades fuera del trabajo. “Si no sales, te metes en un mundo muy pequeño, como un gueto”.
Es lo mismo que piensa Francisco, un gaditano destinado en Álava que va tachando en el calendario los días que quedan para llegar a agosto, cuando cumplirá los tres años destinados en Euskadi y podrá pedir su traslado a Andalucía. Casado, tanto él como su mujer hacen “una vida de disimulo. Procuramos no hablar por la calle para que nadie escuche nuestro marcado acento andaluz y nos señalen”. Aún recuerda cómo, al poco de llegar, visitó a un compañero en la Casa Cuartel de Oñati. “Al salir a pasear por el pueblo, los críos que estaban jugando en la calle, como ya lo conocían, se paraban y lo miraban. Si ya había llegado con miedo, ese día me asusté más”. Ahora, casi tres años después, el miedo es menor, pero aún pervive: “Nunca sabes quién está enfrente en un bar”. “Hace unas semanas me enteré que había un pabellón libre en Legutiano y pensé en pedirlo para dejar de pagar el alquiler. Mi mujer se opuso y, gracias a ello, no estamos bajo los escombros”. Un motivo más para que Francisco tache cada día que resta “a una vida que no es vida”.