Sísifo vive en Huelva: los jornaleros de la fresa se enfrentan a condiciones de infravivienda un año más
Cientos de trabajadores viven en la calle y en asentamientos chabolistas en las afueras de Lepe (Huelva), uno de los municipios freseros.
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Lepe,
De camino a Lepe (Huelva), uno de los municipios frutícolas por excelencia, la carretera está rodeada de invernaderos, de los que brotan, de cuando en cuando, también pequeñas banderas de España que cuelgan de altos y finos mástiles. El sol se refleja sobre los plásticos bajo los que la primavera engaña al invierno para que crezcan sabrosas la fresa y la frambuesa.
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En Lepe habitan, según el Instituto de Estadística y Cartografía de Andalucía, 28.293 personas, de los que algo más de 5.100 tienen otra nacionalidad diferente a la española. También lo hacen, cuando arranca la campaña, una cifra indeterminada de jornaleros –entre 400 y 800, según las estimaciones que hacen las ONG locales, algunos de ellos empadronados, otros no–, que acuden a recoger la fruta –no solo fresa y frambuesa, también naranja y mandarina en esta época– que después se exporta a media Europa y cuya comercialización mueve en la provincia de Huelva más de mil millones de euros cada año.
La semana pasada, de nuevo, las condiciones de trabajo y de vida de estos jornaleros se pusieron sobre la mesa tras las denuncias de las ONG de la zona –Asnuci entre ellas– y de la diputada de Adelante Andalucía, Maribel Mora, que aseguraban que se había expulsado a unas 80 personas de la estación de autobuses de Lepe en la que dormían al raso, con cartones por todo colchón. No se les dio alternativa alguna y, como ha comprobado Público, se han buscado la vida como han podido, en las calles y en los campos que rodean el pueblo.
Samba Dyeng es uno de los jornaleros que ha estado en la estación. Ahora duerme en una especie de tienda de campaña improvisada en el campo. "La policía nos ha echado de la estación de autobuses", asegura. Esta tarde viene de recoger mandarinas, "27 cajas", dice.
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A las afueras de Lepe, hay varios campamentos chabolistas, levantados de un modo rudimentario con maderas de palés a modo de estructura, a la que recubren los mismos plásticos que albergan las fresas y las frambuesas. Ahora hay menos chabolas de las que había, porque han ardido en los años pasados y las autoridades quieren que se mantengan en unas dimensiones reducidas: impiden que se hagan más. Este no es un asunto nuevo en Huelva. El chabolismo asociado a la fresa comenzó en torno al año 2000 y hoy más de 3.000 personas viven en más de 40 asentamientos no solo en Lepe, sino también en los municipios de Moguer, Lucena del Puerto y Palos de la Frontera, según las estimaciones de las ONG.
En uno de estos asentamientos, este miércoles, sobre una ligera hoguera descansaba una tetera en la que se calienta té verde chino de la marca tislit. Alrededor del fuego, bajo el sol del mediodía, entre un montón de escombros, sentados en desvencijadas sillas, Mody, Madou, Ibrahim comparten la bebida, que tiene un sabor fuerte y especiado. "Le ponemos clavo", dice Madou. Mody sirve el té, con hospitalidad mauritana. "Cuando un extranjero viene, hay que hacerle un té", bromea. Antes de ofrecer un vaso, lo decanta varias veces desde una altura considerable, con una paciencia que trae en el gesto la memoria del desierto del Sahara.
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Mody afirma que tiene 56 años y que lleva 16 años en España, de campo en campo. Lleva una existencia nómada. Huelva, Cataluña, Extremadura, fresa, frambuesa, naranja, mandarina, manzana, aceituna… "Vine en patera en 2006. El viaje hasta Gomera duró siete días. A mis compañeros les perdí la pista", dice. Mody no tiene documentación, cuenta que perdió el pasaporte mauritano en el año 2013, que no ha podido renovarlo y quiere que alguien le llame para recoger la fruta. "Estoy esperando. Te contratan sin papeles si todos trabajan y les falta gente. Para mí, el contrato para conseguir los papeles es más importante que el dinero".
Esto es lo que quieren todos, un contrato de trabajo que les permita regularizar su situación en España y obtener un permiso de trabajo y de estancia. La Ley de Extranjería establece que para acreditar el arraigo social es necesario haber permanecido en España durante tres años, demostrar la "integración social" y contar con un contrato de trabajo firmado por el trabajador y el empleador, para un periodo no inferior a un año. En el sector agrario, se pueden presentar dos contratos con distintos empleadores y concatenados, con una duración mínima cada uno de ellos de seis meses.
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Un cambio en la Ley de Extranjería, como el que hizo el presidente José Luis Rodríguez Zapatero en el año 2004, 2permitiría regularizar a esas personas, evitar que sufran abusos laborales y permitirles realizar sus proyectos de vida de una forma digna", afirman en un comunicado 50 ONG. Además de los aspectos relacionados con la dignidad y los derechos humanos, aquella regularización aportó 2.300 millones de euros al Estado.
Madou enseña el interior de una de las chabolas. El efecto invernadero de los plásticos que recubren la estructura de madera, calienta el interior. Hace calor. Hay tres colchones, dos de ellos sobre la tierra y el otro encajado en una caravana abandonada. De ella, aprovechan la cocina, dos fogones que con una bombona de gas butano aún funcionan.
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Madou regresa a la tertulia alrededor del fuego y del té. Las chabolas tienen puertas y se cierran con candados de diversos tamaños. Lo hacen por seguridad, para proteger sus pertenencias. "Puede haber robos, claro", afirman. "Aquí no estamos bien, hermano. Queremos que arreglen las casas, casas para vivir. En Catalunya es mejor, puedes dormir, pero en Andalucía estás en la calle", dice Mody.
El trasiego en el asentamiento es constante. Aparece un compañero con una bolsa en la que lleva un buen botín, una decena de doradas. "Soy pescador. Si hay un buen barco, me subo", dice. Muestra los peces y se los lleva. A la salida –o a la entrada, según se mire– del asentamiento, hay un colchón tirado, un sofá derruido, y una montaña de basura.
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No más chabolas
La ONG Asnuci, que ha denunciado un año más la situación de los temporeros, gestiona un centro de día, en el que los jornaleros se relajan, se conectan a internet, se duchan, lavan la ropa, gestionan sus papeles, reciben clases de español, y también preguntan si hay trabajo y si se les puede ayudar a solucionar problemas legales, con un abogado, y médicos, si es que los tienen.
Mame trabaja en Asnuci. "Abrimos a las diez de la mañana y cerramos a las once de la noche. A todo el que venga y acepte las normas, le acogemos. Les pedimos una foto de carné", explica. Los socios pagan 5,5 euros al mes para tener acceso a todos los servicios que les ofrece el centro de día.
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Mame conoce muy bien, de primera mano, los problemas a los que se enfrentan un año más los temporeros: "Han firmado la erradicación de las chabolas. Si se ve que en una chabola no hay nadie, la quitan. Una vez que se quemó la chabola, no te permiten hacer una nueva. Y por eso un montón de gente está en la calle. Están por todo Lepe. Ves un sitio oscuro ahí y ahí tumbas tu cabeza".
Madou, Mody, Ibrahim confirman que no se pueden hacer más chabolas, mientras beben el té: "A las seis de la tarde, vienen los vigilantes, no son policías. No quieren más chabolas. Muchas casas están cerradas. Prefieren que estemos en la calle".
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"El tema del chabolismo en Lepe –afirma Mame– es de hace más de 20 años. Estamos pidiendo soluciones. Módulos para los trabajadores. Hasta ahora, nada. Hablar sin hacer. Y se escuchan muchas cosas, que los africanos no quieren alquiler… Ese bla bla no es verdad. Llego a trabajar, pregunto por casa, no me alquila. Pues tienes que poner tu cabeza en un sitio para poder trabajar". La palabra surge sola en la cabeza mientras se escucha a Mame: racismo.
En Lepe, en las últimas elecciones, las generales de 2019, Vox fue la fuerza más votada, con 3.319 votos, el PP quedó segundo, con 3.174, el PSOE, fue tercero, con 2.654 sufragios, mientras que Podemos obtuvo 803 apoyos y Ciudadanos, 727.
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En Lepe hay dos bibliotecas públicas, dos institutos, tres centros de FP y quince pantallas de cine, según el Instituto de Estadística y Cartografía.
Mamá África
"Estos chicos, los que vienen, tienen que tener muchísimo carácter. El que no lo tenga…", Marcela deja la frase ahí suspendida, colgando, como en un limbo. Marcela es a quien todos llaman Mamá África, una extraordinaria, energética y risueña colombiana de Cali, que cocina y atiende el comedor social de Lepe que gestiona la ONG Fecons. Cada día sirven, afirman, unas 165 almuerzos y también atienden a familias con niños, en esta etapa, fundamentalmente, jornaleros.
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El comedor es amplio –al estar ubicado en una nave, los techos son muy altos–, tiene manteles de plástico, de colores alegres y están limpios. Hay en la pared un improvisado mapa de África, pósters del sudafricano Nelson Rolihlahla Mandela, un mito, y del nigeriano Akinwande Oluwole Soyinka, premio Nobel de literatura. Es mediodía y están ya a punto de cerrar. Tres chavales comen huevos con patatas que les acaba de preparar Marcela. "Vamos llevándolo. Una entiende a la gente. Siempre termino preparando algo. Conocemos a casi todos los de aquí", dice.
Marcela desborda buen rollo, le gusta hablar y cuenta una anécdota sobre los chicos que le dijeron una vez: te vamos a traer un conejo para que nos lo cocines. Luego, nunca lo trajeron. Divertida, Mamá África dice que les dijo: "bueno. ¿Dónde está el conejo? Tráelo, que yo te hago el arroz con conejo". Al terminar la anécdota, suelta una contagiosa risa traviesa. El límite de Marcela es claro y todo el mundo lo conoce: la educación y el respeto. Todo aquel que entra de malas maneras en el comedor acaba saliendo y "mañana no entra". "Son muy buenas personas", remacha Marcela.
Un día de trabajo (o no)
Sahibi –el nombre es falso, prefiere no dar el suyo– es una de esas buenas personas. Tiene 53 años, afirma. Está sentado, con la mascarilla puesta, en el centro de día de Asnuci. Cuenta que vive en una "chabola pequeña" a las afueras de Lepe. En las chabolas no hay luz eléctrica ni agua potable. La luz es la que dan las velas, las hogueras y los móviles –un aparato que hace el exilio ligeramente más llevadero de lo que era antes, porque permite una comunicación casi instantánea con la familia, en función del acceso a la red– y el agua, la que recogen en garrafas de agua de ocho y diez litros.
Un día cualquiera, cuenta Sahibi, se levanta en la chabola a las seis de la mañana con el sonido de la alarma del teléfono. Es aún de noche. Hace sus abluciones y reza. Después prepara el desayuno. Con suerte, café, que calienta con el butano, y pan con mantequilla. Si tiene trabajo, se va a trabajar. Si no lo tiene, se acerca a la estación de autobuses, donde desde hace años, los patrones reclutan a la gente que les hace falta. Si alguien le lleva al campo, allí trabaja de ocho a tres. Hay fincas en las que se descansa 15 minutos, otras en las que no. Recoger la fresa es esforzado, hay que agacharse, la espalda duele. Pero Sahibi está fuerte, dice. A Sahibi, dice, lo que le hace falta un contrato que le permita regularizar su situación en España.
Los jornaleros cobran unos 40 euros por jornada trabajada, según han contado varios de ellos a Público. Depende de la finca pueden ser también 42 euros. Si en lugar de fresa, se recoge ese día naranja o mandarina, se cobra por cajas. A 1,10 ó 1,20 la caja. Les pagan cada quincena, en función de los jornales, en muchas ocasiones en mano. La mayoría no tienen cuentas corrientes en los bancos. Por tanto, si trabajan de lunes a viernes, lo que no siempre sucede, se embolsan al mes, con suerte, unos 900 euros.
Sísifo en el albergue
El albergue municipal está ocupado por personas migrantes, para dormir en un patio techado y está custodiado, día y noche, según denuncian las ONG, por dos guardas jurados, a los que ha visto Público este miércoles sentados en la puerta, y que impiden entrar a más gente que podría dormir en un patio techado.
Enfrente, Asnuci gestiona un albergue, que está en buenas condiciones, que cuenta con 38 plazas y que soluciona algunas necesidades. Es autosuficiente. Los jornaleros que viven aquí pagan 96 euros al mes, con una mensualidad de fianza. Aquí tienen agua, luz, wifi, lavadoras, un par de televisores, una play Station. El miércoles por la mañana, no había nadie. Estaban todos trabajando, en los campos. Por la tarde, a la vuelta, regresan cansados y hambrientos. Se duchan, sacan las alfombras para rezar, preparan el arroz con pollo y hortalizas. Una vez que están listos, se sientan a comerlo en comunidad, de una fuente, mientras la televisión, en silencio, a su espalda, emite imágenes de la guerra de Rusia contra Ucrania. "Mal, la guerra, mal", resumen.
Coulibaly es uno de ellos. Se acaba de duchar. Y ahora come arroz y pollo con sus amigos. Tiene 23 años y familia, a la que trata de ayudar, en Mali. "La gente que está aquí trabaja para ayudar a la gente de allí", resume. Ha regresado del campo. Ha cortado 50 cajas de naranjas.
De las 38 plazas del albergue, seis están reservadas a las mujeres, pero solo dos están ocupadas ahora. Fatna Hayat es una de ellas. Tiene 45 años, dos hijas. Proviene de Casablanca. Como Coulibaly, viene de trabajar. Ella en la frambuesa.
Mody, Madou, Ibrahim, Madu, Sahibi, Fatna, Coulibaly, Samba bien podrían llamarse Sísifo, que, según se narra en la Odisea, fue castigado a empujar cuesta arriba una piedra hasta la cima de una montaña, una piedra que, justo en el momento en que iba a llegar arriba del todo, rodaba hacia abajo.
Así lo cuenta Ulises, que se lo encuentra en el Tártaro –el infierno–: "Y vi a Sísifo, que soportaba pesados dolores, llevando una enorme piedra entre sus brazos. Hacía fuerza apoyándose con manos y pies y empujaba la piedra hacia arriba, hacia la cumbre, pero cuando iba a trasponer la cresta, una poderosa fuerza le hacía volver una y otra vez y rodaba hacia la llanura la desvergonzada piedra. Sin embargo, él la empujaba de nuevo con los músculos en tensión y el sudor se deslizaba por sus miembros y el polvo caía de su cabeza".
Así, como Sísifo, los jornaleros recogen la fruta, día tras día, con los músculos en tensión y el sudor deslizándose y el polvo en su cabeza, sin atisbar la documentación que les permitiría acceder a los permisos de residencia y trabajo, en resumen, a la ciudadanía. En España viven más de 500.000 personas sin permiso de trabajo, hay medio millón de Sísifos.
Las ONG han dicho esta semana basta: "No podemos entender que, después de más de veinte años de campañas agrícolas exitosas donde empresarios y administraciones se congratulan mutuamente de la expansión de un negocio redondo, se olviden por completo de las condiciones de vida más básica de la mano de obra, como es un alojamiento digno. Esta actitud solo se puede entender desde la lógica del capitalismo más depredador y deshumanizado y desde el racismo institucional, impropio de un estado social y de derecho".