madrid/barcelona
Actualizado:El mito de la Transición siempre ha sido que Juan Carlos I fue el soberano garante de la democracia, a la que salvó el 23-F haciendo valer la autoridad de su corona y su convicción constitucional. Pero, recién superados los 82 años y retirado hace unos meses de toda actividad pública, el rey emérito pasará a la Historia como un monarca corrupto, apartado de la familia real por su escandaloso comportamiento y desheredado –a la inversa– por su propio hijo, Felipe VI.
Porque la realidad no es sólo que Juan Carlos fue escogido como sucesor por Franco para garantizar que todo quedara "atado y bien atado", sino que durante la larga agonía del dictador se aseguró su subida al trono haciéndose confidente de la Casa Blanca y convirtiéndose en la gran apuesta de EEUU para controlar España, tal como desveló Público –gracias a la colaboración entre este diario y Wikileaks– en diciembre de 2014, y ha sido confirmado hace muy poco por la desclasificación de los documentos secretos de la época de Kissinger.
Después, las numerosas preguntas sin resolver del 23-F empañaron la imagen de salvador de la patria y de la democracia que dieron a la ciudadanía todos los partidos, de izquierda a derecha, y todos los medios de comunicación. Hoy seguimos sin saber si es cierto que el general Alfonso Armada era el "elefante blanco" que se iba a hacer con el poder en nombre Juan Carlos, o si "el rey nos salvó in extremis de un golpe que él mismo había puesto en marcha", como estimó Pilar Urbano.
Aventuras amorosas y comisiones del petróleo
Aunque lo que ha ido socavando su figura a lo largo de los años ha sido su afición por amasar dinero y sus descaradas aventuras amorosas, ambas cosas mantenidas en aparente reserva únicamente gracias al juramento de silencio que cumplieron los políticos y los periodistas, e impusieron las autoridades ejecutivas y los servicios de inteligencia.
En realidad, todo ello era un secreto a voces –aunque nunca publicado ni retransmitido– que saltaba a la vista con sólo verle festejar con sus íntimos amigos de la realeza saudí, y compartir viajes y recepciones con Corinna Larsen, mientras su fortuna crecía sin parangón posible con sus emolumentos asignados en los Presupuestos Generales del Estado.
Su manifiesta infidelidad –fuese con la aristócrata, por matrimonio, Corinna zu Sayn-Wittgenstein, o con la actriz Bárbara Rey– fue asumida por la opinión pública española como meros pecadillos típicos de los Borbones que así distraían la atención sobre sus actividades crematísticas. Por entonces, aún no se sabía que en verdad Corinna no era sólo su amante sino sobre todo su socia y cómplice de las comisiones que iban llenando las arcas del rey de las regatas; un navegante regio que bautizó sucesivamente a su velero como Bribón y Fortuna.
La revista Forbes le atribuyó una fortuna de 2.000 millones, en base a la investigación del New York Times
Según el economista neoliberal Roberto Centeno, quien fue consejero delegado de Campsa durante las grandes crisis del petróleo, Juan Carlos I se llevaba "comisiones que podían oscilar entre 1 y 2 dólares por barril" a finales de los años 70, con beneficios netos anuales de alrededor de dos millones de dólares anuales, "una barbaridad" para la época. Y esos no eran sus únicos ingresos, ya que años después la revista Forbes atribuiría al soberano español una fortuna cercana a los 2.000 millones de dólares, en base a una exhaustiva investigación del New York Times.
Todo ello se gestionaba muy discretamente a través de su testaferro Manuel Prado y Colón de Carvajal, quien acabó pagando en la cárcel su fidelidad como administrador privado del rey y fue el que escogió al broker suizo Arturo Fasana para crear la cuenta Soleado, en la que acabaron metiendo mucho dinero grandes potentados y financieros españoles, convencidos de que allí nunca serían descubiertos.
Operaciones 'off-shore' con Corinna y Álvaro de Orleans
También estaba seguro el propio Juan Carlos de que jamás podrían pillarle por sus operaciones financieras off-shore con Corinna o con su primo Álvaro de Orleans, ya que como jefe del Estado del Reino de España la Constitución establecía que era judicialmente "inviolable". Sin embargo, no contó con que sus devaneos pudieran acabar obligándole a abdicar.
Fue un 14 de abril, en el 81 aniversario de la Segunda República, cuando la Casa Real tuvo que anunciar que el monarca había sido operado de urgencia al sufrir una triple fractura de su cadera derecha a causa de una caída accidental en un viaje no anunciado en Botsuana. Ese año 2012 siempre se recordará por su penosa disculpa, al ser dado de alta en el hospital: "Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir".
El jeque saudí que pagó su viaje a Botsuana para cazar elefantes también medió por el contrato del AVE a La Meca
Ese accidente acabó sacando a la luz no sólo que había abandonado sus obligaciones en la Jefatura del Estado para irse de peligrosa cacería de elefantes junto a su querida Corinna, sino que además el que había corrido con todos los gastos de tan oneroso entretenimiento era el jeque Mohamed Eyad Kayali, quien fue administrador de la empresa que gestiona el patrimonio inmobiliario saudí en España. Y ahí empezó a agrietarse el muro de silencio que había ocultado durante décadas los inconfesables negocios de Juan Carlos I.
De hecho, Kayali –uno de sus íntimos amigos en Arabia Saudí– fue el mediador clave, antes de fallecer en 2019, para el contrato del AVE a La Meca, por el que Juan Carlos se embolsó la multimillonaria comisión que ha acabado por arruinar su figura al final de su vida.
Con las compuertas de la riada de revelaciones sobre sus amoríos y sus negocios ya entreabiertas, Juan Carlos abdicó el 2 de junio de 2014 y sólo nueve días después el Congreso aprobó la ley orgánica, con sólo los votos del PP, que le concedió un aforamiento exprés por el que solo podría ser juzgado por el Tribunal Supremo. Pero esa renuncia no tapó el ruido de las cloacas.
La operación final que ha hundido al emérito partió de las cloacas de Villarejo en el Ministerio de Interior de Fernández Díaz
En realidad, fueron las operaciones de esas cloacas de Interior, que Público desveló a partir de 2015 –culminando con la publicación de las grabaciones secretas del ministro Fernández Díaz–, las que acabaron por sacarlo todo a relucir: en enero de 2017, este diario reveló que el comisario José Manuel Villarejo y sus cómplices en la brigada política de la cúpula policial estaban chantajeando a la Casa Real con tirar de la manta de los negocios del rey, difundiendo una grabación de Corinna que el comisario había entregado al periodista Manuel Cerdán para que la difundiese en el momento apropiado.
Año y medio más tarde, cuando Villarejo ya se veía desesperado sin poder salir de prisión, Cerdán publicó esa grabación en la web de Eduardo Inda. La bola de nieve había empezado a rodar y ya era imparable. A pesar de que la Audiencia Nacional decidió archivar esa pieza Carol en septiembre de 2018, las autoridades judiciales suizas emprendieron sus propias investigaciones por un posible delito de blanqueo.
Hasta que el pasado 3 de marzo estalló la bomba final con las revelaciones del diario suizo Tribune de Genève, pocos días después refrendadas por otra exclusiva del británico The Telegraph. El manto de silencio sostenido ya a duras penas por la prensa española se hizo jirones: tal como sospechábamos desde hacía muchos años Juan Carlos y Corinna formaban un dúo de comisionistas de nivel internacional, que hacían circular por paraísos fiscales, y al final se repartían, decenas de millones de euros en dinero negro.
Supuestas donaciones cruzadas del rey saudí, Abdullah bin Abdulaziz Al Saud, que regaló 90 millones de euros a su buen amigo el monarca emérito español, quien años después entregó 65 de esos millones a su examante Corinna. Y todo a través de una fundación en Panamá, con cuenta secreta en Suiza, de la que el propio Felipe VI era beneficiario.
Así que, el actual rey ha tenido que lavar la Corona, anunciando que renunciará a su herencia y eliminando la asignación de su padre como rey emérito, hoy apartado definitivamente de todo honor y retribución pública, tras ser reverenciado durante tantas décadas.
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