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Un hombre, un país y un tiempo: el retrato de la covid-19 en la Argentina natal

Oscar Farías era un nadie: «se fue de este mundo un poco como vino, sin mucha pompa», dice su hija días después de la muerte del padre en Buenos Aires por la covid. Su retrato es también el perfil de su Argentina natal y de los ochenta años de heridas y de luchas que tanto él como su país vivieron.

Biblioteca Galega de Bos Aires
Biblioteca Galega de Bos Aires. Antonio Pérez Prado. LUZES

Mónica Farías se acercó a la ambulancia y vio a su padre sobre la camilla. No lo sabía, pero tenía diez minutos para acompañarlo. Los diez minutos que tardó la burocracia sanitaria argentina en completar la documentación de ingreso al sector covid del Hospital Piñero, en la capital argentina. Le acomodó el cabello que avanzaba sobre su rostro de hombre de 81 años. Y le hizo promesas: que saldría de allí en pocos días. Que comerían todos una pizza. Y que beberían un vino. Era 17 de abril. Y ninguna de esas promesas se cumplió.

El padre de Mónica, doctora en Geografía por la Universidad de Washington, fue una de las más de 2.300.000 personas que se contagiaron el virus en el país austral hasta ahora y, después de diez días ingresado, se convirtió en una de las 55.600 que murieron. Por aquel entonces, la ciudad de Buenos Aires, su periferia y un manojo de provincias estaban atravesando su primer pico de casos, según opinan los especialistas en epidemiología. Luego vendrían otros.

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En una foto de los años 70, Oscar Farías se ríe a carcajadas con su hijo: «Es una linda imagen y una de las pocas que tenemos de aquellos años en los que yo era un niño». Lo recordaba un mes después de la muerte de su padre, el doctor en Historia Ruy Farías, académico que completó su formación en la Universidade de Santiago de Compostela, y que hoy investiga e imparte cursos en la Universidad Nacional de San Martín. «En esa fotografía –explica Ruy–, estábamos en la segunda casa en la que vivimos en los años en que mis padres aún no se habían separado. Era una vivienda en construcción, fría y con un galpón detrás. Una verdadera calamidad para mi madre, pero un sitio genial para los chicos del barrio como mi hermana y como yo que, cuando no andábamos en la calle jugando, pasábamos el tiempo encima de los muros y de los techos», recuerda.

En la imagen, Oscar tiene cuatro décadas menos pero lleva el mismo bigote elegante de los últimos años. El cabello cano de los retratos más nuevos aquí brilla con el negro intenso de la juventud y la sonrisa no se detiene en la precariedad del entorno: no eran años fáciles. Ni para la familia Farías ni para el país: «Recuerdo esa fotografía, estábamos los cuatro en el techo de la casa, hablando y jugando. Mi padre tiene aún las ropas de trabajo que eran la señal que identificaba a un obrero metalmecánico calificado. El tiempo se ocuparía de eliminar esa condición», dice el historiador. El tiempo y el pasado reciente del país austral.

Cuando pase la pandemia y haya tiempo para la reflexión, puede que sea posible perfilar a los países según la manera en la que hicieron frente al coronavirus. Y puede, también, que haya muchas coincidencias entre estilos de lucha contra el virus y proyectos nacionales. Países gobernados por tiranos modernos que, con métodos autárquicos, controlaron el caos. Países subordinados que subordinaron sus decisiones al bien hacer de los poderosos y que finalizaron dilatando las acciones. Países empobrecidos en los que el sistema sanitario no fue quién de dar cuenta de los muertos, como antes no se dio cuenta de los vivos. Países liderazgos por gente insana que ahora están superpoblados por los enfermos y los fallecidos. Países que deciden. Países que esconden. Países que mienten.

Dice Mónica Farías que la historia de su padre refleja la historia de la Argentina en la que nació: «Querido por muchos y muchas, no querido por otros tantos, mi padre tuvo una vida que –a mí me gusta pensar– nos cuenta muchas cosas del país», escribió la hija en las redes sociales. La idea no es nueva, la académica lleva años repitiendo una clase que tiene como protagonista a su padre, un hombre anónimo, un Balbino como el del libro Memorias dun neno labrego, de Xosé Neira Vilas, pero en la Argentina.

«Es una clase que comencé a impartir en los Estados Unidos, en la que explico desde una perspectiva feminista el neoliberalismo en América Latina. Para eso, usaba yo la historia de mi padre», dice Mónica, pero no enuncia la palabra «padre» sino que ella dice «la historia de mi viejo», en el castellano rioplatense que, rebelde e irredento, califica a los padres de «viejo» y «vieja» vaciando las cargas negativas y llenando las palabras de cariño. Cosas contradictoras de ese país austral lleno de contradicciones.

Oscar Farías nació en el barrio porteño de Parque Patricios cuando los años 30 estaban finalizando. El peronismo aún no había comenzado y las clases populares y trabajadoras eran todo lo explotadas que podían ser. Y puede que un poco más aún.

«Su madre, Ramona Segunda Farías, era catamarqueña, de un pueblo pequeño y muy humilde llamado Quirós, cerca del límite con la provincia de Santiago del Estero, a unos mil kilómetros de la ciudad de Buenos Aires», retoma Ruy. Fueron esos mil kilómetros los que aquella mujer joven y pobre atravesó en la búsqueda de un trabajo que, luego, reunía a las emigrantes del interior de la Argentina con las gallegas que bajaban de los barcos: servir en una casa rica en la que cocinaban, criaban niños ajenos, hacían las compras, comían y vivían.

«No recuerdo el nombre del padre biológico de mi padre, solo conozco su apellido (Sánchez). Tampoco supe nunca de dónde era. Puede que porque no merecía la pena saber estas cosas: él no reconoció al niño y mi abuela parió el hijo sola y, para no perder el trabajo, lo escondió y el chico acabó en un internado», cuenta el historiador.

No por triste, la llegada al mundo de Oscar Farías fue excepcional. Esta historia ya fue contada. Una, cien y mil veces. En castellano rioplatense y en gallego, porque emigrar siendo pobres no fue distinto para una catamarqueña o para una gallega. Pero entonces, apareció en la historia argentina un militar llamado Juan Domingo Perón: contradictorio como el país, amado y detestado con la misma fuerza de la pasión.

A Oscar Farías el primer peronismo lo encontró siendo un niño interno: «Pasó una larga temporada en un internado en la localidad de Maschwitz, en las afueras de Buenos Aires. Recordaba esos años con mucho cariño porque, decía él, ‘no faltaba nada ni hacía frío’ y porque la enseñanza era buena», recuerda Mónica. Su hermano Ruy también testimonia aquellos tiempos: «Padeció mucho el alejamiento de su madre. Sin embargo, recordaba con agradecimiento la enseñanza que le dieron en un colegio-hogar del Estado situado en Ingeniero Maschwitz. Era, en aquel entonces, otro tiempo y puede que también otro país, porque la formación que alcanzó era increíblemente buena para una persona de tan humilde condición».

De los estudios formales salió transformado en un técnico-mecánico. Pero no era lo único de lo que sabía: «También conocía de literatura y a lo largo de muchos años se defendió bien con el inglés. Hasta no hace tanto, yo mismo seguía consultándole cosas ligadas a la matemática, la geometría o la dinámica», añade el hijo.

La industrialización que sembró el peronismo por toda la geografía argentina hizo que la condición de técnico fuera sinónimo de futuro: los hombres encontraban trabajo sin problema y, si en una fábrica no estaban contentos, se iban a otra sin más. Oscar Farías conoció aquel mundo y Ruy rememora aquellos años: «Pasó por diferentes talleres y empresas. Me acuerdo ahora mismo de la Bendix, una metalúrgica de la localidad de Munro (una localidad al norte de la ciudad de Buenos Aires); y también recuerdo su caja de herramientas, toda en metal, que me fascinaba cuando era niño. Aquella caja, pienso a veces, condensaba mucho de lo que él era: un obrero bastante calificado; un trabajador que, como tantos otros, fue víctima del ‘apagón industrial’, que comenzó con la dictadura del año 1976».

Ya sin fábricas donde trabajar, ya sin sindicatos que lo defendieran, Oscar fue conductor de taxis, mecánico, encargado de un aparcamiento, hombre de los recados, estuvo en el paro e hizo todo cuanto pudo para sobrevivir los 25 años que duró aquel proyecto de país en el que las industrias no tenían espacio. «Es triste admitirlo, pero en mi memoria siempre es un hombre que laboralmente fue hacia abajo», dice Ruy. «Como el país», puntualiza Mónica.

Las carencias dejan huellas en el alma, pero sobre todo en el cuerpo. Y Oscar Farías tenía muchas de esas heridas que deja el desamparo. Aunque venía superando el cáncer, había sido también quien de dejar atrás, poco a poco, un enfisema pulmonar. Cada ronda de estudios médicos era celebrada por el hombre y por los hijos. Eran tiempos de recomposición, de acercamiento, de una comida compartida, del recuerdo de una película. Con los años, el hombre había dejado atrás los cabellos negros y brillantes de la juventud y, aunque conservaba la figura delgada de siempre, tenía más años de los que aparentaba y más penas de las que quería recordar.

«Mi padre fue siempre una persona de hábitos sencillos, de manera que las cosas que le gustaban no tenían demasiadas complejidades», dice el hijo, y comienza un listado en el que lo primero es precisamente algo muy complicado: en el país de Diego Maradona y de Lionel Messi, a Oscar no le interesaba el fútbol: «Puede que en alguna copa del mundo, o en un partido importante, viese la televisión por hacernos compañía. Parece ser que era del Boca, pero le daba igual si ganaba o si perdía», dice el hijo, al que no le llega con un club y por eso elige dos: River Plate y el Deportivo Español, por pertenencia genética y comunitaria. Así, si el deporte nacional en la Argentina no era de interés para Oscar, la Fórmula 1 sí que le apasionaba: «Pienso que uno de sus desengaños más fuertes fue aquella vez en la que el corredor argentino Carlos Reutemann perdió el campeonato mundial a manos del brasileño Nelson Piquet en la última carrera», afirma Ruy.

La cocina se le daba muy bien y en eso coinciden los dos hijos: el típico «asado» rioplatense, las pizzas que trajeron al país los inmigrantes italianos, los guisos clásicos en las casas de las familias trabajadoras y una carne «a la portuguesa», componen un menú en el que Ruy y Mónica, por separado, aciertan los platos e incluso el orden de aparición. Y también aseguran que era muy habilidoso con las manos: «Hay un gesto en el que me reconozco como su hija y es ese vistazo analítico. Siempre que yo compraba alguna cosa, cualquiera de ellas, unos zapatos tanto como una olla, él la miraba con tiempo, deteniéndose en cada detalle, y finalmente ofrecía un veredicto sobre su buena (o mala) calidad», recuerda Mónica.

El viernes 17 de abril de 2020, llamaron a la casa de Mónica desde la residencia en la que vivía su padre desde hacía diez años. Mientras le informaban que Oscar tenía fiebre y sería derivado a un hospital, la puerta del lugar se llenaba de cámaras televisivas: la pandemia llevaba solo un mes en la Argentina y entonces aún eran noticia las diez o veinte personas que se contagiaban de coronavirus al día: «Me vestí y salí hacia el hospital», decía cuando los nuevos pacientes diarios se contaban de a tres mil al día. Hoy, justo un año después, son 16 mil y creciendo.

Lo vio diez minutos en la puerta, mientras lo bajaban de la ambulancia y alguien completaba los trámites del ingreso: «Estuve ese día y cada uno de los diez días que siguieron. Lo llamé por teléfono y hablábamos sobre cómo estaba haciendo planes para el día que saliera», cuenta Mónica. La hija, además, habló con los médicos que, en aquel primer momento, parecían optimistas. Llevaban un mes luchando contra la covid-19 y aun había mucha muerte por descubrir. Entre aquellas llamadas, la mujer apuntó el nombre de una doctora: «Se comprometió a llamar si pasaba cualquier cosa», dice, pero en ese momento, ella no pensaba que algo pasaría. «Hubo momentos muy difíciles. Mi padre no fue una persona fácil», dice Ruy. «Papá dio varios dolores de cabeza, no siempre fue fácil –puede que fuera lo contrario– ser su hija. Hay quien lo veía como inconsecuente, no cumplidor, complicado. Y puede que tuvieran razón. Otra gente fue capaz de ver en mi padre aquello con lo que yo elegí quedarme hace ya mucho tiempo: alguien que no tenía mucho, pero que aquello que tenía lo compartía», dice Mónica.

Los dos hijos de Oscar son miembros del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), la agencia científica pública más importante del país y una de las más relevantes en la región, académicos e investigadores en su respectiva disciplina. Pero puede que su padre no acabara de comprender el significado de todos esos diplomas: para él sus nietas, hijas de Ruy, y el trabajo social de Mónica eran motivo de máximo orgullo: «Me acompañó dos veces al comedor en el que yo colaboro y pienso que eso, en algún punto, lo conmovió y le dio más admiración que cualquier título o reconocimiento académico que yo pudiera alcanzar», dice ella y, aún entonces, cuando habían pasado dos meses de la muerte, se emocionaba. Las niñas, dice Ruy, eran el «gran e inesperado regalo que le dio la vida». Una vida poco generosa, como el país, como su tiempo.

«Algunas veces, las llamaba por teléfono casi sin voz y sin mucho que decir, solo por el hecho de escucharlas desde el otro lado del aparato», recuerda el hijo.

Los días de aislamiento, sin visitas ni contacto con la familia, pasaron para Oscar en una situación estable: «Se sentía bien, más allá de alguna molestia de la enfermedad. Estábamos esperanzados», recuerda Mónica que, incluso sin poder entrar al hospital, fue hasta la puerta cada día solo por el hecho de sentirse cerca de su padre. Pero la llamada de aquella médica sonó en su móvil el viernes día 24 de abril de 2020: «Me dijo que no estaba bien y que, por sus problemas respiratorios, no lo iban a conectar a un respirador. Le pregunté si podía despedirme de él. Me dijo que no. Me puse a llorar sin consuelo. Y la médica lloró conmigo. Moriría solo, sin nosotros. Le pedí una última cosa: que alguien, cualquier persona, se acercara hasta su cama y le dijera cuánto, cuánto lo queríamos», dice Mónica. Y no dice nada más.

Oscar Farías murió el 27 de abril de 2020. Solo, como manda el coronavirus. Días antes, la residencia en la que vivía fue noticia. El lunes de su muerte, las autoridades sanitarias argentinas dieron cuenta de la cantidad diaria de muertos y puede que le pusieran un número. Sus hijos no lo saben: firmaron los papeles en el cementerio de la Chacarita y el cuerpo fue incinerado. Sin despedida. Sin funeral.

«Papá me enseñó que los gatos y los perros que viven con nosotros no son mascotas sino nuestra familia no-humana; que siempre se echa una mano, sobre todo a quien tiene menos que nosotros; y que no se pide lo que no se necesita», dice Mónica. «Fue un hombre bueno. Nos quiso. Estaba orgulloso de lo que somos. Hizo lo que pudo. Fue una persona pobre, pero cada vez que pedía un poco de dinero se empeñaba en devolverlo, aunque, al hacerlo, se quedase de nuevo sin un peso. He ahí también algo que me enseñó: a honrar los compromisos», dice Ruy sobre su padre, Oscar, un nadie, un país, un tiempo.

Este artículo se publicó originalmente en gallego en la revista Luzes. Ahora Público lo reproduce como parte de un acuerdo de colaboración con la revista. Aquí puedes encontrar más artículos de Luzes en Público


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