Represión franquista Matad al republicano, desvalijad al muerto: el robo del reloj como símbolo de la represión franquista
Los falangistas no sólo mancillaron sus cuerpos, sino que también lucieron los bienes sustraídos ante sus vecinos, para escarnio de las familias. El nieto del alcalde Clemente Amago aguarda que las agujas señalen dónde yacen sus restos.
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madrid, Actualizado:
Cuando un falangista asesinaba a un republicano y le robaba el reloj de bolsillo, rompía una cadena. No sólo la leontina, sino también el cordón umbilical que mantenía unidos a aquellos hombres con sus antepasados. El reloj se heredaba de padres a hijos. Los matones, con ese gesto de desvalijar al muerto, no sólo usurpaban un artilugio que medía el tiempo, sino que paralizaban el tiempo mismo. O sea, la memoria.
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“El paseo estaba vinculado a un ritual, donde el saqueo de la víctima tras su asesinato era la norma. Primero le quitaban el dinero y el reloj; luego el abrigo, los zapatos, el cinturón y hasta la boina”, asegura el historiador Xosé Ramón Ermida, quien matiza que el relato procede de la tradición oral, aunque “es cierto no por repetido, sino que también está documentado”.
Clemente Amago era el alcalde socialista de la localidad asturiana de Santiso d'Abres, donde había nacido en 1898 en el seno de una familia de labradores con cuatro hijos y otras tantas vacas. “Una casa pudiente, construida con la ayuda de las remesas de quienes se habían ido a Cuba”, recuerda su nieto, Pedro Amago. A los veinticuatro años, se marchó a Argentina, después de que un tío lo llamase para trabajar como administrador de una hacienda. En 1924, reclamó a su prometida, Regina Llenderozos, quien se empleó en una tienda de confección. Dos años después de llegar a Córdoba, contrajeron matrimonio.
La pareja decidió volver a Asturias durante su luna de miel y los padres de Clemente le pidieron que se quedasen en su tierra. “Arrendaron la casa de un tío que la había hipotecado a la banca de los Casas, en Ribadeo, y allí vivieron hasta 1936, cuando pasó lo que ya sabemos”. Los puntos suspensivos de Pedro aventuran su desventura. Su abuelo había tomado posesión como alcalde el 20 de marzo, tras resultar vencedor en las últimas elecciones de la Segunda República.
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Sólo tuvo un hijo, José Manuel, quien tenía nueve años cuando se lo llevaron. Se había zafado de varios registros gracias a Manuel Cotarelo, comandante del puesto de la Guardia Civil en el citado pueblo gallego, que comparte en la otra orilla las mismas aguas del Eo. Su amistad con el mando le permitía eludir los controles de los subordinados, hasta que un día llegaron los militares de Lugo y Cotarelo no pudo dar aviso. “Guiados por el jefe de la Falange en Santiso d'Abres, Luis Díaz-Sanjurjo Miranda, un vecino suyo, entraron en su vivienda para detenerlo”.
El crío, cuando regresaba del arroyo donde lavaban la ropa, se cruzó con sus padres. “Vete para casa, que voy a hacer un recado y enseguida vuelvo”, le dijo Clemente, quien jamás volvería a ver a su hijo. El pequeño José Manuel, tampoco a su padre: nada se sabe del lugar donde reposan sus restos.
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Un adepto al régimen recomendó al hermano de Regina, Ramón Llenderozos, que se presentase ante las autoridades de la capital lucense porque, como no había cometido ningún delito, no debía temer represalias. Así lo hizo Ramón, también concejal de Santiso, acompañado de su cuñado, Manuel García Miranda. “Desde ese momento, la única noticia sobre ellos es que están enterrados en una fosa común en Rábade”.
El alcalde fue sustituido al frente del Consistorio el 3 de agosto de 1936. No habían pasado dos meses cuando fue detenido. Paradójicamente, la familia recibió una onerosa multa. “Por abandonar sus funciones como alcalde, cuando lo habían echado y puesto como regidor a Pedro García López, un adepto al régimen”, comenta sorprendido su nieto, quien recuerda que dos ediles socialistas se vieron forzados a tomar posesión de sus actas para blanquear el nuevo Gobierno municipal.
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José Benito González y Ramón Miranda, compañeros de partido, presentaron al mes su dimisión, alegando que al haber pertenecido a la anterior Corporación no era ético formar parte de la nueva, argumenta Pedro Amago. El teniente alcalde, Miguel Piñeiro, permaneció escondido durante meses hasta que logró huir a Cuba. Precisamente, en el bar del primero, Casa Benito, el jefe de la Falange entregó el reloj de Clemente un par de días después de su arresto y dio aviso para que la familia fuese a recogerlo. “Atilano Lodos Legazpi iba en la camioneta en la que trasladaron a mi abuelo”.
¿Por qué los asesinos no se quedaron con el reloj? ¿Acaso no lo lucieron en una taberna para sembrar el terror entre los vecinos? ¿No le sacaron al menos unas perras con su venta? La explicación es sencilla: aquellas agujas se habían quedado paradas tiempo atrás, en Argentina. Era un regalo de Regina, pero durante una escapada a un lago, se le cayó al agua y nunca más volvió a dar la hora. Mudo, el reloj regresó a Galicia y cayó en el olvido de un cajón hasta que un tictac sonó en la mente de su dueño.
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Presintiendo que la sombra se cernía sobre sus talones, Clemente trató de escapar a Taramundi, aunque no llegaría lejos. “Dado que la situación era muy tensa e intuía el peligro, se llevó el viejo reloj estropeado. Como un recuerdo, porque sospechaba que ese día podría pasar algo”. Así fue.
- Pedro, a su abuelo supuestamente lo ejecutaron en la carrera de Santiso a Lugo, mas nunca se encontró el cadáver.
- Es probable que nunca llegara a Lugo, porque de lo contrario habría registros, pero no encontramos rastro de él en ningún archivo. Un vecino que trabajaba en Vilameá, en A Pontenova, constató cómo depositaban a los represaliados en una fosa del cementerio. Una vez, pasados los años, le confesó a mi padre que lo habían enterrado allí, aunque tampoco hay datos ni certificados. En el Ayuntamiento, consta que en el camposanto había entre siete u ocho asesinados con certificado de defunción, además de otros tantos cadáveres de sexo masculino sin identidad conocida. Sospechamos que uno puede ser mi abuelo. En todo caso, desaparecieron muchas actas municipales, por lo que podrían ser más.
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La frontera de la muerte
Xosé Ramón Ermida señala que los sitios escogidos para dejar los cadáveres eran ayuntamientos fronterizos entre provincias o regiones, para enmarañar administrativa y burocráticamente su hallazgo. Entre Asturias y Galicia, además, mediaba un río. “La represión de Franco fue muy dura contra los vecinos del pueblo”, explica el historiador de Foz, municipio lucense situado a media hora del asturiano Santiso d’Abres [en castellano, San Tirso de Abres], quien subraya la hermandad entre ambas orillas del Eo.
“Era una zona republicana, pero las tropas nacionales llegadas de Galicia a finales de julio de 1936 tenían como objetivo la zona minera de A Pontenova [doce kilómetros río abajo]. Entraron por dos frentes, instalaron ametralladoras y la iban a liar gorda, si bien ese día no hubo muchas bajas, pues los mineros lograron huir porque conocían las galerías y las vías de escape”, añade Pedro Amago.
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Ejecutados o a la fuga, el escarnio no cesó con la muerte ni con la ausencia. Saqueaban a las víctimas después de asesinarlas y algunos matones lucían el botín en público. “El robo del reloj por su verdugo es un hecho recurrente y hay miles de ejemplos. Fue una práctica muy extendida”, afirma Ermida, quien este domingo estará presente en el homenaje que Memoria da Mariña brindará en Santiso a las víctimas del franquismo en la cuenca del Eo, entre ellos Amago, Miranda y Llenderozos.
Además, los seis represaliados sin identificar que yacen en la fosa común del cementerio parroquial, asturianos de localidades vecinas encarcelados en Castropol, serán honrados con una placa. Rendirán una ovación a Pablo Martínez Crespo, maestro en Trabada, quien trató de defender la República en Figueiras hasta que fue encarcelado. Tampoco habrá olvido para otros dos asesinados en Santiso, Xosé Suárez Novás y Xosé María Jardón, cuyos cuerpos nunca fueron hallados.
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En los actos, donde se ensalzará la figura del guerrillero Luís Trigo O Gardarríos, estarán presentes su nieta, Fernanda Cedrón, y Francisco Martínez Quico, uno de los últimos maquis antifranquistas vivos. “El escenario del homenaje tiene sentido y una significación especial, pues este Ayuntamiento fronterizo entre Asturias y Galicia fue usado tanto como lugar de ejecución como para cavar fosas comunes, pues así dificultaban el reconocimiento de las víctimas”, insiste Ermida.
Robar el reloj, un acto “degradante”
¿Volverán algún día los relojes a dar la hora? ¿Contarán el tiempo transcurrido desde que se paró? ¿Señalarán las agujas a sus verdugos? ¿Habrá reparación y justicia?
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Ermida recuerda que el falangista José Bargueiras, un casero de A Pastoriza que participó en la derrota y represión de la resistencia en la frontera lucense-asturiana, se quedó con el bien más preciado del republicano Antonio Álvarez tras detenerlo en A Fonsagrada y asesinarlo en Negueira de Muñiz. “Su actuación como represor está documentada por múltiples testimonios, aunque ninguno como una causa militar que refleja ese crimen”, indica el historiador.
“Tras matarlo, la columna fascista se reparte todas las posesiones del muerto. Dos mil pesetas y todo lo que llevaba encima: uno se queda con el chaquetón; otro, con la boina, otro, con los zapatos; y Bargueiras, con el reloj, que intentó vender en la feria de Castro de Rei. Ese documento oficial confirma un hecho transmitido a través de la memoria oral: los asesinos y represores se quedaban con las pertenencias y los relojes de las víctimas”, explica Ermida.
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Cabana define a Bargueiras como “un represor sin escrúpulos que tuvo uno de sus centros de operaciones en el Ayuntamiento de Castroverde, pero que no dudó en asesinar a un vecino suyo". Por ello, la comunidad justificaba la ejecución de "los falangistas que rompieron los códigos", del mismo modo que "los ajustes de cuentas no estaban sancionados", subraya la profesora de la Universidade de Santiago en su libro.
"Este tipo de muerte se entiende como merecida y se insiste en que no le faltaban objetos personales que, primero, no igualaran ese acto de justicia con un robo cualquiera y, segundo, no implicara uno de los aspectos que más se les reprochaba a los represores falangistas, el mancillamiento de un cadáver y el robo de sus enseres”, escribe Cabana. Es decir, que un guerrillero no debía hurtar las pertenencias de un represor para dar fe de que aquella muerte era política y respondía a una venganza.
Así, insiste la historiadora en Sobrellevar la vida. Memorias de resistencias y resistencias de las memorias al franquismo, era clave que no pudiera alegarse que se había ultrajado “con violencia post-mortem” el cuerpo de un matón ni quitarle sus posesiones, por insignificantes que fuesen. Hacerlo se consideraba “una actuación despreciable y denigrante, incluso en el caso de un represor que ya había cometido la vileza de asesinar”, explica en el citado texto, incluido en el libro colectivo No solo miedo. Actitudes políticas y opinión popular bajo la dictadura franquista (Comares).
La tradición oral ha traído hasta nuestros días la copla dedicada al comandante José Moreno Torres, asesinado por falangistas en A Fonsagrada tras combatir junto a otros anarquistas en el frente de Asturias, que cayó en manos de las tropas rebeldes en octubre de 1937. Un romance de ciegos dedicado a su figura relata el robo de su zamarra y su reloj una vez muerto.
Con una buena zamarra del comandante Moreno,
paseaba en Fonsagrada el otro día un caballero.
Paseaba en Fonsagrada con la zamarra de cuero,
y un chistoso le decía:
¿qué buen mozo estás, Moreno?
¿Dónde está el reloj de oro del comandante Moreno?
Seguramente se gasta en el pueblo del Acebo.
¿Dónde está la cazadora del comandante Moreno?
Seguramente se gasta muy cerquita de San Pedro.
Ana Cabana también se hace eco de la rapiña que sufrió el alcalde de Arzúa, Juan Manuel Vidal García, quien había construido escuelas en varias parroquias de su municipio con el dinero que mandó cuando estaba emigrado en Argentina. “Su cartera y un reloj de oro que tenía se lo vieron luego a uno de Arzúa, a un señor de derechas”, le dijeron a Daniel Lanero, quien recogió el testimonio en el libro Os remendos da memoria. A represión franquista no Concello de Arzúa, editado por el Ayuntamiento coruñes. “Sí, le robaron el reloj, pero no se lo quitó una persona de Arzúa, y quien lo llevaba era un municipal de Santiago”, aseguró otra fuente.
La profesora de la Universidade de Santiago sostiene que las fuentes orales coinciden en la carga metafórica del hurto. “Lucen los enseres sustraídos delante de vecinos y familias de las víctimas, para mayor escarnio. En ese reloj que funciona para el represor como un trofeo (era un efecto personal que inequívocamente identificaba al propietario), hay mucho más que la apropiación de un objeto (probablemente el único) con valor económico. Detrás se encuentra otra fórmula de represión simbólica, de ahí que el relato incida en ese punto: el reloj se acostumbraba a heredar de padres a hijos en las comunidades rurales, su sustracción rompía con la cadena, impedía al sucesor tener un recuerdo físico del progenitor muerto que posibilitara una memoria cotidiana y viva del represaliado”, escribe en Sobrellevar la vida.
El reloj de Clemente sigue en manos de Pedro, pese a que no dé la hora.
El “trágico talismán” de Alonso Román
Otros relojes fueron conservados por las familias antes de que les quitasen a los suyos. Cuando la investigadora estadounidense Francie Cate-Arries entrevistó a Lucía Román en su casa de Benamahoma, en la sierra de Grazalema, la nieta de Alonso tenía a su lado el “tesoro familiar que su abuela Fermina había escondido a raíz del asesinato de su esposo”. El legado de Pepe, su padre, quien se había librado de la muerte tras recibir la extremaunción ante la tapia de la iglesia de aquella pedanía gaditana.
Un maestro falangista intercedió antes del fusilamiento y pudo contarlo, incluida la venganza que acabó con el cabeza de familia. En realidad, los matones iban a por él, mas como se había echado al monte y no lo encontraron en casa, arrestaron a su progenitor, escribe la profesora de la Universidad William & Mary (Virginia) sobre el terror caliente en Cádiz en el Journal of Spanish Cultural Studies. Setenta años después, sus restos fueron exhumados del cementerio de El Bosque y trasladados a Benamahoma, donde reposa la memoria de Alonso Román.
“Rara vez habló Pepe del trauma que sobrevivió. Pero siempre durmió al lado del reloj del padre desaparecido, trágico talismán que se colgaba como crucifijo en la cabecera de la cama, recordatorio en este caso del sacrificio no del hijo sino del padre”, recuerda Francie Cate-Arries en el artículo “De puertas para adentro es donde había que llorar”: El duelo, la resistencia simbólica y la memoria popular en los testimonios sobre la represión franquista.
La opresión del régimen amordazó a la familia, silenciada durante décadas. “No pudo llorar a los muertos. Estaba prohibido”, le contaba Lucía en 2013 a la profesora de Lenguas y Literaturas Modernas, quien subraya que aquel reloj de bolsillo “permite activar un duelo subversivo en privado para la generación que vivió el trauma y también estructurar la posmemoria de la nieta que narra el testimonio”.
En el extremo opuesto de la península, Pedro Amago sigue residiendo en el viejo caserío de su abuelo, después de que sus antepasados lograran comprarlo en una subasta celebrada en 1944. “Aquí nacimos tres hermanos y aquí seguiré viviendo yo”.
¿No rezuman demasiados recuerdos luctuosos esas paredes? “Vivir aquí trae añoranza”. ¿Y el retrato de sus abuelos? “Ahí sigue colgado. Regina murió en 1979 y me quería contar cosas, pero yo era joven y no le tiré de la lengua. Ella deseaba relatarle todo lo que pasó a sus nietos, al revés que muchas familias, en cuyas casas no se habló más del tema”.
Ahora nadie le da cuerda al reloj de Clemente.