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Una Drag Queen al servicio de la dignidad y la risa

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Creo que no recuerdo una sola vez que me encontrara con Shangay Lily que no me regañara. Y creo que no recuerdo una sola vez que, con el mismo entusiasmo, no me abrazara y me plantara dos besos y echara hacia atrás la melena de su cabeza calva como si le pusiera una cometa de pelo interminable a su rasurada testa. Ojos entornados, cabeza inclinada en un ángulo de “qué me estás diciendo”, cadera flexionada y ojos echando chispas por encima de sus labios que venían siempre de alguna fiesta. El regaño inevitable –la última vez en Madrid, un bar del centro después de una Tuerka- venía alimentado por su sensibilidad con los débiles. Siempre le parecía poco lo que hacíamos allá donde estuviéramos. Con su pasión irrefrenable, con una vehemencia teatral que ocupaba todo el espacio con su cuerpo enorme y sus brazos dando vueltas –por eso era una “artivista”, como anunciaba en neón rosa su columna en Público-, nos miraba y nos decía: “¿es que no te parece que estamos haciendo muy poco?”. Poco en la defensa de los humildes, poco en la defensa de los trabajadores, poco en la defensa de las libertades, poco en el apoyo a la variada comunidad LGTB y, por supuesto, siempre muy poco a la hora de pararles los pies a la santa madre iglesia, tan empeñada en que no nos toquemos – “¡Me toco cuando me da la gana!”- como tan implicada en tocamientos no consentidos de quienes no podían defenderse. La imagen que tengo de Shangay es la de alguien que siempre iba a defender a los que no podían defenderse, que se acordaba de los asesinados, de los presos, de los desahuciados, de los condenados a la fealdad de un mundo que entierra la belleza. Un arte comprometido con la libertad y la risa. No portaba mala bandera Shangay Lily.

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