madrid
Viktor Orban es la referencia de los movimientos de la derecha radical europea, el modelo sobre el que edificar sus asaltos al poder en cada uno de los países donde han emergido, con especial intensidad en los años de la post-crisis, partidos xenófobos, anti-inmigración, euroescépticos y nacional-populistas. Muchos de ellos, con aspiraciones serias -algunas ya reales; sobre todo, en coaliciones- como formaciones de gobierno. Aunque algunas, como el Fidesz húngaro, con votos suficientes como para ostentar un Ejecutivo monocolor. Su líder, Orban, de 54 años, es también la bandera del nacional-populismo que arraiga en la UE, el espacio de las libertades civiles por antonomasia. Nadie como él puede exhibir un road map tan preciso para alcanzar el gobierno. Lo acaba de demostrar una vez más, y van tres. En las recientes elecciones presidenciales del 8 de abril, acaparó casi el 50% del escrutinio y su brazo político, Fidesz, acaparó más de dos tercios de los 199 escaños del parlamento húngaro.
Su hoja de ruta se basa en impulsar reformas constitucionales, en el control ideológico de las instituciones del Estado y en lanzar a través de medios afines teorías ‘conspiranoides’
Pero, ¿cómo es Orban?, ¿De qué fuentes doctrinales bebe su partido? P, ¿por qué se ha erigido en el estandarte de la extrema derecha en Europa, y su ideario en la nueva reserva espiritual de Occidente? Precisamente en su heterodoxia económica y en el fango ideológico que siempre ha acompañado al fascismo. Estrategia que siempre le ha conducido a recabar apoyos ciudadanos desde las más amplias -y diferentes- posiciones del espectro político.
Ya lo auguró George Orwell. En 1944. El fascismo “es complejo de definir”, porque su concepción misma “es demasiado ambigua”. Ninguno de sus regímenes totalitarios tiene trazas de similitud. Ni la Alemania de Hitler, ni la Italia de Mussolini, ni el Japón Imperial ni la España franquista guardaron nunca las más elementales concordancias. Salvo, comentaba el autor de Rebelión en la Granja o 1984, sus cimientos doctrinales, que se sustentan en el nacionalismo -decía Orwell-que, por encima de cualquier otro argumento, debería entenderse como “el hambre de poder alimentada por el engaño” y que, a su vez, abraza un patriotismo que resulta “más fuerte que el odio de clases y que el internacionalismo”. Combinación que, además, usa un lenguaje político diseñado “para hacer que las mentiras suenen confiables” -lo que demuestra que la posverdad ha existido en todas las épocas históricas-, por lo que se genera un clima “de engaño universal”, en el que “expresar la realidad objetiva se convierte en un acto revolucionario”.
Si Orwell fuera un coetáneo de la era digital y del Siglo XXI, pensaría en Orban a la hora de definir el nuevo nacional-populismo europeo. No sólo porque su homólogo Jaroslaw Kaczynski, líder de Ley y Justicia -el PiS polaco hermano político de Fidesz- e inspirador en la sombra de un Ejecutivo de fieles que ha puesto en marcha, en la actual legislatura, la misma hoja de ruta que su adorado presidente húngaro en su decenio gubernamental. Desde una reforma educativa centralizada y con claros vestigios de autoritarismo, al nombramiento de acólitos del PiS en las altas esferas del Ejército, Fuerzas de Seguridad y servicios secretos, o la renovación, a su antojo, del Tribunal Constitucional, mientras lanzaba acusaciones de alta toxicidad, como la que señala a la opositora Plataforma Cívica como responsable de la muerte de su gemelo, Lech, en accidente aéreo, en 2010, cuando ejercía como presidente del país. Porque las tesis conspiranoides -inspiradas con fake news desde medios de comunicación afines, incluidos los canales estatales- están a la orden del día. También porque la influencia del dirigente húngaro se ha expandido por las formaciones de ultraderecha europeas.
"El caso del AfD evidencia la fuerza de la demagogia: sólo el 34% de los alemanes que les dieron su confianza en septiembre lo hicieron con plena convicción de su ideario"
Si Polonia es el más fiel seguidor de la Hungría de Orban -Varsovia sopesa una nueva Carta Magna, como hizo su vecino, tras el control del Constitucional y una reforma electoral que le permita perpetuarse en el poder, al tiempo que ejerce un milimétrico seguidismo a Budapest en su deseo de articular políticas comunes del Grupo de Visegrado, que conforman ambos países junto a la República Checa y Eslovaquia, para hacer de contrapeso interno a la UE-, la mayor parte de las formaciones de este signo que han cobrado vitalidad por las latitudes del club comunitario ven en su itinerario una especie de Santo Grial. En los discursos de sus líderes, subyace los azotes dialécticos de Orban contra las políticas de inmigración -pese a que tanto Hungría como Polonia tienen tasas de residentes extranjeros testimoniales y, en su mayoría, proceden de Ucrania, sin casi presencia de población musulmana-, su rechazo a las cuotas de asilo, su odio a los invasores islamistas, su amenaza al Consejo Europeo si persiste en mantener los derechos civiles liberales que permiten la acogida de refugiados, o sus mensajes demagógicos cuando hay un atentado yihadista en alguno de los socios de la Unión o su respaldo a favor del Brexit, de inicio, y de un divorcio duro, en la actualidad, que irrita sobremanera al eje franco-alemán. A pesar de ser uno de los grandes beneficiarios de los fondos estructurales junto a sus colegas de Visogrado.
El auge del nacional-populismo europeo
La contención de la extrema derecha en las citas electorales de Holanda y Francia de 2017, en las que se eludieron gobiernos encabezados por el Partido de las Libertades, de Geert Wilders, o por el Frente Nacional de Marine Le Pen, no puede hacer caer en la complacencia a quienes defienden sistemas con altas dosis de calidad democrática. Porque la sombra de la ultraderecha sigue al acecho. Alternativa por Alemania (AfD) se ha convertido en tercera la tercera fuerza en la locomotora europea tras alcanzar, por primera vez desde el Tercer Reich, representación en el Bundestag. Con proclamas de alto voltaje en materia de inmigración para calmar a sus fieles neonazis, pero también con mensajes de preservación de las políticas de protección social frente a las “oleadas de extranjeros”, que han encandilado a votantes de izquierda e instando a aplicar medidas para frenar la globalización, por los que sumaron votos de una y otra parte del centro político. Es decir, una miscelánea de ideas, con aderezos de resentimiento y de protesta. El sello de Le Pen, Wilders, el UKIP británico, de Donald Trump y, por supuesto, de Orban y su populismo autoritario. El caso del AfD, último vestigio del surgimiento de la extrema derecha, es elocuente porque tan sólo el 34% de los alemanes que dio su confianza a este partido en las elecciones del pasado septiembre lo hicieron con plena convicción. La inmensa mayoría, procedentes del gran granero de länders orientales, les concedió su voto por el descontento y decepción hacia el SPD y la CDU, principalmente. Aunque también hacia Die Linke, la izquierda, los liberales del LDP, o los Verdes.
De hecho, la elección del centrista Emmanuel Macron como presidente francés o el renovado mandato de Angela Merkel como canciller alemana no ha debilitado el discurso anti-inmigrante ni el sentimiento populista en la UE. Un reciente estudio de Bloomberg en 22 países europeos revela que nunca, en los últimos 30 años, ha sido tan amplio el respaldo social a movimientos de extrema derecha como en la actualidad. Nada menos que un 16% de los sufragios totales de sus últimos comicios parlamentarios, cinco puntos más que la década anterior y once por encima que en 1997. Diseminados por 39 formaciones políticas catalogadas como derecha radical por análisis académicos de varios profesores universitarios y que, en general, promueven controles férreos de la inmigración, entonan voces antieuropeas y contra las elites políticas y financieras, aunque se muestras propensos a respaldar un recetario económico conservador, según sondeos de Chapel Hill. Es decir, que obtienen sus caladeros de votos mediante la propagación de ideas como la defensa de la soberanía nacional, el aumento de las desigualdades sociales y de renta, de la globalización, de la pérdida de puestos de trabajo industriales y, por supuesto, de los flujos de inmigrantes, que consideran completamente desregulados.
"En casi la mitad de las 250 subregiones europeas crece el apoyo a la extrema derecha, en especial en Alemania y Polonia. En comarcas húngaras del Este, rozan e incluso superan el 70% de respaldo social"
Estos estudios alertan del repunte del descontento social (el Eurobarómetro de la UE constata la creciente preocupación ciudadana sobre la inmigración, el futuro de la construcción europea o el impedimento de la globalización al progreso económico de sus países) y, tras la subida del Fidesz en Hungría -y de su rival de ultraderecha, el Jobbik- y de la Liga Norte en Italia, que podría formar coalición de gobierno con la amalgama ideológica que representa el Movimiento Cinco Estrellas, ponen el punto de mira en Suecia y Bélgica. En el país escandinavo, por las elecciones de este año, en las que los Demócratas Suecos (SD) vienen de duplicar votos en su última cita con las urnas. Mientras que los belgas del Vlaams Belang -flamencos de ultraderecha que buscan la independencia del país- podrían asumir alcaldías de grandes ciudades en los comicios locales de 2019.
Pero hay más peligros latentes. Porque el crecimiento del populismo de derechas lo lideran dos países con elevada población como Alemania y Polonia, aunque también repunta a gran ritmo en Italia y Grecia. Y, en general, en casi la mitad de las 250 subregiones en las que está dividida la UE. En zonas húngaras como Èszak-Alföld, con el 71,8% de votantes, apenas dos puntos más (69,4%) que su cercana Nyugat-Dunántúl y con las polacas Podkarpackie (64,3%) o Lubelskie, con un 57,5%, pisándoles los talones. O que en los civilizados países nórdicos hayan alcanzado un 20% de respaldo ciudadano y sus formaciones, algunas de larga tradición, como el Partido del progreso de Noruega, fundado en 1973, formen parte de coaliciones de gobierno nacionales, regionales y municipales.
Las diez grandes formaciones ultras de Europa
No son todos los que están. Pero son diez de sus más significativas expresiones políticas en el continente europeo.
Alternative für Deutschland (AfD). Tercera fuerza del Bundestag y representación en dieciséis parlamentos regionales desde septiembre de 2016. Su eslogan El Islam no es parte de Alemania ha calado en un país que prohíbe por mandato constitucional la propaganda y el exhibicionismo nazi y cuya ciudadanía se ha mostrado especialmente sensible a cualquier manifestación que rememore vestigios nacional-socialista. Logró el 12,6% de los votos en los comicios del pasado otoño, con más de 5,3 millones de escrutinios. Pese a las voces de algunos de sus dirigentes en las que exigen el fin de la persecución de crímenes nazis.
Jobbik. A la derecha de Fidesz, aunque su líder, Gàbor Vona, de 38 años, carece de la vitola de gran demagogo de Orban. Aun así, el denominado Movimiento por una Hungría Mejor, supera en cinco escaños a los socialistas y se erigen en principal partido de la oposición, con 25 asientos, aunque lejos de los 134 de Fidesz. Sus principales proclamas son el antisemitismo, la hostilidad hacia Israel y la pureza étnica húngara.
Frente Nacional. Marine Le Pen logró el 28% de votos en la primera vuelta de las presidenciales galas de 2017 y un tercio de los sufragios frente a Macron, en segunda ronda. El doble de los que logró su padre, Jean Marie, en 2002. Pero, además, su discurso anti-inmigración y contrario a la UE le reportó, dos años antes, la victoria en seis de las trece regiones francesas, donde batió a los dos grandes partidos tradicionales, conservadores y socialistas.
Golden Dawn. Amacener Dorado. De marcada simbología nazi, este movimiento griego no tiene reparos en ensalzar a Hitler. Su líder, Nikolaos Michaloliakos, es un negacionista del holocausto y de las cámaras de gas. Ensalza el nacionalismo heleno a partir del uso partidista de los efectos de la austeridad impuesta por Europa tras los duros episodios de la crisis de la deuda y de la ola de refugiados sirios e iraquíes que atravesaron el territorio del país. Ostentan un 7% de votos. A su portavoz, Ilias Kasidiaris, le gusta decir que son “un movimiento de poder, no una facción de protesta”.
Freiheitliche Partei Österreichs. Los FPO’s austriacos acaban de incorporarse a la coalición que encabeza el canciller del Partido Popular (OVP) Sebastian Kurz, el jefe del Gobierno más joven de Europa. Su líder, Heinz-Christian Strache, será su vicecanciller y ministro de Funcionarios y de Deportes. Pero sus compañeros de partido asumen las carteras de Defensa, Exteriores e Interior. Claves para el control de inmigrantes. Strache es un ferviente admirador de Trump que, por el momento, y de forma expresa para formar parte del Ejecutivo con los conservadores, renuncia a plantear un referéndum para la salida de la UE.
The Finns. Los nacionalistas finlandeses emergieron de la oscuridad a comienzos de esta década y se convirtieron, al grito de Revolución, en la tercera fuerza política en 2011. Cuatro años más tarde, lograron ser el principal partido de la oposición en el parlamento. Dirigidos por Timo Soini, son, sobre todo, euroescépticos y antiglobalización.
Sweden Democrats. Los autoproclamados demócratas son la tercera fuerza en el Riksdag sueco, con 49 escaños y el 12,9% de los votos a escala nacional. Al son de la retórica de Jimmie Akesson y sus expresiones contra la inmigración, a la que considera el mayor peligro del generoso Estado de Bienestar sueco. Admira a Trump y las encuestas les otorgan en torno al 21% de los votos, la segunda fuerza del país, en empate técnico con el Partido Moderado de centro derecha y sólo por detrás de los Socialdemócratas.
Danish People’s Party. Con un respaldo del 21% de los daneses, provee apoyo parlamentario a una pluralidad de partidos de centro-derecha que ha recortado considerablemente las garantías de entrada a extranjeros. Con más de sesenta reformas de sus normas sobre inmigración desde que surgió la crisis de los refugiados en Europa. El líder del DPP, Kristian Thelesen Dahl, amenaza con impulsar un movimiento anti-Schengen en el país. Aunque se decanta, en economía, por las tesis socialdemócratas de perpetuar un Estado del Bienestar fuerte y estable financieramente.
Partij voor de Vrijheid. El PVV de Wilders. Segunda formación parlamentaria, estuvo a punto de confirmar la victoria que le presagiaban las encuestas en las elecciones de 2017. Se declara el inventor del Trumpismo. Goza de una elevada popularidad.
Lega Nord. El neofascismo italiano ha recuperado apoyo ciudadano con Matteo Salvini. Hasta el punto de ser el gran favorito para ejercer de primer ministro tras las elecciones del pasado mes de marzo. Incluso con el Movimiento Cinco Estrellas. Salvini ha explotado mejor que ningún otro candidato las presiones migratorias en el socio de la Unión con mayor número de pateras que pretenden alcanzar las costas. Hasta el punto de que el propio Papa Francisco ha pedido ayuda a Europa para atender una crisis humanitaria.
Todo ellos responden al estereotipo de Orwell. Cada uno prioriza alguno de los componentes de nacionalismo patriótico que caracteriza siempre ha caracterizado el fascismo. Pero todo sopesan el modelo Orban. Su estilo. Propagandístico, similar al de la Rusia de Putin, para generar una conciencia colectiva xenófoba, que refuerce su concepción identitaria, en el plano político, y para expandir las supuestas bondades de su agenda económica, de la que se jacta decir que es “el sueño que persigue Trump para EEUU”. Cuando llegó al poder, en 2010, el país magiar estaba al borde del colapso. Su estado financiero lo sostenía un programa de deuda administrado por el FMI y la UE. Como ocurrió con Grecia. Pero Orban redujo el déficit del 5,3% al 2,4% en un ejercicio. Del 2011 al 2012. Y pagó el endeudamiento a la UE y al FMI. También nacionalizó los fondos privados de pensiones e introdujo un tipo impositivo único en el Impuesto sobre la Renta, del 15%. Aunque a costa de elevar el IVA hasta el 27%, la cota más alta de toda la UE, con lo que el peso de la recaudación la ha inclinado hacia el consumo, y de instaurar tributos especiales a sectores dominados por compañías de capital foráneo, como el de la energía, las finanzas, las telecomunicaciones o la distribución comercial, a los que grava por sus ingresos y activos, no por sus beneficios.
También ha dejado su sello con las renacionalizaciones. Siguiendo el tradicional proceder ruso -se declara admirador de Putin- tras la desintegración de la URSS, ha entregado las riendas de sus conglomerados industriales a la gestión exclusiva de correligionarios. Fieles a su causa. Como los oligarcas del Club de San Petersburgo administran los destinos de los bancos y las empresas estatales de Rusia. Es decir, que Orban ha engendrado una especie de pseudo-capitalismo de amiguetes, según lo describen expertos como Laszlo Gyorgy, analista de un think-tank de política económica. Bajo su periplo gubernamental, la economía ha crecido un 16% y se han creado 750.000 puestos de trabajo en un país de 10 millones de habitantes. Bien es cierto que, en gran medida, gracias a la inyección monetaria de Europa y de sus fondos de cohesión y estructurales, con un cheque al portador de 25.000 millones de euros en el actual septenio presupuestario, el que abarca de 2014 a 2020. Sólo superado por los 90.000 millones que recibe Polonia, con cuatro veces más población que Hungría.
Spain también is different… en su extrema derecha
En los diagnósticos sobre el populismo nacionalista de derechas en Europa no suele salir el caso español. Consideran que no hay nada más a la diestra del PP. Pese a que, durante los años de la mayoría absoluta de José María Aznar, el 12% de los votantes populares habrían elegido una opción de extrema derecha si estuviera lo suficientemente consolidada y no estuvieran a gusto, como están, depositando su voto al PP. Estudios recientes hablan de que esta porción de acólitos populares del ala más derechista del partido llegó a suponer, al inicio de la crisis, entre el 20% o el 25% de su electorado. Es decir, uno de cada cuatro o de cada cinco votantes. Aunque ahora, una parte notable de ellos podrían estar barajando entregar su apoyo a Vox, la formación que dirige Santiago Abascal, que sustenta en las ondas personajes como Federico Jiménez Losantos y a la que se acaba de incorporar antiguos asesores personales de Aznar, como Rafael Bardají, a quien se llevó como director general de FAES y la persona que le introdujo en los ambientes más a la derecha del republicanismo estadounidense.
Casi nadie de la cúpula de Vox renegaría nunca de Aznar. A quien consideran como el auténtico referente y al que no descartan ver como cabeza de cartel en el futuro. Algunas encuestas creen que podría tener representación parlamentaria, debido a la diseminación de esa facción de los simpatizantes del PP, en las próximas elecciones. Sobre todo, por la gestión de la crisis catalana por parte del Ejecutivo de Mariano Rajoy. Bardají, artífice, con sus contactos con los estamentos más poderosos del Grand Old Party (GOP), de designaciones como la de la ex ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacios, al frente de la vicepresidencia jurídica del Banco Mundial -que levantó no pocas críticas por su dejación de funciones- ya ha puesto la primera pica para revalorizar la imagen de Vox. Con el compromiso de Stephen Bannon, el estratega de campaña de Trump, de intervenir en la próxima contienda electoral española. En apoyo de la formación ultra. Bannon, que salió por peteneras tras desencadenar un caos nunca visto en la Casa Blanca entre asesores del actual presidente, es también el fundador de Breitbart, el portal de noticias que más se ha identificado con las fake news y la posverdad en EEUU, pero que llevó en volandas al magnate al Despacho Oval. Su fórmula para España -al igual que para cualquier otra formación política de cualquier latitud que le reclame-, partirá de una vieja receta: seguridad, identidad e inmigración. La misma que ha empleado Orban en su Hungría natal.
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