SAL
Actualizado:En nuestra tercera noche en Cabo Verde desperté llorando, inquieto, en medio de la madrugada. Me había pasado algunas veces durante el último año y medio, desde que supimos que mi padre padece ELA. Después de un rato, me tranquilicé al reconocer las formas de la habitación y sentir la respiración de Alba y de Loisiño, mi hijo. Teniendo en cuenta la situación, me siento lo mejor que puedo la mayor parte del tiempo. Mi padre no pierde nunca el buen humor –tampoco mi madre– y me están ofreciendo la lección más importante de mi vida. Así que yo tampoco lo pierdo, a pesar de haberlo relacionado en otra época con mi falta de inteligencia.
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Como no podía dormir, me pareció que era un buen momento para comenzar un pequeño texto de debut en Luzes. Dudé antes de iniciar estas líneas porque la isla de Sal, lo sé, es posiblemente el lugar más turístico de Cabo Verde –y, a la vez, una de sus islas más áridas–. Lo digo porque, a lo mejor, había soñado otro tipo de reportaje en islas más amables a la acreditación de una supuesta intrepidez periodística: en Santiago, donde se encuentra la capital del país en el sur del archipiélago; o en Sao Vicente, plenas además las dos de una ingente actividad cultural.
Pero no, seguramente yo no sea intrépido, como tampoco estudié periodismo. Y además soy de Lugo, de la Piringalla: llevamos la periferia en el centro de la periferia. Como canta mi hermano Leo -de Matamá-: "En lo más hondo". Así que tiene cierto sentido que termináramos en Sal. Pero de igual manera estoy persuadido de que lo importante es la manera de mirar, por lo que decidimos venir aquí a última hora, luchando contra el pesimismo paradójico de la agencia de viajes: "Sí, oh, no se preocupen, mándennos a Cabo Verde, nos va a ir bien".
Teníamos motivos: hace unos meses, grabamos en Burela a las Batuko Tabanka, el grupo de mujeres caboverdianas que la Asociación de Escritores en Lingua Galega (AELG) nombró Maestras de la Memoria el año de la pandemia, capitaneadas por Antonina Semedo, su "matriarca de la paz" Había sido aquel un filandón espléndido donde, además de los ritmos, músicas y danzas rituales de las Batuko, estuvo Manolo Maseda, pieza importante de nuestra música, a la vez que la Banda Krioula. Maseda es responsable directo del encuentro musical de las Batuko con la música gallega y de ese disco maravilloso que se titula Djunta Mô. Me quedé con las palabras del profesor y activista Bernardo Penabade de aquel mismo día, apelando al esfuerzo colectivo realizado todos estos años a favor de la integración y lo mucho que queda por hacer. Recuerdo también su conversación, previa al acto, en un pequeño callejón con varios alumnos suyos –de trece o catorce años–, burelenses de ascendencia caboverdiana, que aquella misma tarde debutaron en el escenario declamando sus propios versos de hip-hop.
Conozco desde niño algunos otros mariñaos caboverdianos; un cervense, Toni, de San Cibrao: jugué con él al fútbol en juveniles, era un verdadero talento. También a Balú, su primo, quién jugó en el Burela, en el Xove Lago y en el Vilalbés; y me acuerdo de Manolo, burelense que jugó conmigo en mis últimos años de profesionalismo en el fútbol sala. Me decía: "Loisiño, tou desfeito, ¡oh!". Y Rui, que fue alumno de Alba, mi compañera, en la escuela de San Cibrao. Rui fue un adolescente singular: hubo una temporada que andaba a caballo por el pueblo; y luego están Alesander y Vanpe –por Van Persie, el delantero holandés–, de nueve y cinco años, que juegan con nuestro hijo al fútbol hasta la noche en la pista de cemento de la Plaza de los Campos en San Cibrao.
Pero sobre todo recuerdo a Alexandra, una alumna burelense de ascendencia caboverdiana que tuve en la escuela de Riotorto. Su padre andaba embarcado en el Gran Sol y la madre trabajaba a destajo en Burela, así que la niña había ido aquel curso a Riotorto a vivir con su tía. Era mi primer día y el suyo también. Había levantado la mano y yo le había dado la palabra. Entonces preguntó a sus diez años si podía recitar unos versos de Rosalía de Castro y lo hizo de manera increíble y sencilla para sorpresa del resto, que la escuchábamos, de ese modo en el que sucede lo inesperado en nuestra vida. Llevo conmigo ese recuerdo como una de las mejores experiencias que haya vivido nunca en una escuela. Pasé años sin verla hasta un día en un instituto en Burela, cuando se me acercó. Alexandra quería ir a la Universidad. No la volví a ver nunca más.
Así que preparé café y salí a la penumbra cálida de la terraza de nuestro cuarto del hotel con mi cuaderno y los libros: el Ébano de Kapuściński sobre África, que me había propuesto leer en el avión; Si Obama fosse africano, de Mia Couto, además de un libro de viejo de cuentos tradicionales de un misionero portugués del siglo XIX. Entonces vi un pájaro. Un pardal se posó en una de las sillas y vagó sin miedo alrededor de la taza sobre la mesa. Él, como nosotros, desconoce el futuro, pero no por eso deja de volar.
Kapuściński... Si hago memoria, soy bastante previsible: leí a Böhl rumbo a Múnich y a Rubem Fonseca camino del Brasil; La banda de los niños de Saviano, cuando fuimos a Napoli, y el Trench Town Reggae de Hélène Lee cuando fuimos a Jamaica... Incluso La ciudad y los perros en el viaje al Perú, a Patti Smith rumbo a Philadelphia...
Escribí un borrador que luego arranqué del cuaderno para finalmente continuar con éste. Sal nos pareció desde el cielo una isla lánguida y dudamos de nuestra elección. Pero, ¿por qué? ¿Íbamos "de viaje" o íbamos tras "una idea de viaje"? Para salir de dudas, ayer buscamos un taxi por nuestra cuenta y enseguida conocimos a nuestro taxista, Ze, camino de Santa María, una de las poblaciones principales de la isla. Nos dejó al pie de un bulevar que recorrimos en la calma más absoluta, hasta que un chico se acercó a nosotros: "Ustedes están en el hotel, ¿cierto? Los vi esta mañana. ¿Quieren ver el mercado donde trabaja mi madre?".
Declinamos la oferta y encontramos la iglesia y la escuela infantil a su lado. Agotamos el bulevar entre cajeros que no funcionaban, bares, cafés, salas de baile, modestas casas de colores de una altura y tiendas de telas, regalos y ropa tradicional. En una de ellas, tras unas cortinas, dimos con Samba, el mejor sastre de Santa María. Samba es senegalés, tiene veinte años y llegó hace unos meses a Cabo Verde en barca. Nos cuenta, en francés y sonriendo, que aprendió el oficio de su madre y escribe el hilo de su destino en una Singer, muy parecida a las de mis abuelas. Buscamos la playa y el mar atravesando la zona senegalesa: un modesto mercado colectivo con varios puestos dentro. Nos dejamos guiar por Demba, quien nos explicó que en aquel espacio trabajan cuarenta familias que básicamente viven de la artesanía: piezas esculpidas en madera, collares de conchas y amuletos hechos con arena de la playa.
Enseguida llegamos al mar de agua tibia, esmaltado con el azul majestuoso de los corales. Unos chicos miraban fijamente las olas, como si el futuro fuese a llegar en algún momento, como todos miramos el mar: sabiendo que sólo es una gran pregunta que nadie puede responder. Los perros corrían entre niñas y niños que se echaban al agua en tablas de surf. Y en la lejanía vimos el muelle: una modesta pasarela de madera que era un auténtico hervidero de gente a media mañana; varias pescaderas se arremolinaban bajo una sombrilla y limpiaban el pescado, ajenas a nosotros. Atunes, peces espada, doradas, barbos, sargos...
Los pescadores iban y venían en sus barcas descargando las capturas de la madrugada, entre las acrobacias acuáticas de los chavales que buscaban la atención del turista. Varios niños jugaban desnudos en una charca al pie de una chalana. Porque la isla de Sal se nutre, por todas partes, de la juventud. Y la importancia del mar para esta gente se vuelve evidente. Es donde la vida transcurre y sucede con más intensidad. Me resulta difícil sacar algo más que imágenes impresionistas de lo que veo. Pero también presiento que toda esta actividad frenética, la de la gente del lugar y la de los propios turistas, aparentemente individual, responde a algo que escapa a nuestro entendimiento, forma parte de algo más grande, del modo en que, por ejemplo, uno puede ver en la lejanía el vuelo acompasado de una bandada de estorninos haciendo acordeones en el aire.
Siguiendo el consejo de Ze, por la tarde buscamos los mejores tragos de Santa María en una cantina brasileña y, después, procuramos despegárnoslos probando el mar, antes de cenar. Se nos acercó un chico: "Ustedes están en el hotel, ¿cierto? Yo los vi esta mañana. ¿Quieren ver el mercado dónde trabaja mi madre?". Entonces entendimos el sistema y nos dejamos ir hasta dar con una vieja tienda donde Aissata intentó convencernos de que el metro senegalés, en Cabo Verde, medía ochenta centímetros. Se lo dimos por bueno porque las telas eran hermosas. Al salir, un chico se me acercó para hablar. Le pregunté si él también trabajaba en el hotel y me dijo: "No, pero me gusta mucho su camisa de Bob Marley".
La huella del jamaicano está en muchos lugares de Sal, también en sus paredes llenas de pintadas: «Stolen from África, brought to América»; «Nuestra cultura, nuestra fuerza»; «Paz, amor y morabeza »... Ze nos explicó que la morabeza es la calma hospitalaria de su pueblo. Atravesamos de madrugada los parajes desérticos de la isla en el taxi al ritmo del «funaná» de Tony Fika y Zé Español y cambiamos de sentido al estilo tradicional: atravesando la mediana de tierra entre los dos carriles. Las sombras de la noche delataban las ruinas de las antiguas pistas empedradas de finales del siglo XIX, una vez que se lanzó la extracción de sal y la isla ya llevaba un tiempo habitada. Pienso en mi padre. En la ELA se produce una alteración entre el sistema nervioso central y las transmisiones periféricas en las que juega un papel fundamental la motoneurona. Y la calma de esta parte del interior de la isla contrasta con la agitada vida caboverdiana al pie del mar, como si también hubiese una desconexión entre esos dos mundos.
Antes de adormilarme, me viene a la cabeza el cuento caboverdiano de la otra madrugada: Blimundo. En la versión que leí, se aleja del canon de la fábula moral de animales; Blimundo es un buey fuerte, libre y amante de la libertad. El rey pretende matarlo porque su ejemplo podría ser peligroso si el resto hace lo mismo. Entonces el monarca hace uso de un niño para capturarlo, después de perder a sus mejores hombres queriendo usar la fuerza. El buey es sensible a la palabra y a la canción del niño y se deja enjaular. Resulta difícil no ver una correspondencia entre esa imagen del cuento y mucha de la gente buena que nos vamos cruzando en este país hermoso.
El quinto día, en la piscina del hotel, retomé la escritura del texto para Luzes, mientras leía a Mia Couto hablando de la "cultura de la aceptación" y la "construcción de lo inevitable". ¿Sería esa una morabeza trágica? Fuimos con Ze camino de Espargos, la capital en el centro de la isla. Subimos a lo alto del centro de telecomunicaciones, custodiado sin muchas ganas por un amable soldado. Se dominaba la ciudad: un montón de edificios de colores de varias alturas, el modesto centro de salud, la escuela, el campo de fútbol y la pequeña zona de las favelas. Enseguida pensé en el cerro de Puente Piedra, uno de los asentamientos más poblados de Lima; Sao Caetano, la favela de Recife, en Brasil o las afueras de Kingston en Jamaica. Pero Sal no sufre esa enorme tensión demográfica que sí se da en esos otros lugares. En ellos respirábamos a cada rato el ambiente de violencia y hostilidad, la presencia de las metralletas, con el vigor que adquiere el miedo cuando uno siente al mundo sangrar por sus heridas.
Cabo Verde está herido, pero no tenemos esa sensación. El tráfico de autobuses era incesante en las calles de Espargos, en ellos viaja muchísima gente joven que entra y sale de los turnos de trabajo en los grandes hoteles de las afueras de Santa María. También un bloque de viviendas sociales aún en construcción: "El salario mínimo es de 140 euros y el alquiler de una casa cuesta 250", comenzó Ze, que es de la isla de Santiago pero trabaja en Sal. "¿Cómo puede vivir uno así? Además, durante la pandemia muchas personas lo pasaron muy mal No había covid, pero es que tampoco había casi qué comer. Todos esos jóvenes van a los grandes hoteles. Ellos trabajan de camareros, ellas limpian los cuartos. ¿Cuánto cobran? Diez o doce euros por día. ¿Cuántas horas trabajan? Diez o doce. Los turistas pagan en euros, pero los trabajadores cobran en escudos caboverdianos, ¿entiende, Lois?".
Nos desplazamos en dirección al oeste de la isla por una pista de tierra y llegamos a Palmeira, una pequeña villa de marineros, calles empedradas y casas de planta baja al pie del mar, cerca de los depósitos de combustible del aeropuerto internacional Amílcar Cabral. La estatua de un pescador preside la incesante actividad del pequeño muelle a esa hora. Los marineros desfilan con las cajas de atunes camino del lavadero, algunas mujeres comienzan a limpiarlo y otras tan sólo miran. El pescado se revuelve en las cajas como un ojo abierto de todo lo vivo que nace a nuestro mundo. Entretanto, varios hombres preparan las redes. Caminamos entre las casas y las chabolas y nos cruzamos con una cuadrilla de adolescentes con el pelo de colores que ignoran el ambiente de una disputada partida a la sombra de ouril, el juego de mesa por excelencia aquí.
Deshacemos el trayecto y volvemos por Espargos. En la lejanía, las salinas en medio de la llanura desértica. Y un poco antes, el cementerio y la cárcel. Alba baja del taxi de Ze y fotografía una vieja iglesia en medio de la nada. Las zonas de exclusión y silencio sordo. Las salinas descansan sobre el cráter de un volcán e impresiona ver las ruinas de las antiguas grúas, probablemente de comienzos del siglo pasado. Nos desviamos de la carretera y vamos por la orilla del mar hacia un caseto en medio de la nada donde se anuncia la Shark Bay, Bahía de Tiburones. Cinco o seis guías se abalanzan sobre el taxi ofreciendo sus servicios. El miedo a los tiburones me paraliza, Loisiño siente lo mismo y rechazamos entrar en el mar. Pero Alba camina detrás de Jailson, quién vierte unos metros más adelante sangre de atún en el agua. Al cabo, varias crías de tiburón de cuarenta o cincuenta centímetros se deslizan entre las piernas de la Alba. Sólo unos metros más adelante, contemplamos los desplazamientos de los tiburones grandes al acecho, con las aletas sobresaliendo.
De vuelta en el hotel me doy por vencido y tiro a la basura la segunda tentativa de borrador para Luzes. Envío sin obtener respuesta un par de correos a dos sindicatos caboverdianos intentando confirmar la información de nuestro taxista. Pero entonces escucho a Henrique, el chico de las maletas del vestíbulo, hablar de un compañero que estuvo en Galicia. Decido buscarlo, lo encuentro y me cito con él para tomar un trago y hablar.
Entra en escena Wilson, le llamaremos Wilson por petición expresa suya. Tiene 35 años y es de Vilanova, en la isla de San Vicente. Su mirada es dulce, despierta y limpia a la vez. Trabaja en el sector turístico y, antes de la pandemia, ganó un concurso de proyectos de desarrollo convocado por la Universidad de Cabo Verde en colaboración con el Ministerio de Asuntos Exteriores del Gobierno español y la Universidade de Vigo. Su proyecto cooperativo buscaba la manera de mejorar la conservación del pescado después de su captura para poder promover su comercialización con los grandes restaurantes y cadenas hoteleras existentes en Cabo Verde. Uno de los defectos que objeta Wilson a la pesca tradicional, casi de subsistencia, es que muchos pescadores no pueden garantizar la conservación de las capturas, con la consiguiente imposibilidad para poder comercializarlas.
Con el premio tuvo la posibilidad de disfrutar de una estancia en Galicia, donde pudo visitar varias empresas y fábricas del sector, conociendo también a varios profesionales del mismo. "La comida gallega es maravillosa: adoré Vigo y Pontevedra. ¡Y Burela! Pero sobre todo la simpatía de muchas personas que encontramos por el camino. Ellos hicieron que me sintiera en casa".
En los últimos meses de 2019, una vez de vuelta en San Vicente, pudo abrir su comercio. "Pero vino la pandemia y tuve que cerrar". Desde entonces, Wilson trabaja en el sector turístico y su intención es ahorrar suficiente dinero para poder abrir de nuevo su propia tienda. Ese es su sueño. "Las empresas aquí exigen mucho a los trabajadores, pero los trabajadores no pueden exigir nada". Preguntado sobre las condiciones de trabajo del personal de las cadenas hoteleras asegura que "el empresario viene aquí para ganar dinero. Podría tratar mejor a los trabajadores, pero eso no siempre es una prioridad para él. Quién debe garantizar eso son los gobernantes, que dictan las reglas del juego y negocian con las grandes empresas. Pero esas personas no están listas para hacerlo". Su relato es coincidente con el de Ze.
Nuestro tiempo en Cabo Verde se agota, pero volveremos. Recuerdo entonces la pandilla de niños de Palmeira, que preguntaban por mi hijo y por mí. Uno de ellos, de siete u ocho años, se había adelantado y nos mostró el pie. Tenía parte del dedo gordo en carne viva, medio destrozado, pero no parecía importarle. Todos nos miraban intrigados. "¿Cuál es su nombre?", me había preguntado. "Me llamo Lois, ¿tú cómo te llamas?". "Mi nombre es Jerson. ¿Cómo se llama su hijo?". "Me llamo Lois", respondió Loisiño muy serio. Todos comenzaron a reír. "¿Dónde te hiciste esa herida?", le había preguntado Loisiño. "Pateé una piedra, duele mucho, ¿sabes?". Jerson me miraba fijamente con los ojos muy abiertos. Mi hijo parecía hipnotizado por la herida. "Cuida ese pie, Jerson, no puedes patear así las piedras". "Se le va a curar el pie, ¿papi?". "Sí, hijo, se le va a curar".
En el cuento de Blimundo, el barbero del rey le desgarra la garganta al buey, que confía en el niño y sueña con el amor de la vaquita de la playa. El rey muere al recibir una coz fatal del buey. Entonces el niño y el barbero huyen, pero llevarán grabada para siempre la rebeldía del buey, cuyo único error fue a creer en la armonía, la justicia y la libertad.
Es un final críptico y extraño. La experiencia del dolor concreto es parecida en cualquier lugar, también relativa a pesar de indicar un límite de lo absoluto. Casi todos los dolores físicos que padecemos, excepto los crónicos, se resuelven con en el tiempo, se cierran. Pero la experiencia del dolor verdadero, la abstracta que nace de lo concreto, también es parecida en cualquier lugar. Es única, intransferible y casi incomunicable. Es importante sentirla en cada esquina del mundo hasta contemplar cada una de sus formas. Erramos al no mirarla cara a cara y queremos evitarla a toda costa. Porque somos seres humanos, eso está en nuestra naturaleza, somos así. Es probable que viajar pueda agrandar nuestra alma a pesar de sentirnos pequeños. Hay un dolor en cualquier lugar, algo que lo recorre todo. Aquí mismo, delante de este pardal, puedo sentir la corriente del mío: la niebla, el martín pescador, mi río de palabras torpes y pensamientos afilados. Es el agua dócil del dolor que llevamos y estará ahí para siempre.
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