La Turquía que no vota a Erdogan grita ¡basta ya!
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La revuelta popular que, desde la plaza de Taksim de Estambul, se extiende por toda Turquía tiene en principio más similitudes con el 15-M español o el Occupy Wall Street norteamericano, que con la protesta de la plaza cairota de Tahrir que se convirtió en emblema de la Primavera Árabe. La principal diferencia con esta última es que no cuenta con el potencial desestabilizador necesario para derribar el régimen islamista de Recep Tayyip Erdogan, sólidamente asentado y que goza de una legitimidad democrática casi sin precedentes en la historia de la Turquía moderna.
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Más que un asalto al poder, se trata de un ¡basta ya! contra la deriva autoritaria del Gobierno, un grito de socorro contra el intento de imponer un modelo social único y de tinte islamista, una exigencia de cambio de rumbo y de preservar lo mejor de la república laica que Mustafá Kemal Atatürk introdujo en un país abrumadoramente musulmán.
Sin embargo, es muy improbable que el movimiento consiga su teórico objetivo -que dimita el primer ministro- o que el Gobierno altere su deriva autoritaria. El islamista Partido de la Justicia y Desarrollo (AK) de Erdogan logró el 49,83% de los votos en las últimas legislativas y 327 de los 550 escaños del Parlamento, y lo más probable es que, de celebrarse ahora mismo nuevas elecciones, consolidaría esa ventaja, incluso que la aumentaría. Es muy difícil luchar contra un respaldo tan mayoritario, a no ser que haya una reacción popular generalizada contra la brutalidad de la represión, error inicial que el primer ministro parece dispuesto a rectificar.
Con cada nuevo triunfo en las urnas, Erdogan se cree con más legitimidad para hacer y deshacer a su antojo,
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Estos son los poderes que exhibe Erdogan: bajo su mandato, Turquía ha disfrutado de una década prodigiosa de crecimiento económico que ignora la crisis global y contrasta con la depresión en esa Europa que le da con la puerta en las narices; ha parado los pies a un Ejército que se arrogaba un derecho genético a nombrar y derribar gobiernos, ha sentado en el banquillo a un puñado de generales golpistas; aunque con traspiés, ha puesto las bases para desactivar la rebelión kurda que ensangrienta el sureste del país desde hace 40 años; el país se ha consolidado como influyente potencia regional, puente entre Oriente y Occidente y referencia obligada para los protagonistas de la Primavera Árabe; y, lo más importante: pese a algunos incidentes en el camino, ha logrado una preciosa estabilidad.
Lo malo es que, con cada nuevo y democrático triunfo en las urnas, Erdogan se cree con más legitimidad para hacer y deshacer a su antojo, con todo el derecho a ignorar y reprimir las aspiraciones de quienes no le votan (media Turquía) y a concentrar más poder en sus manos. Su designio parece ser cambiar la Constitución para hacerla presidencialista al estilo francés o norteamericano, convertirse él mismo en Jefe de Estado y, ya con atribuciones muy reforzadas, desmantelar bajo líneas islamistas lo que queda del proyecto laico y modernizador de Atatürk. La revuelta iniciada en la plaza de Taksim es el más espectacular intento hasta el momento de detener esa vía hacia el autoritarismo antes de que sea irreversible.
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La soberbia de Erdogan llega al extremo de asegurar que, si se trata de capacidad de convocatoria, allá donde sus enemigos reúnan 20 personas él congregará a 100.000. Y que, si sacan a 100.000, él conseguirá 1.000.000. Puede que sea cierto, pero ésta no es una guerra de cifras, entre otras cosas porque quienes le exigen que se vaya se la juegan, ya que se enfrentan a una represión feroz, y porque, más allá de su número, recogen las aspiraciones de amplios sectores sociales que no encuentran otros cauces para darles salida que echarse a la calle.
En un principio, y en teoría, la protesta de Taksim pretendía tan solo evitar la construcción de una zona comercial en uno de los pocos espacios verdes de Estambul. La preocupación ecologista es cada vez más visible, lo que da una idea del avance de una sociedad en la que no hace tanto la prioridad era escapar de la pobreza. El proyecto de un tercer puente sobre el Bósforo, entre Europa y Asia, es asimismo motivo de preocupación para los manifestantes por su impacto medioambiental, pero también por un motivo más ideológico. En lugar de bautizar el puente con el nombre de un símbolo de la tolerancia, como el pensador sufí Rumi, se ha elegido el del sultán Selim, que masacró a comienzos del siglo XVI a miles de alevíes, principal minoría religiosa turca y que hoy se siente agraviada.
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La protesta recoge también la preocupación por la falta de transparencia en el todavía confuso proceso de superación del problema kurdo
La protesta recoge también la preocupación por la falta de transparencia en el todavía confuso proceso de superación del problema kurdo, tanto en el seno de esta minoría (que supone entre el 15% y el 20% de la población) como entre la mayoría turca. Además refleja el descontento por las recientes restricciones al consumo, publicidad y venta de alcohol, justificadas tanto en motivos de salud pública como en la necesidad de cumplir con los preceptos del Islam. Ante la falta de repercusión durante los primeros días en los medios de comunicación adictos mayoritariamente al Gobierno, han surgido las exigencias de pluralismo y libertad de expresión real, lo que casa muy mal con el hecho de que Turquía se sitúe en primer lugar en la lista negra de países con mayor número de periodistas encarcelados (49). Finalmente, en el magma de reivindicaciones, surge también con fuerza el descontento por el progresivo intervencionismo en la guerra civil siria, tomando partido a favor de la oposición.
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Los manifestantes están lejos de constituir un conjunto homogéneo. Entre ellos hay jóvenes y mayores, laicos, alevíes y suníes, anarquistas, ecologistas y homosexuales. Pero si hay algo que les una a todos ellos, es el deseo de parar en seco el sesgo autoritario del AK y Erdogan. Es un grito a favor del pluralismo y contra el riesgo de que, a corto plazo, Turquía, antes que un modelo para las revueltas árabes, se mire en el espejo de la Rusia de Vladímir Putin, donde la democracia formal es la coartada de un control absoluto del poder y de la represión implacable de disidentes y opositores.
Lo más esperanzador es que lo que comienza a conocerse como Revolución de los Árboles (porque empezó con el intento de salvar un parque) demuestra que, en los últimos años ha surgido en Turquía una sociedad civil capaz de organizar una protesta pacífica como ésta, de suscitar la solidaridad de comerciantes y empresas de la zona, de montar improvisados hospitales de campaña, de mantener su propio servicio de orden y limpieza y, sobre todo, de no responder a las provocaciones. Una realidad que debe mucho a experiencias foráneas, como la del 15-M español, aunque algo de mérito podría atribuirse, paradójicamente al propio Gobierno islamista. De no ser porque con la represión salvaje de la protesta, que no ha ahorrado el uso de gas de pimienta, ha demostrado que la tolerancia no forma parte de su código genético.
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Con todo, Erdogan sigue siendo el líder más popular que ha tenido Turquía en su historia reciente, y pensar que el movimiento de protesta puede expulsarle de su poltrona es una quimera. Lo más sorprendente es la torpeza con la que ha reaccionado a esta amenaza, que contrasta con la habilidad política demostrada en su escalada hacia el poder, iniciada justo en Estambul, capital económica del país de la que fue un magnífico alcalde y cuyo centro se ha convertido en un campo de batalla. Sería una paradoja que fuese precisamente allí donde empezase su decadencia, donde fracasase su intento de emular a la Democracia Cristiana italiana, moderada y tolerante, confesional, pero sin llevar la religión al Estados. Está en juego la consistencia de su definición como "demócrata musulmán", es decir si demócrata (y como tal respetuoso con quien no piense como él) tiene prioridad sobre musulmán. O si los únicos términos en los que se reconoce plenamente son los de sultán y califa.