El policía 'cazarrojos' que se infiltró en el PCE para aniquilarlo durante el franquismo
Roberto Conesa captó a militantes comunistas para que delatasen a sus compañeros. El historiador Fernando Hernández relata en 'Falsos camaradas' el duro golpe que sufrió el Partido en 1947.
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madrid,
"La mejor astilla es de la misma madera". Roberto Conesa, policía de la Brigada Político Social y enemigo número uno del PCE, tenía claro que para desarticular las organizaciones de izquierda durante el franquismo no bastaba con infiltrarse en ellas, sino que también era necesario captar a sus militantes. Sus confesiones a la revista Cambio 16 en 1977 revelan el modus operandi de un agente que estudió a conciencia la psicología de los insurrectos y que se empapó de la terminología revolucionaria para pasar por uno de ellos.
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También desplegaba sus técnicas en los interrogatorios de los detenidos en la temida Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol, donde podía pegarle un puñetazo a una mujer y luego pedirle perdón, decirle que la quería porque era una "desgraciada" e insistirle en que su pareja la engañaba, caso de Eva Forest, quien tras el chantaje emocional sentía la gelidez del cañón de una pistola en la sien. El marido, la esposa, los hijos… Roberto Conesa carecía de escrúpulos y aludía a los más seres más queridos de los arrestados para que cantasen.
"Vas en busca de otras piezas. Vas a bajar la pieza como el buen cazador. Luego, que la coma otro. Vas siguiendo el rastro para que el detenido sirva de cimbel", declaraba a Cambio 16 en referencia al método que empleaba para que unos militantes delatasen a otros, aun a riesgo de que muriesen durante las torturas, "por su culpa, por sus propios hechos", algo que, hipócritamente, decía lamentar en la entrevista. "Como hay cazadores que ven la pieza bonita y después de haberla matado dicen: qué pena, qué pena no haberla podido coger viva para presentar este ejemplar, ¿comprende?".
Roberto Conesa Escudero (Madrid, 1917-1994) era menudo, "madrileño por los cuatro costados", padecía acidez de estómago y fue descrito por el diario católico Ya como "un ejemplo de dedicación y vocación", sin hijos, porque "todo su amor está depositado en la Policía". Un "enamorado" de su profesión, su "medio de vida", en las propias palabras de un agente que trabajaba "con entusiasmo y con fe", hacedor de delaciones y confesiones a cualquier precio. "Un remedo de Eliot Ness del barrio de la Arganzuela", escribe el historiador Fernando Hernández Sánchez en el libro Falsos camaradas (Crítica).
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Su carrera fue meteórica. En 1939 entró como agregado de la Brigada Político Social y, dos años después, participó como infiltrado en la reconstrucción del Socorro Rojo, a cargo de militantes de las Juventudes Socialistas Unificadas, que llevó a la detención y al fusilamiento de decenas de jóvenes, incluidas las Trece Rosas. También intervino en el arresto de comités y militantes del PSOE, la UGT, la CNT y otras organizaciones clandestinas como el PCE, con operaciones en Madrid, Zaragoza, Lleida y quizás en Barcelona, donde cayeron ochenta militantes, un duro revés para el PSUC.
Así, el Partido Comunista lo llegó a considerar "su más implacable enemigo, como lo prueba el odio que se manifiesta hacia su persona en toda cuanta propaganda edita, principalmente en su órgano de difusión Mundo Obrero, en el que raramente se le deja de amenazar", según una memoria de la Jefatura Superior de Policía. Paradójicamente, Roberto Conesa también se infiltró en el órgano oficial de comunicación del PCE y llegó a imprimir ejemplares falsos en una rotativa clandestina requisada por la Policía. A veces, cometía errores deliberadamente con la intención de reunir a los cuadros para que lo instruyesen y, de paso, darles caza.
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La penetración en el PCE provocó la caída, entre octubre de 1946 y enero de 1947, de numerosos militantes: más de 2.000 detenidos, penas de 1.744 años de cárcel y 46 condenados a muerte. Además de ser felicitado públicamente, llegó a recibir 2.500 pesetas por una operación, el 56% de su salario anual, a las que habría que sumar el dinero que podría haber sustraído durante los registros. "Las recompensas, las mordidas y otros ingresos al margen de la nómina eran lo que permitían que el pobre Conesa viviera por entonces en un ático de la calle Narváez, en pleno barrio de Salamanca", escribe Fernando Hernández Sánchez, quien señala que esas prebendas alentaban el "celo represivo" de unos agentes "mal pagados".
"Roberto Conesa fue el enemigo número uno del PCE porque se infiltró varias veces en él y logró deshacerlo otras tantas. Después de que la Policía liberase en 1977 a Antonio María de Oriol y Emilio Villescusa, secuestrados por los GRAPO, él presumía de haber logrado algo más que infiltrarse: captar el espíritu de la organización, su lenguaje y su personalidad no solo para hacerse pasar por uno de ellos, sino también para captar a militantes desde dentro y persuadirlos para que se pusiesen a su servicio", explica a Público el autor de Falsos camaradas: Un episodio de la guerra antipartisana en España, 1947.
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Tendría que pasar una década para que se reactivase el Partido Comunista, con la llegada de nuevos cuadros desconocidos para las autoridades franquistas, caso de Jorge Semprún, quien en Autobiografía de Federico Sánchez escribe que la Policía que encarnaba Conesa era "capaz únicamente de trabajar a base de confidentes y de palizas". En 1956 comienza, explica Fernando Hernández Sánchez, la protesta universitaria y resurge el movimiento obrero en Asturias, Euskadi, Madrid y Barcelona. "Entonces, personajes como él pierden valor añadido, aunque seguirán cobrando del fondo de reptiles".
En 1975 es designado comisario principal y en 1977, comisario general de la Brigada Central de Información, heredera de la Brigada Político Social. "Su progresión fue esmaltada por los éxitos contra su presa favorita, los comunistas organizados en el PCE o en las Comisiones Obreras, pero también contra las escisiones prochinas y los grupos armados del tardofranquismo", escribe el historiador, quien señala que tenía varios informantes a su cargo, a los que llamaba "mis niños", como el Rubio, el Peque o el Chato, "continuador de una saga de soplones que compartieron su apodo, como si el alias imprimiese carácter", relata en el libro.
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"Eran sus criaturas porque las había captado y adiestrado", apunta Hernández Sánchez, quien traza un perfil de los falsos camaradas, incluidos los que se habían pasado al lado oscuro antes de entrar clandestinamente en España. "Alguno podía ser quintacolumnista durante la guerra civil, porque es increíble que un republicano español exiliado en Francia fuese detenido por la Gestapo dos veces en quince días y no le pasase nada. Luego, había de todo, desde comunistas sinceros en sus orígenes, pero jóvenes, inexpertos, con flancos débiles o con familia, hasta veteranos que se desmoralizan", asegura el historiador.
La vieja dirección en el interior, fogueada y con experiencia sobre el terreno, ha sido purgada, añade el autor del libro. "Entonces, es sustituida por chavales menos curtidos y con escasa trayectoria que, tras ser presionados por la Policía, cometen traición. Aunque hay que resaltar que otros persisten en su actitud y lo van a pagar muy caro". El contexto tampoco era favorable, pues la invasión del Valle de Arán fracasa y se pierde la esperanza de que las potencias aliadas derroquen a Franco tras el pacto entre Londres y Moscú, el acercamiento del régimen a Washington y el comienzo de la Guerra Fría.
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"A partir de entonces, solo queda una resistencia interior de lucha armada que se comienza a ensimismar, sin posibilidad de llevar a cabo una acción que ponga en jaque al franquismo. Subsisten núcleos de resistencia aislados, en zonas rurales y sin ninguna incidencia en el mundo urbano. Una estrategia que costó cambiar y que durante esos años acarreó muchas pérdidas y escasos logros", lamenta Fernando Hernández Sánchez, quien señala la "responsabilidad in vigilando" de Santiago Carrillo, pues era "el encargado del aparato de la organización y de pasos, es decir, el responsable en última instancia de la gente que se enviaba a España".
Él pensaba, apunta el historiador, que podían cumplir ese papel, pues se trataba de "jóvenes aparentemente disciplinados y estalinizados". Sin embargo, algunos eran unos traidores con quienes "llegó a mantener una correspondencia fluida durante meses, donde los felicita por los supuestos logros conseguidos". Con la caída de 1947, los presos de la cárcel de Burgos se constituyen como la dirección del Partido en el interior. "Es la dramática metáfora final", concluye Fernando Hernández. "El PCE, que nunca quiso ser un partido en el exilio, mandaba delegaciones a España, pero iban cayendo una tras otra. Por eso, dirigir una organización desde una prisión fue la expresión de la máxima impotencia".