GUATEMALA
Actualizado:Pedro Sánchez es el primer mandatario extranjero que visita al presidente mexicano, el izquierdista Andrés Manuel López Obrador, desde que este tomara posesión el pasado 1 de diciembre. Sin embargo, su encuentro viene marcado por lo que ocurre en un tercer país: Venezuela. La operación para derrocar a Nicolás Maduro mediante la autoproclamación de Juan Guaidó como presidente y el apoyo de Estados Unidos y sus socios han incrementado la tensión. Los llamamientos de estos mismos sectores al golpe militar o a la intervención extranjera hacen temor que todo puede ir a peor. Además, Venezuela siempre ha sido utilizado de comodín para la política de casa, así que lo que digan Sánchez o López Obrador será analizado en clave global y también por sus opositores particulares.
Esta es una característica que comparten México y España: una oposición conservadora que agita el fantasma de Venezuela según sus urgencias domésticas.
A pesar de haber mantenido posturas diferentes, y ninguna de apoyo a Maduro, tanto Sánchez como López Obrador han sido acusados de dar oxígeno al chavismo.
El presidente español defiende el ultimátum impuesto por la Unión Europea: o el presidente venezolano convoca elecciones antes del próximo lunes, reconocerán a Guaidó como mandatario. La víspera de su llegada a Ciudad de México, Sánchez estuvo en República Dominicana. Ahí participó en un encuentro de la Internacional Socialista donde se aprobó una declaración que considera “ilegítimo” el gobierno de Maduro.
Su homólogo mexicano, por su parte, propugna junto a Uruguay una salida dialogada al conflicto venezolano. Esto implica un cambio de posición, ya que México fue uno de fundadores del denominado “Grupo de Lima”, una instancia multilateral creada para aislar chavismo después de la elección de la Asamblea Nacional Constituyente en agosto de 2017.
Venezuelas al margen, Sánchez visita México en un momento histórico para el país norteamericano. Para comprobarlo, bastaba con estar presente en el Zócalo de la capital el pasado 1 de diciembre, cuando López Obrador juró el cargo. Decenas de miles de personas lo acompañaron, esperanzadas. Su arrollador triunfo seis meses atrás fue una muestra de hartazgo ante el PRI (Partido Revolucionario Institucional), que dominó el país durante prácticamente todo el siglo XX, y el PAN (Partido de Acción Nacional). Los primeros, como representantes de la corrupción convertida en forma de gobierno. Los segundos, además, como responsables de la denominada “guerra contra el narcotráfico”, iniciada por Felipe Calderón en 2006 y que ha llevado a México a cotas insoportables de violencia.
Ante un país en profunda crisis y ahogado en un charco de sangre, López Obrador aparece como el cambio que siempre quiso a ser. Después de dos intentos fallidos, en 2006 (cuando denunció fraude y paralizó la capital durante más de un mes) y 2012, el eterno aspirante toma las riendas de un país desnortado y con grandes urgencias: frenar la sangría en la que vive desde hace doce años, atacar la corrupción y mejorar las condiciones de vida de un país con más de 50 millones de pobres.
El proyecto de Guardia Nacional y el temor a la (re)militarización
Reducir los altísimos niveles de violencia es uno de los retos de López Obrador. En 2018 se volvió a registrar una cifra récord, con 33.341 asesinatos, por encima de los más de 28.000 del año anterior. Una de las promesas lanzadas por el actual presidente durante sus años como aspirante fue sacar a los militares de las calles, ya que el número de homicidios sigue multiplicándose y, además, se han registrado denuncias por violaciones de los Derechos Humanos como ejecuciones extrajudiciales. Una vez llegado al Ejecutivo, su posición ha variado. Ahora su propuesta es la de modificar la Constitución para crear la Guardia Nacional, un cuerpo de mando civil pero organización militar que las organizaciones de Derechos Humanos ya han descalificado. Luis Hernández, jefe de Opinión del diario La Jornada, cuestiona si este cambio de posición fue motivado por convicción personal o por “presiones” por parte del Ejército, que exige que se reconozca y se legalice su rol en la seguridad pública. José Antonio Crespo, investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas, asegura que “hay expertos que no lo ven como mala idea” aunque considera que, lo preocupante, es que López Obrador mantiene “la misma estrategia” contra la violencia que su antecesor, Enrique Peña Nieto. “Y es lo que ya se decía de Peña Nieto, que si mantienes la misma estrategia lo previsible es obtener los mismos resultados”.
Paradojas de la vida: para sacar adelante el dictamen del Congreso sobre la Guardia Nacional votaron juntos los diputados de Morena (el partido de López Obrador) y el PRI, esqueleto institucional de México durante el último siglo. Si en los últimos años se hablaba del PRIAN como una alianza entre PRI y PAN, los dos únicos partidos que han gobernado México, esto dio pie a que se realizase un nuevo acrónimo: PriMor. Algo que ha alertado a los sectores más a la izquierda del heterogéneo Morena.
La guerra al huachicol
Como huachicol se conoce el robo de combustible y es una práctica que, solo en 2018, generó al Estado de México pérdidas por 60.000 millones de pesos (más de 2.700 millones de euros). El origen del nombre está en el tequila que se adulteraba con caña de azúcar, que se adaptó a la gasolina mezclada con agua. Poner fin a este negocio ilícito ha sido una de las primeras prioridades para López Obrador, que confía así en recuperar fondos para el Estado que poder utilizar en otro tipo de inversiones o programas sociales.
Esta ofensiva se entiende en dos ámbitos: por un lado, dentro de su promesa de lucha contra la corrupción (en este caso, contra el robo de recursos públicos). Por otro, dentro de sus propuestas de recuperación de soberanía energética.
La primera medida para evitar el robo fue dejar de transportar la gasolina a través de los grandes ductos que atraviesan México (y que son agujereados para extraer su contenido) y enviarla por medio de pipas. Esto generó un caos inicial que provocó desabastecimiento en siete estados, incluida la Ciudad de México.
A pesar de ello, el Gobierno de López Obrador asegura haber ahorrado 2.500 millones de pesos (114 millones de euros) a las arcas públicas.
En este contexto llegó la tragedia de Tlahuelilpan, ocurrida el 18 de enero. Aquel día reventó un ducto en el estado de Hidalgo. Cientos de vecinos se acercaron para extraer la gasolina, incluso ante la presencia de militares. Horas después, el combustible estalló. Por el momento se han contabilizado 117 fallecidos.
Los migrantes ya no son golpeados en la frontera
Si hay un ámbito en el que se ha podido observar un cambio inmediato en las políticas públicas mexicanas, ese es el de la migración. La caravana de centroamericanos que partió el 14 de enero de San Pedro Sula se encontró con un recibimiento en la frontera entre México y Guatemala que sus antecesores hubiesen soñado: en lugar de antidisturbios les recibieron con botellas de agua y la promesa de un documento que les permitirá permanecer de forma legal en el país durante un año. Hasta el 28 de diciembre, cerca de 15.000 hondureños, guatemaltecos y salvadoreños habían registrado su nombre en el puente Rodolfo Robles. Sin embargo, este operativo ha llegado a su fin y miles de centroamericanos esperan para cruzar hacia Estados Unidos. El objetivo del Gobierno de López Obrador es establecer un modelo de migración ordenado que no busque al vecino del norte, sino que se quede en México trabajando en macroproyectos como el Tren Maya. Al mismo tiempo, Washington ha comenzado a devolver a México a solicitantes de asilo hasta que los jueces norteamericanos determinen su futuro. Se trata de una práctica que el gabinete de López Obrador siempre rechazó pero ha terminado por asumir a regañadientes.
“En esencia, México sigue su conversión en frontera sur de EEUU, sigue cumpliendo funciones de policía. Puede ser policía buena, pero sigue siendo policía”, dice Luis Hernández.
La recuperación de la “doctrina Estrada”
López Obrador es un político que mira hacia el interior. Sin embargo, el contexto le ha obligado a moverse. Y México ha emergido como contrapeso en un continente que gira hacia la derecha, con Bolsonaro, Duque y Macri. Como explica Hernández, las llamadas al diálogo de López Obrador (junto a Uruguay) no se pueden entender como un apoyo a los procesos transformadores como el venezolano. “Hay cuestiones importantes, como la reivindicación de la doctrina Estrada”, añade. Esta política fue establecida en los años 30 del siglo pasado por Genaro Estrada, entonces secretario de Relaciones Exteriores, se basa en la no intervención y el derecho de autodeterminación. “Eso no significa que exista una alianza con Venezuela”, aclara Hernández.
Eso no es lo que se ha interpretado desde ámbitos conservadores, que acusan a López Obrador de ser un apoyo de Maduro. Estos sectores han adoptado el discurso de la oposición venezolana, que no acepta una negociación que no implique la salida del chavismo. “Se trata de un apoyo encubierto”, dice el investigador, que considera que la prueba de la alianza México-Caracas es la presencia de Morena en el Foro de Sao Paulo. “Está en los documentos. Y esto hace que México quede aislado de los países occidentales, quizás Rusia y Turquía pueden estar de acuerdo”, considera. “La doctrina Estrada es de los años 70 del siglo pasado”, zanja.
México se encuentra en un momento muy interesante. Queda por ver cómo se conjugan las necesidades de cambio de la sociedad mexicana con las posibilidades reales de un político como López Obrador, que ha modulado su discurso hasta llegar a la presidencia.
“El actual momento expresa la disputa entre dos fuerzas: el deseo del cambio, del fin de la corrupción y el hastío ante transas de la clase política y las consecuencias del ciclo de reformas neoliberales. Un cambio no tan profundo, pero significativo. Por otro lado, están los compromisos para ganar la presidencia: con empresarios, la vieja clase política y viejos miembros del PRI que frenan el cambio”, sintetiza Hernández. Crespo, por su parte, cree que López Obrador adolece de un “idealismo” que comparten sus seguidores pero que no concuerda con las posibilidades reales de la “cuarta transformación”, que es como López Obrador considera su llegada al Gobierno.
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