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España, Catalunya y el fundamentalismo constitucional

El autor pone de relieve la falta de voluntad política de los dos grandes partidos del régimen, PP y PSOE, para responder democráticamente al reto planteado por una amplia mayoría de la sociedad catalana

El reciente rechazo en el Parlamento español a la Resolución en la que 'se insta al Gobierno a iniciar un diálogo con el Govern de la Generalitat en aras a posibilitar la celebración de una consulta a los ciudadanos y ciudadanas de Catalunya para decidir su futuro', ha puesto de relieve una vez más la falta de voluntad política de los dos grandes partidos del régimen para responder democráticamente al reto planteado por una amplia mayoría de la sociedad catalana. Ni siquiera la actitud favorable a esa propuesta de los diputados y diputadas del PSC (salvo, como se sabe, Carme Chacón) ha hecho dudar a la dirección del PSOE de su cerrazón, sino que le ha conducido más si cabe a reafirmar su 'E' de español y a amenazar a sus socios catalanes con la ruptura.

A ese debate han seguido la decisión del Gobierno de recurrir ante el Tribunal Constitucional la declaración soberanista del Parlament de Catalunya, de acuerdo con el dictamen de la Comisión Permanente del Consejo de Estado, presidida por el exministro de Sanidad del PP Romay Beccaría, y las declaraciones del general Chicharro justificando una intervención militar ante la hipótesis de un 'estado de necesidad' que obligara a poner la 'patria' (española, se entiende) por encima de la democracia frente a una posible secesión de Catalunya.

Comprobamos así que tanto la vía legal para convocar un referéndum vinculante como la de un diálogo que permitiera reconocer la celebración de una consulta a la ciudadanía catalana chocan con un nacionalismo español que sigue aferrándose, entre otros, a dos de los párrafos hoy en cuestión del Título Preliminar de la Constitución del 78, como se desprende del dictamen de ese órgano de composición nada democrática como es el Consejo de Estado. El primero es el que establece en su artículo 1 que 'la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado'; el segundo proclama que 'La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles y garantiza el derecho a la autonomía de las naciones y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas'.

Sin embargo, si atendemos a la historia de la 'Inmaculada Transición', tendríamos que reconocer que esa 'soberanía nacional del pueblo español' no fue el resultado de una ruptura con la dictadura franquista y, sobre todo, de un pacto entre los distintos demoi que entonces estaban en proceso de autoconstitución para la formación de un potencial demos común. El recurso a Tarradellas en Catalunya y la neutralización del PNV mediante el concierto económico facilitaron esa operación de freno a las presiones que llegaban desde abajo por parte de los reformistas de la dictadura, contando para ello con el apoyo de Felipe González y Santiago Carrillo. Esa ausencia de un verdadero pacto entre iguales dotó al nuevo régimen de un déficit de legitimidad de origen que, aunque atenuado durante un tiempo por el proceso de construcción de un singular Estado autonómico del bienestar, luego se ha visto aumentado por la creciente cesión de soberanía que los sucesivos gobiernos españoles han ido proporcionando a la Unión Europea, hoy en manos de una deudocracia tras la reforma exprés del artículo 135 de la Constitución española. Fue precisamente con ese 'golpe de estado financiero' del verano de 2011 cuando el concepto ya cuestionable de 'soberanía nacional del pueblo español' se vio definitivamente vaciado de todo contenido.

Algo parecido podríamos decir sobre el otro artículo recurrente en las declaraciones de los dos grandes partidos, en las sentencias del Tribunal Constitucional y, ahora, en el Consejo de Estado. La definición esencialista de la 'indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles', identificada con el Estado, refleja la peor versión del paradigma excluyente del 'Estado-Nación' y, sobre todo, no aguanta la terca realidad de los hechos y de los distintos sistemas de partidos que se han ido conformando durante más de 30 años. Porque al menos en Catalunya y Euskal Herria amplios sectores de la ciudadanía no se sienten españoles e incluso muchos y muchas que comparten una doble identidad reclaman abiertamente el reconocimiento como nación de sus respectivos pueblos y votan a partidos que así lo reclaman. Por eso, frente a referencias míticas a la sacralidad de artículos como el mencionado y a la consiguiente y permanente oposición a aceptar la transformación del Estado español en otro efectiva y jurídicamente plurinacional, pluricultural y plurilingüe (haciendo incluso una interpretación abierta del término 'nacionalidades', como sugería recientemente Francisco Rubio Llorente); ante cierres de filas como la que se dieron frente al llamado Plan Ibarretxe o al moderado Estatut reformado catalán, sólo está quedando como alternativa la opción de la separación, incluso como condición para que luego libremente se llegara a establecer un modelo federal o confederal entre los distintos pueblos que hoy se encuentran dentro del actual Estado. Ése es el resultado de lo poco que se ha aprendido de la historia, como observa Michael Keating en una obra reciente: 'Los Estados plurinacionales, entre los que se incluyen España y Canadá —al perder la oportunidad de construir una identidad nacional única en el siglo XIX, cuando se podía asociar al republicanismo y a la modernidad— no pueden aspirar a construirla en las circunstancias cambiadas del final del siglo XX o principios del XXI' (La independencia de Escocia, PUV, Valencia, 2012, p. 106).

Por eso, una vez dado el portazo a esa vía plurinacional y en coherencia con la idea original de democracia que, como se recuerda ahora en Portugal con el himno de la revolución de los claveles, dice que 'es el pueblo el que más manda', lo lógico sería que se reconociera que la demanda mayoritaria de un pueblo de ejercer su libre autodeterminación está por encima de cualquier Constitución. Con mayor razón cuando ésta ha quedado vaciada de contenido en lo social y, en cambio, quienes nos gobiernan están arrebatando la soberanía a los pueblos no sólo para decidir cómo relacionarse entre sí sino también para hacer frente a las políticas 'austeritarias' que vienen de la troika y del Estado hegemónico alemán dentro de la UE.

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