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Sahara Libre Wear, la línea de ropa exclusiva hecha en un campo de refugiados que resiste a la pandemia

La población saharaui emprende pequeños negocios para sobrevivir con tasas de paro que superan el 60% entre la juventud de los campamentos de Tinduf

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Lugar de trabajo del Sahara Libre Wear. SANTIAGO REVIEJO.

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Los campos de refugiados saharauis han resistido, de momento, el embate de la covid-19. Llevan tres meses cerrados al exterior, confinados sus habitantes en sus casas, para evitar la propagación del coronavirus que podría ser demoledora para el frágil sistema sanitario de los campamentos. Y, pese a estar ubicados en territorio de Argelia, uno de los países de África más afectados por la pandemia, no han sufrido ningún contagio. Ahora, sus gobernantes prevén iniciar poco a poco la desescalada. Público visitó los campamentos la semana antes de su cierre.

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Un cierre que ha agudizado un poco más las precarias condiciones de vida de miles de personas que intentan superar como pueden tantas adversidades. Aunque, primero, habría que partir de la siguiente pregunta: ¿Qué provecho se le puede sacar a un desierto como el de la hamada de Argelia, una inmensa nada de cientos de kilómetros de arena, polvo y piedras cociéndose a temperaturas superiores a los 50 grados en verano, una nada golpeada, además, de vez en cuando por vientos y tempestades ruinosas? Ni el turismo más aventurero tendría interés en poner allí sus pies. Ni los propios argelinos sentirían la curiosidad de conocer esa parte de su territorio. Un lugar así sólo ha podido ser utilizado para levantar los campamentos de refugiados donde viven más de 170.000 saharauis. Y, pese a todo, ese pueblo exiliado durante más de cuatro décadas ha conseguido poner en marcha proyectos impensables en un entorno tan hostil: una línea de ropa exclusiva, por ejemplo.

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Sahara Libre Wear es el nombre de la marca, un proyecto que se creó en 2008 a raíz de una idea del artista extremeño Alonso Gil, quien montó un taller de serigrafía dentro del Encuentro Internacional de Arte y Derechos Humanos del Sahara Occidental, Artifariti, un certamen cultural sin parangón en el mundo. Esos primeros talleres formativos se consolidaron luego en un proyecto de promoción del empleo juvenil que se ha convertido en la marca de ropa exclusiva de los campamentos de refugiados, las camisetas, los turbantes o las melfas serigrafiadas con diferentes motivos que se venden a las visitas extranjeras en cada foro o encuentro internacional que tiene lugar en los asentamientos.

Smail Banan, pintor de acrílico y reconocido muralista saharaui, está al frente del proyecto, ubicado en la wilaya (provincia) de Bojador. Ahora sólo trabajan él y una mujer, Fatimetu, pero la empresa ha llegado a tener hasta 25 trabajadores, a contar con un taller abierto en cada una de las cinco wilayas de los campamentos cuando los vientos desérticos soplaban a favor. "Temas personales, sociales", dice Smail, provocaron el declive de un negocio que depende en exclusiva de la compra que hagan los extranjeros que visiten estos asentamientos, a quienes va dirigida la oferta de Sahara Libre Wear. El cierre del campo de refugiados a causa de la pandemia ha venido a empeorar un poco más la situación.

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Pero aunque el negocio se haya estrechado, resiste, algo realmente muy complicado en un hábitat como el de estos campamentos en mitad de la nada. Poca gente a la que vender y poco tiempo durante el que se puede trabajar, porque cuando el sol calienta con temperaturas superiores a los 50 grados los tejados de uralita y plástico convierte las casas en un horno infernal. Aún así, Smail y su compañera Fatimetu se afanan cada día en su local dibujando diseños de nuevos estampados con motivos saharauis, recortando los patronajes, preparando los tintes y los tejidos que luego van a serigrafiar. Pero eso sí, sin prisa, como transcurre todo en esta parte olvidada del mundo, donde la prisa tampoco soluciona casi nada.

Las ventas no son altas, evidentemente. Y varían mucho en función de los extranjeros que visitan los campamentos de por motivos humanitarios. Pero los pequeños ingresos que obtienen valen allí casi su peso en oro, porque sirven para completar la canasta básica que proporciona mensualmente a todos los refugiados saharauis el Programa Mundial de Alimentos de la ONU, una canasta que se ha ido reduciendo progresivamente con el paso de los años y que ahora consiste en ocho kilos de harina, uno de azúcar, un litro de aceite, dos kilos de arroz, uno de lentejas y a veces uno de pasta. Así que los ingresos por la venta de ropa permiten comprar algo de fruta, carne o pescado en las tiendas de las wilayas para fortalecer una dieta equitativa, pero nutricionalmente exigua. O adquirir un poco más de los 20 litros de agua por día a los que tienen derecho y que en un baño occidental se consumirían en tres o cuatro tiradas de cisterna.

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Así que para Smail, su pequeña empresa de ropa ha sido como una bendición. "Esto me ha dado mucho", asegura. Y no habla sólo de los ingresos extra. Se refiere, también, a la gente de fuera que ha podido conocer, a la que se ha llevado sus camisetas y turbantes a otras partes del mundo, a la que como el artista Alonso Gil le enseñó el arte de la serigrafía, a la que reconoció su valía como pintor perdido en un mundo olvidado.

Tasas de paro por encima del 60%

El empleo, la falta de trabajo, es una de las mayores lacras de estos campamentos de refugiados, donde hay poco que hacer, donde apenas hay dinero para comprar; un panorama desolador que parece haberse contagiado de la esterilidad del entorno desértico. Pero, como en el caso de Sahara Libre Wear, hay otros pequeños oasis que intentan abrir espacios de esperanza entre tanto secarral. Es el caso del centro de empleo juvenil abierto por la Asociación de Amistad con el Pueblo Saharaui de Sevilla, que presta asesoramiento a 80 pequeños negocios de la wilaya de Bojador: panaderías, peluquerías, lavanderías, baños de hammam, establecimientos de comida rápida, que ya dan trabajo a cerca de 200 personas.

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Este centro se abrió tras la elaboración de un estudio en 2019 sobre la realidad de la población refugiada de 16 a 45 años en Bojador, según el cual el 53% de los hombres y el 67% de las mujeres en esos tramos de edad no tienen trabajo. Respecto a las disponibilidades de capital para emprender un negocio, el diagnóstico constató que en general "es muy limitada" y que las retribuciones por trabajar en servicios del estado son muy bajas, ya que apenas alcanzan para completar la exigua canasta básica alimentaria.

"Las personas que están empleadas en negocios privados tampoco ingresan apenas dinero –se añade en el estudio¬-. Los negocios más lucrativos, especialmente grandes ferreterías, están controlados por muy pocos. Una fuente importante de ingresos viene de las remesas que envían los familiares que viven y trabajan en España u otros países. Además, las personas que trabajan para ONG u organismos internacionales reciben retribuciones bastante más altas que el resto de la población, lo que les permite cubrir sus necesidades e incluso emprender negocios complementarios. Para la juventud, el acceso a fondos para iniciar un negocio propio es en general muy limitado, ya que no tienen recursos ni acceso a los escasos ahorros familiares".

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Para hacer frente a esa realidad, y tras haber analizado cuáles eran las mayores necesidades, los responsables del centro de empleo juvenil empezaron a impartir cursos de formación en las especialidades más demandadas y con mayores posibilidades de éxito comercial, acompañando a los nuevos emprendedores en todo el proceso de creación del negocio, monotorizando sus resultados y proporcionándoles microcréditos para que pudiesen afrontar las primeras inversiones.

Lejlifa, un joven de 23 años, es ahora, gracias al centro de empleo juvenil abierto por la asociación solidaria sevillana, el dueño de una pequeña panadería que produce una media de 200 piezas de pan al día. Estudió hasta tercero de Secundaria en Argel y luego, cuando volvió a los campamentos de refugiados, se encontró con que no había nada que hacer. Hizo algunos trabajos de carpintería, de albañilería, pero muy esporádicos. Hasta que se le presentó la oportunidad de abrir la panadería. "A mí esto me ha salvado la vida –afirma-. Me ha dado un trabajo, un modo de ganarme la vida. Esto es muy importante para mí".

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Lo mismo opinan las tres jóvenes que gestionan un taller de costura y comparten local con la firma Sahara Libre Wear. Antes de que abrieran este negocio, se pasaban las horas en casa ayudando en las tareas domésticas. Ahora, se dedican a arreglar ropa de mujer e infantil y también cosen algunas prendas de su propia manufactura. "Esto significa mucho para nosotras, porque aquí las mujeres apenas tienen trabajo. Y creemos que esto va a suponer un buen cambio en nuestras vidas", dice una de ellas, que confía que en el futuro puedan ser más trabajando en el taller.

Y mientras los jóvenes luchan en sus nuevos y pequeños negocios por abrirse camino en medio de un entorno tan limitado, afuera los niños corren con los pies descalzos detrás de una pelota, corren sobre un terreno lleno de piedras, restos de solería y de azulejos utilizados en la construcción de alguna casa. Acostumbrados a ese terreno de juego, sus pies parecen no resentirse. No lloran. No se retuercen de dolor. Corren detrás de la pelota, sin parar. Y gritan como cualquier niño que disfruta corriendo detrás de una pelota. Así es la vida en un campo de refugiados, haya o no haya pandemia de un coronavirus en el mundo.

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